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– No es que sea asunto tuyo, Pam, pero estoy metida en una investigación de órdago que guarda relación con este caso. Nadie te obliga a cooperar, pero estoy a punto de dar media vuelta para entregar una orden judicial al director de estas oficinas y alguien te echará encima algo así como una tonelada de ladrillos por el embrollo que se organizará. Y ahora, ¿quieres que sigamos hablando del asunto o no?

Por debajo del maquillaje comenzaron a aparecerle manchas de color de bronce.

– No creas que me intimidas -dijo.

– No lo creo. En absoluto. -Tras lo que cerré la boca y dejé que asimilase la amenaza. Me pareció que causaba un efecto extraordinario.

Cogió un montón de papeles y los ordenó golpeándolos de canto contra la mesa.

– Leonard Grice suscribió un seguro de vida y otro contra incendios. Recibió dos mil quinientos dólares por el primero y percibirá otros veinticinco mil por los daños que sufrió la casa. El interior no estaba asegurado.

– ¿Solamente veinticinco mil por la casa? Yo creí que valía más de cien billetes. Con esa cantidad no tendrá suficiente para repararla, ¿verdad?

– Cuando la compró en 1962, valía veinticinco mil dólares y por esta cantidad la aseguró. No amplió la cobertura de riesgos ni se ha hecho otro seguro. Creo personalmente que la casa ya no tiene solución. Es una ruina total y pienso que es esto lo que ha destrozado a su propietario.

Una vez obtenida la información que necesitaba, me sentí culpable por las fanfarronadas que le había soltado.

– Gracias. Me has sido de muchísima ayuda -dije-. Por cierto… Vera quería que te preguntara si tenías ganas de conocer a un ingeniero aeroespacial, con pasta y sin compromiso.

Cruzó por su cara una extraordinaria expresión de incertidumbre en la que había de todo: suspicacia, ganas de sexo, avaricia. ¿Le estaba poniendo en bandeja un pastel de los buenos o una mierda seca? Sabía lo que estaba pensando. En el mercado de Santa Teresa, un soltero dura como mucho diez días antes de que lo atrapen. Me lanzó una mirada de preocupación.

– ¿Tiene algún defecto? ¿Por qué no lo pruebas tú antes?

– Acabo de terminar una historia -dije-. Estoy de baja. -Y era verdad.

– Llamaré a Vera, si acaso -murmuró.

– Estupendo. Gracias por la información otra vez -dije, y mientras me alejaba de su mesa le hice un gesto de despedida con la mano.

Si me acompañaba la suerte de costumbre, Pam se enamoraría del tipo y me pediría que fuese su dama de honor. Y yo tendría que ponerme uno de esos ridículos vestidos con las caderas llenas de volantes. Cuando me volví a mirarla me pareció que había encogido y sentí remordimientos. No era tan mala persona.

Capítulo 11

Aquella noche cené en Rosie's, un pequeño establecimiento situado a manzana y media de mi casa. Es una mezcla de bar de barrio y casa de comidas de las de antes, y sobrevive emparedado entre la lavandería automática de la esquina y un taller de electrodomésticos que lleva desde su casa un individuo llamado McPherson. Los tres establecimientos funcionan desde hace más de veinticinco años y en la actualidad son ilegales en teoría, ya que constituyen un grave y ofensivo atentado contra la política de ordenación del territorio, por lo menos para los ciudadanos que viven en otros lugares. Un año sí y otro no, a algún ciudadano celoso y exigente le da por presentarse en el Ayuntamiento para denunciar la escandalosa ruptura del paisaje urbano. Sospecho que en los años de tranquilidad hay chanchullo.

Rosie tiene alrededor de sesenta y cinco años, es húngara, baja y cabezona, una criatura de chillonas batas estampadas y con un pelo teñido con gena que le nace desde mitad de la frente. Lleva los labios pintados de un naranja intenso que por lo general desborda los límites reales de la boca y que hace pensar que su propietaria tuvo en otra época los labios mucho más grandes. Las cejas se las pinta con una gruesa raya marrón y sus ojos parecen serios y acusadores. La punta de su nariz amenaza con rozar el labio superior.

