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– ¿Qué ocurre? -dijo-. ¿Por qué has puesto esa cara?

Me encogí de hombros.

– El matrimonio es un misterio.

– Lo mismo digo. Por cierto, ¿qué tal va el caso?

– Sigo husmeando -dije-. En este momento estoy investigando por encima un asesinato sin resolver. La misma semana en que desapareció la mujer que busco, fue asesinada la vecina de al lado.

– Mala señal. ¿Qué relación hay?

– Aún no lo sé. Tal vez ninguna. Pero que Marty Grice fuera asesinada y que Elaine Boldt desapareciera días después me parece una coincidencia digna de tenerse en cuenta.

– ¿Hubo una identificación clara?

– ¿De Marty? Lo ignoro. Dolan no da ya ni los buenos días. No quiere decirme nada.

– ¿Por qué no echas un vistazo a los archivos?

– Venga, hombre. ¿Crees tú que me dejará ver los archivos?

– Pues no acudas a él. Pídemelo a mí. Si me dices exactamente lo que quieres, te puedo hacer fotocopias.

– Jonah, es capaz de reventarte las pelotas. No volverías a trabajar nunca más. Tendrías que dedicarte a vender zapatos durante toda la vida.

– ¿Y por qué tiene que enterarse?

– Pero ¿cómo vas a hacerlo? Dolan se entera de todo.

– Joder. Los expedientes están en Identificación y Archivos. Apostaría a que Dolan tiene duplicados en la oficina y lo más probable es que no consulte nunca los originales. Esperaré a que se vaya y fotocopiaré lo que necesites. Luego lo devolveré a su sitio.

– ¿No hay que firmar para coger un expediente?

Me dirigió entonces la típica mirada que se dirige a los ciudadanos que jamás estacionan el coche en zona prohibida. La verdad es que, aunque mentía con mucha facilidad, las normas de tráfico y el vencimiento de los libros que tomaba prestados de la Biblioteca me ponían realmente nerviosa. Era defraudar la confianza pública. Bueno, es verdad que de tarde en tarde fuerzo ilegalmente alguna cerradura, pero no cuando creo que hay posibilidades de que me cojan con las manos en la masa. La idea de birlar documentos oficiales de la Jefatura de Policía me encogía el estómago igual que si fueran a ponerme una inyección antitetánica.

– No, por favor, no lo hagas -dije-. No puedes.

– ¿Que no puedo? Y tanto que sí. ¿Qué te interesa ver? ¿El resultado de la autopsia? ¿El informe sobre el incidente? ¿La encuesta? ¿Los informes del laboratorio?

– Sería estupendo. Me vendrían de perlas.

Alcé los ojos con sentimiento de culpa. Rosie estaba otra vez a nuestro lado y esperaba el momento de llevarse los platos vacíos. Me retrepé en el asiento y aguardé hasta que los cogió y se los llevó.

– Oye, jamás te pediría que hicieras una cosa así.

– No me lo has pedido. Me he ofrecido yo voluntariamente. Y deja ya de comportarte como una tonta del culo. Ya me devolverás el favor en otro momento.

– Pero Jonah, a Dolan no le hace ni pizca de gracia que haya filtraciones en su sección. Ya sabes cómo se pone. Por favor, no te metas en un lío.

– No te preocupes. Los agentes de homicidios exageran a veces. No le vas a joder ningún caso. Probablemente ni siquiera sabe por dónde empezar, o sea que no hay por qué preocuparse.

Capítulo 12

Me acompañó a casa después de cenar. Todavía era temprano, pero yo tenía cosas que hacer y a él pareció tranquilizarle que el contacto no se prolongara o se volviera íntimo. En cuanto oí que se alejaba, apagué las luces exteriores, me senté a la mesa con unas cuantas fichas y revisé mis notas.

Repasé por encima las fichas que había rellenado antes y las clavé en el gran tablón de anuncios que tengo sobre la mesa. Estuve un buen rato leyéndolas una y otra vez, en espera de un chispazo revelador. Sólo me llamaba la atención un apunte curioso. Me había esmerado mucho a la hora de anotar todo lo que recordaba de mi primera visita al piso de Elaine. Lo hago de manera rutinaria, casi como un ejercicio para comprobar que no me falla la memoria. En la alacena de la cocina había visto latas de comida para gatos. «9-Lives Beef y Liver Platter», decía mi anotación. Pero allí había algo que no encajaba. ¿Dónde estaba el gato?

