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– Yo juraría que el gato respiró el aire de Florida tanto como Elaine, pero puedo hacer averiguaciones en los consultorios de los veterinarios y en las guarderías para gatos de la zona -dijo Julia-. Puede que se separase de él por algún motivo.

– ¿Lo haría usted? La verdad es que me ahorraría tiempo. No sé si descubrirá algo, pero por lo menos lo habremos intentado. Quiero localizar el taxi que utilizó Elaine para saber si llevaba el gato consigo cuando fue al aeropuerto. ¿Le habló alguna vez Pat Usher del gato?

– Que yo recuerde, no. ¿Sabe que ya se ha mudado? Se ha ido llevándose absolutamente todo.

– ¿De veras? Bueno, no me sorprende, aunque me gustaría saber dónde está ahora. ¿Podría pedir a los Makowski la nueva dirección de esta mujer, de Pat? La llamaré a usted dentro de un par de días, pero, sobre todo, no se le ocurra llamar a Pat. No quiero que sepa que está usted metida en esto. Puede que más adelante la necesite para algún trabajito delicado y quiero mantenerla en la sombra. Bueno -añadí-, ¿cómo le va todo, por lo demás?

– Oh, muy bien, Kinsey. No se preocupe por mí. Supongo que si, después de solucionar este caso, le propongo fundar conmigo una agencia de detectives, no me tomará muy en serio, ¿verdad?

– Peores ofertas me han hecho en la vida -dije.

Se echó a reír.

– Voy a leer a Mickey Spillane, aunque sólo sea para entrar en calor. Hay un montón de palabras soeces que desconozco.

– Ya las digo yo por las dos, pierda cuidado. En fin, ya seguiremos hablando. Si mientras tanto descubre algo interesante, comuníquemelo. Ah, voy a enviarle el contrato para que lo firme. Hay que hacer bien las cosas.

– Roger. Corto y cierro -dijo y colgó.

Dejé mi veterano Volkswagen Cucaracha en el parking que hay en la parte trasera de mi despacho y me dirigí a pie a la Compañía de Taxis La Mejor, en Delgado Street. La administración se encuentra en una angosta arteria llena de establecimientos especializados en gangas y rebajas: zapatos, estéreos para coche, artículos de cocina, motos, más algún salón de belleza y algún que otro fotomatón. No es un buen enclave. La calle, de una sola dirección, va en un sentido equivocado. El parking es demasiado pequeño y, según parece, el propietario del edificio, aunque no exige alquileres elevados, deja que los inmuebles agonicen bajo la pintura desconchada y las alfombras raídas.

La Mejor estaba empotrada entre la tienda de ropa de segunda mano La Solidaridad Humana y la Sastrería Los Corpulentos, en cuyo escaparate podía verse un traje confeccionado para los entusiastas de la grasa animal. La administración de la compañía de taxis era larga y estrecha, y la dividía en dos un tabique de conglomerado donde se había abierto una puerta. Toda ella estaba decorada como un escondrijo infantil, a tono con los dos sofás despanzurrados y la mesa coja de una pata. Vi carteles y rótulos a mano pegados a los tabiques con cinta adhesiva, basura amontonada en un rincón, ejemplares manoseadísimos de la revista Motor en una especie de expositor surrealista junto a la entrada principal. Al fondo había un asiento de coche apoyado en la pared, la tapicería estaba rota y el desgarrón se había subsanado pegando unas tiritas adornadas con estrellas, del año de Maricastaña. El encargado estaba encaramado en un taburete y apoyaba el codo en un mostrador más desordenado que un banco de carpintero. Tendría unos veinticinco años, el pelo rizado y negro, y bigotito de igual color. Vestía pantalón ancho de algodón y camiseta azul claro con un estampado descolorido de los Grateful Dead, y una visera le aplastaba el pelo a los parietales. La radio de onda corta emitió unos sonidos incomprensibles y el chico cogió el micrófono.

– Siete-cero -dijo, concentrando inmediatamente la mirada en el plano de la ciudad que estaba pegado a la pared, por encima del mostrador. Vi un cenicero lleno de colillas, un tubo de aspirinas, un calendario de la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, una correa de ventilador, botellas de plástico de ketchup y un aviso enorme, escrito con rotulador, que decía: «¿A bisto alguien mi linterna roja?». Clavada a la pared había una lista de direcciones de los clientes que habían pagado con cheques sin fondo, y otra de los que solían llamar a más de un taxi para ver cuál llegaba primero.

