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Jeffrey tenía que considerar todos los hechos, y éstos convertían a Lena en sospechosa, sobre todo considerando su actitud hostil en el interrogatorio. Sólo le había faltado desafiarlo a que encajara todas las piezas del rompecabezas.

Aunque se resistía a ello, Jeffrey se obligó a considerar la posibilidad de que hubiera dos asesinos, planteada la noche anterior por Sara: uno que hubiera matado a Andy y apuñalado a Tessa y el otro que hubiera acabado con la vida de Ellen Schaffer. El punto débil de ese razonamiento aparecía al llegar al atacante de Tessa en el bosque. Después de echarle un vistazo al historial de Ethan White y de hablar con Lena, Jeffrey tenía que considerar una variante de esa teoría.

Ethan podía haber matado a Andy Rosen. Lena podía haber llegado tarde a la escena del crimen. Llamaría a Ethan por el móvil para decirle que Tessa estaba en el bosque. No había manera de saber dónde estaba ninguno de los dos cuando Ellen Schaffer se mató, pero sabía que Lena se habría dado cuenta de que el cartucho no era del mismo calibre que el rifle. Sabía más de armas que cualquier hombre que Jeffrey hubiera conocido. Le consolaba poco el hecho de que Lena quizá sólo fuera cómplice. Según la ley de Georgia, era tan culpable como Ethan.

Se frotó los ojos, pensando que todo eso era ridículo. Lena era policía, por mucho que no llevara placa. Cometer un asesinato, o incluso participar como cómplice, era algo que no haría nunca, por mucho encanto que tuviera Ethan White. Eso era una locura, y la única razón que había para sospechar de ella era que no colaboraba. Pero como Sara había señalado, a Lena le gustaba hacerse la difícil.

Sacó el móvil y llamó al despacho de Kevin Blake. Al decano de Grant Tech le gustaba dar la impresión de que era un hombre muy ocupado, pero Jeffrey sabía con certeza que pasaba casi todo el día en el campo de golf. Quería concertar una cita con él para ponerle al corriente del caso antes de que se largara. La secretaria de Blake le pasó de inmediato.

– Jeffrey -dijo Blake.

Estaba usando el manos libres, y si la tensión de la voz de Blake no era bastante para advertirle de que no estaba solo en su despacho, el manos libres se lo confirmó.

– ¿Dónde estás? -le preguntó Blake.

– En el campus -contestó Jeffrey.

Keller le había dicho a Frank que estaría todo el día en el laboratorio si Jeffrey quería hablar con él a solas. Antes de lo de esta mañana con Lena, Keller era el mejor camino que podía explorar. Jeffrey sabía que sería muy fácil desviarse del tema, pero ahora no podía hacer nada con Lena, y sabía que no podía ir a por Ethan White sin nada con que apretarle las tuercas.

– Estoy con Albert Gaines y con Chuck. Íbamos a llamarte a la comisaría para ver si podías pasarte -informó Blake.

Jeffrey reprimió el exabrupto que pugnaba por salir de su boca.

– Eh, jefe -dijo Chuck, y Jeffrey se imaginó la expresión de suficiencia de éste al hablarle-. Le hemos guardado café y unos donuts.

Se oyó un gruñido, probablemente emitido por Albert Gaines.

– Jeffrey, ¿podrías pasarte por mi despacho? Nos gustaría hablar contigo -rogó Blake.

– Puedo estar allí dentro de una hora -le dijo Jeffrey, pensando que antes se dejaría cortar el cuello que acudir corriendo cuando ellos chasqueaban los dedos-. Tengo que seguir una pista.

– Oh -exclamó Blake, pensando quizá que debería posponer su partido de golf-. ¿Seguro que no puede venir ahora?

Albert Gaines volvió a refunfuñar algo. Era un hombre avinagrado, y exigía respuestas de sus subordinados, pero siempre había apoyado a Jeffrey.

Era evidente que a Blake le había caído una bronca. Su tono fue brusco cuando dijo:

– Entonces le veremos dentro de una hora, jefe.

Jeffrey cerró el móvil, y lo mantuvo en la barbilla mientras el grupo de chicas se desplazaba hacia la siguiente zona del patio. Salió del coche y se dirigió hacia la asociación de estudiantes, deteniéndose para echar un vistazo a los carteles. En la parte superior había una foto borrosa en blanco y negro de Ellen Schaffer, y aparte otra, aún más borrosa, de Andy Rosen. Debajo se leían las palabras «Vigilia con velas». Se daba una hora y un lugar, junto con un nuevo número de teléfono para ayuda a suicidas que había sido creado en colaboración con el centro de salud mental.

