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– Wim -dijo. Cogió un tetrabrik de leche del frigorífico y buscó una cuchara para el azúcar. Añadí leche a mi café y le observé mientras endulzaba el suyo llenando hasta el borde dos cucharas soperas. Advirtió mi mirada-. Quiero engordar un poco -dijo-. Sé que el azúcar es mala para los dientes, pero es que todas las mañanas tengo que tragarme uno de esos mejunjes superproteínicos, ya sabe a qué me refiero, una mezcla de huevo, plátano y brotes de trigo. ¡Uf! Sabe de un modo inconfundible. Además, no soporto comer antes de las dos, así que tal vez debiera resignarme a la delgadez. Bueno, pues por eso pongo tanto azúcar en el café. Dicen que lo que no mata, engorda. Usted sí que tiene figura de sílfide.

– Corro todos los días y me olvido de comer. -Di un sorbo al café, que sabía un poco a menta. Estaba realmente bueno-. ¿Tiene usted mucho trato con Elaine?

– Hablamos cuando coincidimos en el pasillo -dijo-. Hace años que somos vecinos. ¿Por qué la busca? ¿Se ha ido sin pagar los recibos?

Le expliqué por encima la aparente desaparición de Elaine Boldt y añadí que la situación, aun sin ser de mal agüero, era sin embargo desconcertante.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– No lo recuerdo con exactitud. Tuvo que ser antes de que se marchara. Por navidad, creo. No, táchelo. La vi en Nochevieja. Me dijo que iba a quedarse en casa.

– ¿Sabe por casualidad si tiene gato?

– Desde luego. Un gato de Angora gris, muy gordo y vistoso, que se llama Mingus. En realidad era mío, pero como yo apenas aparecía por casa, pensé que estaría mejor acompañado y se lo di a ella. No era más que un minino por entonces. Pero si hubiera sabido que iba a ser el gato más guapo del mundo, no se lo habría regalado. Me lo he reprochado muchas veces desde entonces, pero ¿qué puedo hacer? Un trato es un trato.

– ¿Y cuál fue el trato?

Se encogió de hombros con indiferencia.

– La hice jurar que nunca le cambiaría el nombre. Charlie Mingus. Por el músico de jazz. También le hice prometer que no lo abandonaría nunca, porque, ¿qué sentido tenía entonces que lo regalara? Para eso hubiera seguido conmigo.

Dio una cuidadosa chupada al cigarrillo con el codo apoyado en la mesa de la cocina. Oí el crepitar de una ducha, procedente del fondo del piso.

– ¿Se lo lleva a Florida todos los años?

– Desde luego. Y a veces en el mismo avión, si hay sitio. Dice que a Mingus le gusta estar allí, que se siente como el amo. -Cogió una servilleta y la dobló por la mitad.

– Pues es extraño que no aparezca por ninguna parte.

– Probablemente estará donde esté ella.

– ¿Habló usted con la señora Boldt después de que asesinaran a la vecina?

Negó con la cabeza mientras dejaba caer limpiamente la ceniza en la servilleta doblada.

– Hablé con la policía; mejor dicho, la policía habló conmigo. Las ventanas de mi sala de estar dan a la casa y les interesaba saber lo que yo pudiera haber visto. Y la verdad es que no vi nada. El policía encargado de la investigación era el chulo más asqueroso que he visto en mi vida y no me gustó ni un pelo su actitud hostil. ¿Quiere que se lo caliente?

Se levantó para traer el café. Asentí y rellenó ambas tazas con el contenido de un termo. El crepitar del agua había cesado de repente y el hecho no nos pasó inadvertido a ninguno de los dos. Se acercó al fregadero, apagó el cigarrillo poniéndolo bajo el grifo y lo tiró al cubo de la basura. Cogió una sartén y sacó del frigorífico un envoltorio con bacón.

– La invitaría a desayunar, pero no tengo con qué; a menos que quiera compartir conmigo uno de mis mejunjes de proteínas. Voy a preparar uno ahora mismo, aunque me da un asco indescriptible. Tengo que cocinar comida de verdad para un amigo.

– Me voy inmediatamente, no se preocupe -dije, poniéndome en pie.

Me hizo un ademán de impaciencia.

– Siéntese, por favor. Termínese el café por lo menos. Además, mientras esté aquí, podrá hacerme las preguntas que quiera.

