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Sara condujo desde el campus al depósito como una autómata, dando vueltas a los detalles de las autopsias realizadas la noche anterior. Había algo en la muerte de Andy Rosen que la inquietaba y, contrariamente a Jeffrey, necesitaba algo más que una coincidencia para calificarlo de asesinato. Como mucho, Sara podía afirmar que se trataba de una muerte extraña, e incluso eso resultaba aventurado. No había ninguna prueba científica que apuntara a que se trataba de un montaje. El análisis toxicológico había resultado negativo, y la autopsia no indicó nada raro. Era muy posible que el suicidio de Andy Rosen no fuera más que eso.

El caso de William «Scooter» Dickson era distinto. La pornografía que había en su vídeo, la espuma entre el cinturón y la piel para que no le quedaran marcas, el cinturón en la pared, que sin duda llevaba allí mucho tiempo: todo indicaba un caso de asfixia autoerótica. Sara sólo había sido testigo de otro caso en su carrera, pero habían aparecido varios artículos sobre el tema en la Journal o f Forensic Science un par de años atrás, cuando la estrangulación manual había alcanzado su máxima popularidad.

– Mierda -dijo Sara al darse cuenta de que se había pasado el hospital.

Siguió por la calle Mayor hacia la universidad, y a continuación dio un giro de ciento ochenta grados, cometiendo una infracción delante de la comisaría. Saludó a Brad Stephens, que salía de su coche patrulla. Brad se cubrió los ojos, fingiendo no verla cuando Sara casi abolló un Cadillac blanco delante de la lavandería de Burgess.

Sara pasó por delante de la clínica infantil, la señal exterior descolorida y podrida porque Jeffrey había elegido a la única fabricante de rótulos de la ciudad para ponerle los cuernos cuando estaban casados. Suspiró al contemplar el deteriorado cartel, preguntándose si su irreparable estado no significaría algo más profundo. Quizás era un presagio de lo que acabaría sucediendo con Sara y Jeffrey. Cathy Linton solía decir que los errores no pueden enmendarse.

Sara pisó bruscamente el freno, y estuvo a punto de pasarse otra vez el desvío del hospital. Como casi siempre trabajaba con niños, no era propensa a decir palabrotas, pero soltó un par de obscenidades al poner la marcha atrás. A las que añadió unas cuantas más cuando la rueda delantera se subió a la acera. Aparcó junto al edificio y bajó los escalones que llevaban al depósito de dos en dos.

Carlos aún no había traído el cadáver, y Jeffrey intentaba localizar a los padres de William Dickson, por lo que tenía el depósito para ella sola. Se encaminó hacia la oficina, pero se detuvo en la puerta. En una esquina de su escritorio había un enorme ramo de flores. Jeffrey no le había mandado flores en años. Se acercó al ramo con una amplia y estúpida sonrisa en la cara. Jeffrey había olvidado que no le entusiasmaban los claveles, aunque había otras flores, y hermosas, cuyos nombres no recordaba, y toda la oficina estaba llena de su aroma.

– Jeffrey -dijo, sintiendo que se le tensaban las mejillas a causa de la sonrisa.

Debía de haberlas encargado por la mañana, antes de que empezara el jaleo. Sacó la tarjeta, y se le borró la sonrisa al leer la nota de Mason James.

Sara miró a su alrededor, preguntándose dónde podría poner las flores para que Jeffrey no las viera, pero enseguida cambió de opinión, pues no era una persona de secretos, y ahora no iba a empezar a ocultarle cosas.

Se sentó en su silla y colocó la tarjeta junto al jarrón. Sobre el escritorio había muchas otras cosas que despertaban su atención. Esa mañana, Molly, la enfermera de Sara en la clínica infantil, había dejado una montaña de papeles que probablemente la entretendrían durante las próximas doce horas sin que apenas descendiera el montón de informes. Sara se puso las gafas, y ya llevaba firmados unos sesenta impresos cuando se dio cuenta de que Carlos había llegado.