A las nueve de la mañana siguiente cogí el coche y fui a Vía Madrina. Llamé por el interfono pero Tillie no contestó, así que estuve un minuto consultando el nombre de los inquilinos en el directorio. Había un tal Wm. Hoover en el apartamento 10, al lado mismo del de Elaine Boldt. Llamé por el interfono.

El aparato adquirió vida.

– ¿Diga?

– ¿Señor Hoover? Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, trabajo en esta ciudad y estoy buscando a Elaine Boldt. ¿Le molestaría que le hiciera unas preguntas?

– ¿Ahora mismo?

– Bueno, sí, si no tiene inconveniente. Quería hablar con la administradora de la finca, pero no está en casa.

Oí un murmullo de conversación y acto seguido el zumbido de apertura de la puerta. Tuve que correr para llegar a tiempo. Tomé el ascensor y subí un piso. Cuando se abrió la puerta del ascensor, vi el apartamento número 10 enfrente de mí. Hoover se encontraba en el vestíbulo con un albornoz azul y lleno de agujeros. Le eché treinta y cuatro o treinta y cinco años. Era bajo, alrededor del metro sesenta y cinco, y tenía unas piernas delgadas y musculosas, sin vello apenas. Llevaba el pelo moreno revuelto y daba la sensación de que no se había afeitado en dos días. Aún tenía los ojos hinchados a causa del sueño.

– Dios mío, le he despertado -dije-. Lo siento mucho, es algo que detesto.

– No se preocupe, ya me había levantado -dijo. Se pasó la mano por el pelo y se rascó la coronilla mientras bostezaba. Tuve que apretar los dientes para no bostezar yo también. Echó a andar hacia el interior, descalzo como estaba, y fui tras él.

– Acabo de poner la cafetera al fuego. Estará en un segundo. Pase y siéntese. -Tenía la voz clara y aguda.

Me señaló la cocina, que estaba a la derecha. El piso era una reproducción invertida del de Elaine Boldt; el dormitorio principal tenía que estar pared con pared con el de ella. Eché un vistazo a la salita de estar, que, lo mismo que la de ella, comunicaba directamente con el recibidor y también daba a la propiedad de los Grice. La magnífica vista exterior que se apreciaba desde el piso de Elaine era aquí menos interesante: apenas un vislumbre de las montañas que se extendían a la izquierda, vislumbre eclipsado en parte por las dos hileras de pinos mediterráneos que flanqueaban Vía Madrina.

Hoover se ajustó el albornoz y tomó asiento en una silla de la cocina con las piernas cruzadas. Tenía las rodillas bonitas.

– ¿Le importaría repetirme su nombre? Discúlpeme, pero aún estoy medio dormido.

– Kinsey Millhone -dije.

La cocina olía a café casi listo y a los efluvios de unos dientes aún sin cepillar. Los suyos, no los míos. Cogió un cigarrillo negro y delgado y lo encendió, tal vez con la esperanza de camuflar con algo peor el estado matutino de su boca. Tenía los ojos de un castaño claro atabacado, la faz magra, las pestañas ralas. Me observaba con el mismo aburrimiento que una boa después de haberse zampado una marmota entera. La cafetera emitió los últimos gorgoteos y Hoover cogió dos tazas blanquiazules mientras aquélla enmudecía. Una estaba decorada con conejitos follando. La otra con elefantes entregados al mismo menester. Me esforcé por no mirar. Algo que me ha preocupado durante años es cómo se apareaban los dinosaurios, en particular los dotados de una espina dorsal gigantesca. Alguien me dijo en cierta ocasión que follaban en el agua, que contribuía a aligerarles el peso, pero me cuesta creer que los dinosaurios fueran tan listos. Con aquella cabeza que tenían, pequeña y aplastada, me parece poco probable. Volví a la realidad con una sacudida de cabeza.

– ¿Y a usted cómo le llaman? ¿William? ¿Bill?