– ¿Sabe usted si la señora Boldt utiliza los servicios de algún veterinario del barrio?

Cortó tres lonchas de bacón, las puso en la sartén y encendió el gas. Se inclinó para observar la pequeña llama azul. Tuvo que recogerse el albornoz.

– En la esquina con Serenata Street hay una clínica para gatos. A veces lo lleva en una de esas jaulas especiales y Ming se pone a maullar como un coyote. No le gustan los veterinarios.

– ¿Tiene idea de dónde puede estar Elaine?

– ¿Con su hermana, tal vez? Puede que fuera a Los Ángeles a verla.

– Fue la hermana quien me contrató al principio -dije-. Hace años que no ve a Elaine.

Apartó bruscamente los ojos del bacón y se echó a reír.

– ¡Será bruja! ¿Quién le ha dicho eso? Si la vi aquí mismo no hace ni seis meses.

– ¿A Beverly?

– Sí -dijo. Cogió un tenedor y removió las lonchas de bacón en la sartén. Volvió al frigorífico y cogió tres huevos. Sólo con ver aquellos preparativos se me hacía agua la boca. Prosiguió en tono coloquial-. Tendría unos cuatro años menos que Elaine. Pelo negro, estilo niña descarada muy conseguido, piel exquisita. -Se me quedó mirando-. ¿Tengo razón o no?

– Se parece a la mujer que conocí -dije-. ¿Por qué me mentiría?

– Quizá yo pueda explicárselo -dijo. Cogió un rollo de papel de cocina y cortó un pedazo, que dobló junto a la sartén-. Bueno, en navidad tuvieron una pelea horrible, ya sabe. Puede que Beverly no quisiera que se supiese. Chillaban como bestias, se tiraban objetos, daban portazos. ¡Dios mío! ¡Y qué perrerías se dijeron! Fue una obscenidad. No sabía que Elaine tuviera una lengua tan sucia, aunque la otra la ganaba.

– ¿Y por qué fue?

– Por un hombre, naturalmente. ¿Por qué otra cosa nos peleamos todas?

– ¿Sabe de quién se trataba?

– No. Con franqueza, yo creo que Elaine es una de esas mujeres a quienes en el fondo les encanta la viudez. Despierta mucha simpatía y tiene toda la libertad que quiere. Posee un montón de dinero y no tiene con quién pelearse. Está mejor sola.

– ¿Por qué se peleó entonces con Beverly?

– ¿Quién sabe? Puede que les resultara divertido.

Apuré el café y me levanté de la silla.

– Me tengo que ir pitando. No quiero fastidiarle el desayuno, pero quizá tenga que volver. ¿Figura su nombre en la guía?

– Por supuesto. Trabajo… en el bar del Edgewood Hotel, junto a la playa. ¿Lo conoce?

– No llego a tanto, pero sé a cuál se refiere.

– Venga a verme cuando quiera. Todas las noches, salvo los lunes, estoy allí hasta que cierran. Desde las seis. La invitaré a una copa.

– Gracias, Wim. Iré a verle. Le agradezco su ayuda. El café estaba estupendo.

– A mandar -dijo.

Al salir vi de refilón con quién iba a compartir Wim el desayuno. Parecía salido de una revista de hombres: ojos provocativos, mandíbula perfecta, camisa sin cuello y suéter italiano de cachemir sobre los hombros, con las mangas anudadas en el pecho. Wim se había puesto a cantar en la cocina una versión personal de «El hombre que quiero». Tenía la voz idéntica a la de Marlene Dietrich.

En el vestíbulo me encontré con Tillie, que empujaba un carro de la compra como si fuera un cochecito infantil. Lo llevaba cargado de las bolsas de papel marrón que dan en los establecimientos.

– Me parece que voy a tener que ir al mercado dos veces al día -dijo-. ¿Vienes a verme a mí?

– Sí, y como no estabas, he subido a casa de Wim para charlar un rato con él. No sabía que Elaine Boldt tuviera gato.

– Sí, hace años que lo tiene. No sé por qué, se me olvidó comentártelo. ¿Qué habrá hecho con él?

– Dijiste que aquella noche llevaba equipaje de mano al subir al taxi. ¿Crees que llevaba a Mingus en la jaula?

– Bueno, cabe la posibilidad. Desde luego era bastante grande y Elaine lo llevaba siempre consigo, fuera donde fuese. Igual ha desaparecido también. ¿No piensas tú lo mismo?