Me acomodé en el reservado en que suelo hacerlo, casi al fondo. El menú, una hoja mimeografiada y forrada de plástico, estaba empotrado entre el frasco de ketchup y el servilletero. El texto del menú estaba en color lila, como aquellos avisos que nos daban en el colegio para que nos los lleváramos a casa. Casi todos los nombres estaban en húngaro; palabras con multitud de acentos, zetas y diéresis, que sugerían platos fuertes y sólidos.

Rosie se me acercó con el cuaderno y el lápiz en la mano y actitud de reserva. Estaba ofendida por algo, aunque yo no le había hecho nada aún. Me quitó el menú de la mano, se lo guardó y tomó nota del pedido sin consultarme siquiera. Si al cliente no le gusta el trato es mejor que se vaya a otra parte. Acabó de escribir y consultó el cuaderno con los ojos entornados para comprobar el efecto de conjunto. No me miró a los ojos ni una sola vez.

– Hace una semana que no vienes -dijo-. Pensé que estabas enfadada conmigo. Seguro que has estado por ahí comiendo porquerías sintéticas. No hace falta que me lo digas. No quiero oírlo. No tienes por qué excusarte. Menos mal que estoy aquí para darte algo decente. Esto es lo que vas a comer. -Volvió a consultar el cuaderno con ojo crítico y me leyó el pedido con atención, como si también para ella fuese una sorpresa-. Ensalada de pimientos verdes. Fabulosa. Lo mejor. Sé que está estupenda porque la he hecho yo misma. Aceite de oliva, vinagre, una pizca de azúcar. Del pan olvídate, se me ha acabado. Henry no me ha servido hoy, ¿qué quieres que haga? Puede que también esté enfadado conmigo. No sé qué le habré hecho. La gente no cuenta estas cosas. Luego te traeré un estofado de rabo de buey. -Se arrepintió y lo tachó-. Demasiada grasa. No te conviene. Te pondré a cambio tejfeles sültponty, carpa al horno, muy sabrosa, con crema agria, y si rebañas el plato y te lo ganas, cosa que no mereces, te serviré además cerezas rehogadas. Te traeré el vino con los cubiertos. Es austríaco, pero no está mal.

Se alejó con la espalda rígida y el pelo del color de las mondaduras secas de mandarina. Su brusquedad tiene a veces un encanto exótico, pero por lo general no pasa de ser irritante; algo que hay que soportar si se quiere comer en Rosie's. A veces no aguanto la agresividad verbal al término de la jornada y prefiero la mecánica impersonal de los restaurantes automovilísticos o la paz beatífica del bocadillo de apio con mantenquilla de cacahuete que me como en casa.

Aquella noche Rosie's estaba vacío, triste y no del todo limpio. Las paredes están cubiertas con chapa de conglomerado con profusión de manchas oscuras y un toque final mate producto del humo de cocina y de tabaco. La iluminación es francamente mala -demasiado pálida, demasiado general- y los escasos clientes que entran parece que están enfermos del hígado. El televisor que hay sobre la barra suele emitir imágenes en color, pero ningún sonido, y el pez espada que hay encima parece que se ha hecho con yeso bañado en hollín. Me da vergüenza decir lo mucho que me gusta el sitio. Nunca será una atracción turística. Nunca será un bar de ligue. Nadie lo «descubrirá» nunca, nadie le concedería ni medio tenedor siquiera. Siempre huele a cerveza derramada, a pimienta roja, a grasa caliente. Es un sitio donde puedo comer sola sin necesidad de llevarme un libro para evitar la compañía indeseada. Quien quisiera ligar en un tugurio así tendría que pensárselo dos veces.

Se abrió la puerta y entró la vieja que vive al otro lado de la calle, seguida por Jonah Robb, con quien ya había hablado aquella misma mañana en Personas Desaparecidas. Casi no lo reconocí al principio, vestido de paisano. Llevaba unos vaqueros, una chaqueta gris de mezclilla y unas camperas marrones. La camisa parecía nueva, aún se notaba el doblado de la caja y el cuello estaba tieso y crujiente. Se movía como si llevase una pistolera empotrada en el sobaco izquierdo. Según parece, había entrado a buscarme porque vino directamente a mi mesa y tomó asiento.