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Dejé la foto donde estaba y volví a la planta baja. Al recorrer el pasillo vi una puerta entornada y la abrí con cautela. Vi a mis pies el negro abismo del sótano. Mierda.

Si quería hacer las cosas bien, no tenía más remedio: tendría que inspeccionarlo. Hice una mueca para mis adentros, salí de la casa y fui hasta el coche para coger la linterna de la guantera.

Capítulo 13

Las escaleras del sótano estaban intactas. Por lo visto, el fuego había sido detenido antes de llegar allí. El destrozo de las habitaciones superiores parecía fruto de un reactivo que aseguraba como mínimo una combustión superficial en toda la casa. El haz de la linterna rasgó la oscuridad e iluminó un estrecho pasillo lleno de objetos que no quise tocar. Llegué al pie de la escalera. Casi tocaba el techo con la cabeza. La casa tenía más de cuarenta años de antigüedad y los cimientos eran nidos de arañas y de humedad malsana. El aire era denso, como el de un invernadero, sólo que todo lo que había allí abajo estaba muerto y exhalaba el vaho pantanoso de los incendios antiguos y la humedad añeja, del abandono y la podredumbre.

Recorrí las vigas con la luz de la linterna hasta llegar al agujero por el que entraba la luz del día. ¿Se había quemado el suelo, cayendo entonces el cadáver al sótano? Me acerqué y estiré el cuello para ver mejor. Me dio la sensación de que los bordes del agujero habían sido cortados a mano. Puede que el inspector de Incendios se hubiera llevado algunas muestras de madera para hacer pruebas en el laboratorio. Vi la estufa a mi izquierda, una masa gris, muda y achaparrada, con tubos llenos de hollín que se extendían en todas direcciones. El suelo era de tierra apisonada y cemento resquebrajado, y el lugar entero estaba lleno de chatarra. Los botes de pintura y las mamparas de tela metálica se amontonaban debajo de las escaleras, y en el rincón había una antigua pila de cinc con las cañerías corroídas.

Recorrí el perímetro del sótano, inundando de luz los rincones por donde las criaturas de ocho patas, llenas de horror, huían de mí. Después me felicité por haber sido una chica tan minuciosa, pero en aquellos momentos yo sólo quería salir de allí cuanto antes. Las casas vacías siempre parecen estar llenas de esos ruidos que obligan a preguntarse si no habrá por los alrededores algún asesino armado con un hacha y en busca de víctima. Enfoqué con la linterna el apartado muro por donde ascendían unos peldaños hasta la puerta doble, cerrada ahora, que se abría en la parte lateral de la casa. La luz diurna se filtraba por las rendijas, pero no el aire fresco del exterior. Sabía que la puerta doble estaba asegurada con candado por fuera, pero la madera era vieja, estaba resquebrajada y no parecía muy firme. A juzgar por lo que me había dicho Lily Howe, el intruso ni siquiera se había molestado en forzar la entrada. Por el contrario, se había dirigido directamente a la puerta principal y había tocado el timbre. ¿Había habido lucha? ¿Se había asustado el asesino al abrir ella la puerta y la había matado en el acto? Cabía la posibilidad, desde luego, de que el intruso fuera una mujer, en particular si el arma homicida había sido realmente un bate de béisbol. Con la proliferación de los gimnasios, cada vez más mujeres se sentían atraídas por los aparatos que desarrollan los músculos del brazo; homicidio con lanzamiento de disco, de jabalina, de martillo, con arco y flechas, con el puck de jugar al hockey sobre hielo… se diría que las variantes son infinitas.

Avancé hacia las escaleras, estremeciéndome de manera involuntaria a causa de la oscuridad que había tras de mí. Subí los peldaños de dos en dos y a punto estuve de quedar fuera de combate porque me di con la cabeza contra una viga. Solté una maldición ruidosa que salió del sótano y volvió a entrar por el pasillo como si se persiguiera a sí misma. Algo peludo me llamó de pronto la atención y cuando me di cuenta de que era un frágil ciempiés que me reptaba por la pechera, empecé a brincar dando saltitos de rana, a darme manotazos en la blusa como si de repente hubiera estallado en llamas. ¡Lo que hay que hacer para ganarse el jornal!, me dije con rabia. Salí por la puerta trasera, cerré tras de mí y tomé asiento en los peldaños del porche. Mi respiración se fue normalizando por fin, pero aún tardé unos minutos en recuperar el aplomo.