Miró a Carlos por la ventana mientras éste preparaba el instrumental para las autopsias. Era lento y metódico, y comprobaba cada instrumento por si tenía algún desperfecto o signos de desgaste. Sara le observó unos minutos más antes de leer los mensajes. El primero tenía letra de Carlos. Brock había llamado para saber cuándo podría ir a recoger el cadáver de Andy Rosen. Sara cogió el teléfono y marcó el número de la funeraria.

Contestó la madre de Brock, y Sara se pasó varios minutos informándole sobre el estado de Tessa, sabiendo que toda la ciudad estaría al corriente antes del almuerzo. Penny Brock no tenía mucho que hacer en la funeraria, y cuando no se echaba la siesta o saludaba a algún cliente, cogía el teléfono y se ponía a chismorrear. Brock parecía tan jovial como siempre cuando se puso al teléfono.

– Hola, Sara -dijo-. ¿Llamas para hablar de las tarifas de almacenaje?

Sara se rió, sabiendo que intentaba hacer un chiste.

– Te llamaba para saber cuánto tiempo tengo -dijo Sara-. ¿El servicio es hoy?

– Está programado para mañana a las nueve de la mañana -dijo Brock-. Hoy me encargaré de él, a última hora. ¿Está muy hecho polvo?

– No mucho -dijo Sara-. Lo normal.

– Tenlo listo a eso de las tres y me darás tiempo de sobra.

Sara miró su reloj. Ya eran las once y media. Ni siquiera sabía por qué tenían a Andy Rosen aún en el depósito. Ya habían hecho la biopsia de su tejido y sus órganos, y Brock había llenado varios frascos de sangre y orina para poderlas estudiar tranquilamente. No se le ocurría nada más que pudiera hacer.

– Si quieres, puedes venir a recogerlo ahora.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Otro cadáver estaba en camino, por lo que probablemente necesitarían más espacio en el congelador.

– Si lo necesitas, puedes venir a recogerlo otra vez después del servicio -le propuso Brock-. Pensaba llevarlo al crematorio a la hora de comer. -Bajó la voz-. Me gusta quedarme por ahí para asegurarme de que lo hacen bien, si sabes a qué me refiero. Hoy en día la gente no se fía mucho de las incineraciones, por culpa de ese bribón del norte de Georgia.

– Tienes razón -dijo Sara.

Y recordó el caso de una familia propietaria de un crematorio que, en lugar de incinerar los cadáveres, los apilaba en los maleteros de los coches o junto a los árboles de su jardín. El Estado gastó casi diez millones de dólares eliminando e identificando los restos.

– Desde luego, es una pena -dijo Brock-. Una manera tan limpia de hacer las cosas. No es que no me guste el dinero extra que sacas en un entierro, pero algunos llegan tan destrozados que es mejor quitárselos de en medio enseguida.

– ¿Sus padres? -preguntó Sara, preguntándose si Keller había amenazado a su esposa delante de Brock.

– Ayer por la noche vinieron por lo de los preparativos, y deja que te diga que…

Pero no acabó la frase. Brock era muy discreto, pero Sara casi siempre conseguía hacerlo hablar. A veces, la franqueza de Brock hacía que Sara se preguntara si no había tropezado con la telaraña de uno de sus famosos enamoramientos no correspondidos. Sara le azuzó.

– ¿Sí?

– Bueno… -comenzó a decir, bajando aún más la voz.

Brock sabía mejor que nadie que su madre era la arteria principal del chismorreo de Grant County.

– Su madre estaba preocupada por tener que incinerarlo después de la autopsia -dijo Brock-. Creía que no podía hacerse. Señor, ¿de dónde saca la gente estas ideas?

Sara esperó.

– Mi impresión -prosiguió Brock- es que, para empezar, no estaba muy contenta con que lo incineraran, pero entonces intervino el padre y dijo que era lo que el muchacho quería y eso era lo que iban a hacer.

– Si ése era su deseo, deberían respetarlo -dijo Sara.

Aun cuando estuviera manejando cadáveres continuamente, a Sara jamás se le había ocurrido hacer saber a nadie cómo quería que la enterraran. Pensar en ello la hacía estremecerse.

– Algunos vienen con exigencias -dijo Brock, con una risita-. Chica, las historias que podría contarte acerca de con qué cosas quiere la gente que se la entierre.