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– Tengo que ver el cadáver.

– No me gusta la idea de que estés en el campus -le dijo-. Si algo ocurriera…

– Debo hacer mi trabajo -afirmó ella, dejando bien claro que no pensaba discutir.

Jeffrey sabía que tenía razón. Sara no sólo tenía que hacer su trabajo; tenía que vivir su vida. Pensó en el aspecto de Lena esa mañana, y en los maratones del cuello de Jill Rosen. ¿También debía permitir que ellas vivieran su vida?

– Jeff.

Él tuvo que ceder.

– Colegio mayor masculino, edificio B.

– Muy bien -dijo Sara-. Estaré ahí en un par de minutos.

Jeffrey colgó y salió del coche. Se abrió paso entre el grupo de muchachos que había delante de la puerta y entró en la residencia. Un fuerte olor a licor le envolvió como una nube. Cuando vivía en Auburn, donde Jeffrey había estudiado historia durante las horas que no calentaba banquillo en el equipo de fútbol americano, celebraban unas fiestas bastante salvajes, pero no recordaba que su residencia hubiera olido jamás a tienda de licores.

– Hola, jefe -dijo Chuck.

Estaba en lo alto de las escaleras, las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones ajustados. El efecto era obsceno, y Jeffrey deseó que se apartara de las escaleras que estaba a punto de subir.

– Chuck -saludó Jeffrey, bajando la vista hasta los peldaños.

– Me alegro de que por fin haya venido. Kev y yo le estábamos esperando.

Jeffrey frunció el ceño ante el modo en que Chuck se refirió al decano, como si fueran grandes amigos. De no ser porque Albert Gaines era el padre de Chuck, Kevin Blake ni le habría dado la hora, por no hablar de jugar al golf con él. Y lo cierto es que Kevin tardaría en volver a acercarse a un hoyo. Probablemente se pasaría todo lo que quedaba de mes enfrentándose a llamadas telefónicas de padres preocupados porque sus hijos estudiaban en una universidad donde ya habían muerto tres estudiantes.

– Hablaré con él cuando tenga un momento -le dijo Jeffrey, preguntándose cuánto podría posponer la reunión.

– Parece un caso bastante claro -dijo Chuck, refiriéndose al suicidio-. Le pillaron con los pantalones bajados.

Jeffrey hizo caso omiso del comentario y le preguntó:

– ¿Quién le encontró?

– Uno de los chavales de la residencia.

– Quiero hablar con él.

– Ahora está abajo -dijo Chuck-. Adams intentó hacerle hablar, pero tuve que intervenir. -Chuck le guiñó un ojo-. A veces es un poco torpe. En estas situaciones hay que utilizar la mano izquierda.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Jeffrey, mirando hacia el fondo del pasillo.

Frank y Lena estaban ante la puerta de una habitación. Por sus ademanes, se adivinaba que no estaban lo que se dice muy alegres.

– Ella encontró la aguja -afirmó Chuck.

– ¿La encontró? -preguntó Jeffrey.

Apenas habían transcurrido diez minutos desde que llamó a la policía científica. Era imposible que hubieran examinado la habitación.

– Lena la vio cuando entró para examinar al homicida -dijo Chuck, utilizando una palabra errónea para referirse a la víctima-. Supongo que rodó debajo de la cama.

Jeffrey reprimió una palabrota, sabiendo que cualquier prueba que encontraran en la habitación estaría contaminada, sobre todo si Lena había entrado en la estancia.

Chuck se rió.

– No quería ponerle en evidencia, jefe -dijo, dándole unos golpecitos en la espalda a Jeffrey como si el equipo de éste hubiera perdido un partido de baloncesto de barrio.

Jeffrey no le hizo caso y se dirigió hacia Frank y Lena. Al ver que Chuck le seguía, le preguntó:

– ¿Podrías hacerme un favor?

– Claro, jefe.

– Quédate en lo alto de las escaleras. No dejes pasar a nadie, sólo a Sara.

Chuck le saludó con la mano y se dio media vuelta.

– Idiota -farfulló Jeffrey mientras avanzaba por el pasillo. Frank hablaba con Lena, pero cuando llegó Jeffrey se calló. Éste preguntó a Lena:

– ¿Nos perdonas un momento?