Hubo una breve y rápida sucesión de chillidos y el encargado trasladó un imán redondo de un punto a otro del plano de la pared. Era como si estuviese jugando solo a las damas. A continuación imprimió un giro circular al taburete y se me quedó mirando.

– Usted dirá.

Le tendí la mano.

– Kinsey Millhone -dije. Pareció un tanto desconcertado ante la idea de estrechármela, pero se defendió de la manera más deportiva que supo.

– Ron Coachello.

Saqué la cartera y le enseñé la documentación.

– ¿Podría usted consultar unos datos que necesito?

Tenía los ojos negros y brillantes, y su forma de mirarme me decía que podía consultar todos los datos que le diera la gana.

– Cuénteme su película.

Le conté una versión condensada al estilo del Reader's Digest y le di la dirección de Elaine Boldt y la hora aproximada en que había ido a buscarla el taxi.

– ¿Puede mirar el 9 de enero de este año y comprobar si fue La Mejor quien hizo el servicio? Tal vez lo hicieran Taxis Urbanos o Raya Verde. Quisiera hacer unas preguntas al conductor.

Se encogió de hombros.

– Claro. Pero quizá tarde un día. Tengo todos los papeles en casa. No los guardo aquí. ¿Por qué no la llamo yo, o mejor aún, me da usted un toque? ¿Qué dice?

Sonó el teléfono, escuchó el mensaje y lo anotó. A continuación cogió el micrófono y apretó el botón.

– Seis-ocho. -Inclinó la cabeza mientras escuchaba con indiferencia. Se oyó el chisporroteo de la electricidad estática y luego un graznido-. Cuatro-cero-dos-nueve Orion -dijo y cortó la comunicación.

Le entregué mi tarjeta. La miró con curiosidad, como si nunca hubiera conocido a una mujer que utilizase tarjetas profesionales. La radio resucitó de repente y volvió a coger el micrófono. Me despedí con una seña y me la devolvió por encima del hombro.

Hice exactamente lo mismo en las otras dos compañías de taxis, que por suerte estaban lo bastante cerca para ir andando. Al contar la película por tercera vez, me sentía ya como si sufriese de parálisis aguda de lengua.

Cuando llegué al despacho, me aguardaba en el contestador automático un mensaje de Jonah Robb.

– Eeeeh…, hola, Kinsey. Aquí el agente Robb, es sobre aquello que…, bueno, sobre aquello de que hablamos. Estaba pensando si querrías llamarme alguna vez…, bueno, esta tarde, por ejemplo, para buscar una forma de afrontar juntos la situación. Hoy es viernes y son…, eeeeh…, las doce y diez del mediodía. Ya hablaremos. En fin. Gracias.

El número al que quería que le llamase era el de la Jefatura de Policía, extensión Personas Desaparecidas. Lo llamé y me identifiqué en cuanto se puso al habla.

– Creo que tienes cierta información que me interesa -dije.

– Sí -dijo-. ¿Te importaría pasar por mi casa más tarde?

– Supongo que no -contesté. Tomé nota de su dirección y quedamos para las nueve y cuarto, después de cenar. Como no era momento para abordar asuntos personales, le di las gracias y colgué.

Ya no podía hacer nada más aquella tarde en relación con el caso, así que cerré la oficina y me fui a casa. No era más que la una y veinte y, como había trabajado poco, me sentía obligada moralmente a ser útil en casa. Lavé la taza, el platito y el plato que había dejado en el fregadero y los dejé en el escurridor en espera de un nuevo uso. Metí un montón de toallas en la lavadora, limpié la pila del cuarto de baño y la de la cocina, saqué la basura y pasé al aspirador por entre los muebles. De vez en cuando corro los muebles para limpiar la pelusa de debajo, pero aquel día me contenté con despejar los espacios más concurridos y con que el piso oliera a esa mezcla tan característica de aceite industrial caliente y polvo frito. Me gustan el orden y la limpieza. Cuando una vive sola, o se vuelve una cerda o limpia sobre la marcha, que es lo que yo hago. No hay nada más deprimente que terminar una jornada agotadora y volver a una casa que parece una cuadra.