– ¿Cree que servirá de algo?

Jeffrey dio un respingo, sobresaltado, al oír la voz de Jill Rosen.

– Doctora Rosen…

Jill -le corrigió ella-. Siento haberle asustado.

– No pasa nada -la disculpó Jeffrey.

La mujer tenía peor aspecto que el día anterior. Sus ojos estaban tan hinchados de llorar que apenas se le veían, y estaba demacrada. Llevaba un jersey de manga larga de cuello alto con cremallera. Mientras hablaba con Jeffrey se apretaba el cuello con las dos manos para combatir el frío.

– Menuda pinta tengo -se disculpó.

– En ese momento me disponía a hablar con su marido -dijo Jeffrey, pensando que había echado a perder la oportunidad de hablar con Keller a solas.

– Está al llegar -le explicó ella, sacando un juego de llaves-. Tiene dos juegos -comentó-. Le dije que nos encontraríamos aquí. Necesitaba salir de casa.

– Me sorprendió saber que venía a trabajar.

– El trabajo le ayuda a recuperarse. -Sonrió con languidez-. Es un buen lugar donde esconderte mientras todo se desmorona a tu alrededor.

Jeffrey sabía exactamente a qué se refería. Después de que Sara se divorciara de él, lo único que hacía era trabajar; de no haber tenido un empleo al que acudir todos los días, se habría vuelto loco.

– Siéntese -le invitó Jeffrey, indicando un banco-. ¿Cómo lo lleva?

Rosen espiró lentamente al sentarse.

– No sé qué responder a esa pregunta.

– Supongo que es una pregunta bastante estúpida.

– No -le aseguró ella-. Es algo que me he estado preguntando últimamente. «¿Cómo lo llevo?» Se lo haré saber en cuanto obtenga una respuesta.

Jeffrey se sentó junto a ella, mirando el patio del campus. Algunos estudiantes se sentaron en el césped para almorzar, mientras extendían una manta y sacaban unos sándwiches de sus bolsas de papel marrón.

Rosen también contemplaba a los estudiantes. Tenía el borde del cuello del suéter en la boca. Estaba tan deshilachado que Jeffrey dedujo que era un hábito nervioso.

– Creo que voy a dejar a mi marido -dijo ella.

Jeffrey la miró pero no dijo nada. Se dio cuenta de que le costaba hablar.

– Quiere marcharse. Irse de Grant. Empezar de nuevo. Yo no puedo empezar de nuevo. No puedo.

Bajó la mirada.

– Querer marcharse es comprensible -dijo Jeffrey, invitándola a continuar hablando.

Rosen señaló el campus con una inclinación de cabeza.

– Llevo aquí casi veinte años. Hemos echado raíces aquí, para bien o para mal. Esa clínica forma parte de mi vida.

Jeffrey guardó silencio durante unos instantes. Al ver que ella callaba, le preguntó:

– ¿Le ha dicho por qué quiere marcharse?

Rosen negó con la cabeza, pero no porque no supiera el porqué. Su voz reflejaba una tristeza casi insoportable, como si hubiera decidido admitir la derrota.

– Una reacción típica de él. Bravuconea como si fuera muy macho, pero al primer inconveniente huye con el rabo entre las piernas.

– Lo dice como si no fuera la primera vez.

– Y no lo es -le confirmó.

Jeffrey insistió.

– ¿De qué huye?

– De todo -dijo ella, pero no le dio detalles-. Toda mi vida laboral se basa en ayudar a la gente a enfrentarse con su pasado, y sin embargo soy incapaz de ayudar a mi marido a enfrentarse con sus demonios. -Con voz más serena, añadió-: Ni siquiera puedo ayudarme a mí misma.

– ¿Y cuáles son sus demonios?

– Los mismos que los míos, supongo. Cada vez que giro por una esquina, espero encontrarme con Andy. Estoy en casa, oigo un ruido y miro por la ventana, esperando verle subir las escaleras de su habitación. Para Brian, que trabaja en el laboratorio, tiene que ser más duro. Sé que es más duro. Tiene que entregar su trabajo en una fecha límite. Hay en juego muchísimo dinero. Lo sé. Sé de qué va todo eso.