– Claro -dijo ella, alejándose unos pasos.

Jeffrey sabía que aún podía oírlos, pero no le importó.

– Los de la policía científica están en camino -dijo a Frank.

– Me he adelantado y tomado algunas fotos -le informó Frank, enseñándole la Polaroid.

– Que venga Brad -le ordenó, sabiendo que Sara no quería ninguna niñera-. Dile que traiga la cámara. Quiero algunas tomas claras.

Frank hizo la llamada mientras Jeffrey inspeccionaba la habitación. Un muchacho rechoncho de pelo largo y moreno yacía desplomado en la cama. En el suelo, a su lado, había la típica goma elástica amarilla que utilizaban los adictos para encontrarse la vena. El chico estaba abotargado y gris. Llevaba allí un buen rato.

– Cristo -murmuró Jeffrey, diciéndose que la habitación olía aún peor que la de Ellen Schaffer-. ¿Qué demonios es esto?

– No parece que fuera un amante de la limpieza -dijo Frank.

Jeffrey estudió la escena. No había ninguna luz encendida, pero la luz del sol iluminaba la estancia lo suficiente. Había un combo de tele y vídeo delante del cadáver, apoyado sobre el colchón. El televisor estaba encendido y emitía un resplandor azul, indicando que la cinta de vídeo se había acabado. La luz proyectaba sobre el cadáver un extraño color, y la piel parecía enmohecida, o quizás estableció esa comparación por lo mal que olía el cuarto. Todo estaba revuelto, y Jeffrey supuso que el hedor procedía de los envases de comida podrida diseminados por el suelo. Por todas partes había papeles y libros, y se preguntó cómo alguien conseguía andar por ahí sin tropezar.

El estudiante tenía la cabeza inclinada contra el pecho, y el cabello grasiento le cubría la cara y el cuello. Sólo llevaba un par de boxers blancos y sucios. Tenía la mano metida en la abertura, y Jeffrey elaboró una deducción bastante fundada de lo que había pasado.

En el brazo izquierdo de la víctima había un morado, pero Sara haría una valoración más exacta de esa marca. El cuerpo estaba rígido, y Jeffrey dedujo que ya había comenzado el rígor mortis, lo que indicaba que el fallecimiento había ocurrido hacía entre dos y doce horas. La hora de la muerte nunca era fácil de establecer, y Jeffrey supuso que Sara no podría darla con más exactitud.

– ¿Está en marcha el aire acondicionado? -preguntó Jeffrey, aflojándose la corbata.

El aparato de la ventana tenía tiras de papel en la salida de aire, pero éstas no se movían.

– No -dijo Frank-. Cuando llegué la puerta estaba abierta, y la dejé así para que se fuera este pestazo.

Jeffrey asintió, diciéndose que la habitación habría estado muy caliente casi toda la noche si el aire estaba apagado y la puerta cerrada. Sus vecinos debían de estar tan acostumbrados al mal olor que no habrían notado nada fuera de lo corriente.

– ¿Sabemos cómo se llama? -preguntó Jeffrey.

– William Dickson -dijo Frank-. Pero por lo que he averiguado, nadie le llamaba así.

– ¿Y cuál era su apodo?

Frank sonrió con cierta suficiencia.

– Scooter.

Jeffrey arqueó las cejas, pero no era quién para decir nada. No iba a compartir con nadie el apodo que le habían dado a él en Sylacauga. Sara lo había utilizado ayer para herirle.

– Su compañero de habitación ha ido a pasar la Semana Santa con sus padres -informó Frank.

– Quiero hablar con él.

– Le pediré el número al decano cuando todo esto esté despejado.

Jeffrey entró en la habitación, y en el suelo observó una jeringuilla de plástico rota. Fuera lo que fuese lo que había dentro, se había secado, pero distinguió el nítido dibujo de la suela de un zapato, parecido a un gofre, impreso en lo que antes había sido un fluido.

Se quedó mirando la huella y dijo:

– Asegúrate de que Brad saca una buena foto de esto.

Frank asintió y Jeffrey se arrodilló junto al cadáver. Estaba a punto de pedirle unos guantes a Frank cuando éste le arrojó un par.

– Gracias -dijo Jeffrey y se los puso.