Mientras, me dediqué a inspeccionar el patio trasero. En realidad no sé qué andaba buscando ni qué esperaba encontrar después de seis meses. Allí no había más que hierbajos y matorrales, y un naranjo pequeño, deforme por la falta de agua, y cargado de una fruta endurecida que se estaba volviendo marrón porque nadie la cogía. El cobertizo era una de esas estructuras metálicas prefabricadas que se pueden ver en el catálogo de Sears y montar en cualquier parte. Estaba cerrado con un candado grande, ancho, impresionante, que parecía a prueba de bomba. Crucé el patio y lo inspeccioné. En realidad era un candado antiguo, de los de llave grande, que sin duda abriría en unos minutos; pero no llevaba encima la ganzúa y no me hacía ninguna gracia la idea de ponerme a forcejear con un candado en pleno día. Era mejor volver cuando el sol se hubiera puesto y averiguar lo que Grice o su sobrino guardaban allí. Sin duda muebles viejos de jardín, pero nunca se sabe.

Devolví la llave al señor Snyder, cogí el coche y volví al despacho. Llené la cafetera. Aún no había llegado el correo y no había recados en el contestador automático. Abrí el balcón y salí a respirar aire puro. ¿Dónde coño estaba Elaine Boldt? ¿Y dónde estaba su gato? Había agotado ya casi todas las posibilidades de actuación y observación. Redacté un contrato para que lo firmara Julia Ochsner y lo metí en un sobre. Cuando estuvo el café, me serví una taza, tomé asiento en el sillón giratorio y me puse a girar. Cuando hay dudas y vacilaciones, me dije, lo mejor es volver a la rutina.

Puse una conferencia a dos periódicos, uno de Boca Ratón y otro de Sarasota, para poner un anuncio: «Quien conozca el paradero de Elaine Boldt, sexo femenino, raza blanca, edad 43…», etcétera, «por favor, póngase en contacto con…» mi nombre, dirección, teléfono y un desafío para practicar el cobro revertido.

Parecía práctico. ¿Qué más podía hacer? Seguí girando otro poco y llamé a la señora Ochsner. De todos modos no podía quitármela de la cabeza.

– ¿Sí? -dijo, cuando descolgó por fin. Tenía la voz temblorosa, aunque con un dejo de esperanza, como si a pesar de sus ochenta y ocho años pudiese recibir una llamada inesperada y sucederle cualquier cosa. Confiaba en sentirme también así hasta el fin de los tiempos. Aunque por el momento no era tan optimista.

– Qué tal, Julia. Soy Kinsey, de California.

– Un momento, querida, voy a bajar el volumen de la televisión. Estoy viendo mi programa favorito.

– ¿Quiere que la llame dentro de un rato? Odio interrumpir.

– No, no. Prefiero hablar con usted. Un segundo.

Transcurrieron unos instantes y oí que el ruido de fondo bajaba de volumen hasta quedar reducido al silencio. Julia emprendió el viaje de vuelta al teléfono, sin duda a la máxima velocidad que podía permitirse. Seguí esperando. Por fin cogió el auricular.

– La he dejado encendida -me explicó-, aunque desde aquí lo veo todo borroso. ¿Y usted? ¿Qué tal está?

– Decepcionada -dije-. Ya no me queda prácticamente nada por hacer y quería preguntarle por el gato de Elaine. Porque usted no ha visto a Mingus en estos seis meses, ¿verdad que no?

– Pues no, vaya. Ni siquiera había pensado en ello. Si Elaine ha desaparecido, parece lógico que también haya desaparecido el gato.

– Eso parece. La administradora del piso de aquí dice que la vio marcharse aquella noche con lo que parecía una jaula para gatos, es decir que si realmente fue a Florida, tuvo que llegar con el gato.