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– Hablaremos en otro momento, doctor Keller, cuando haya asimilado la noticia.

Esta vez, Keller apuntó con el dedo a la cara de Jeffrey.

– Ya puede estar seguro de que hablaremos de esto -dijo. Les dio la espalda a los dos y se alejó a grandes zancadas. Jill Rosen se disculpó de inmediato en nombre de su marido.

– Lo siento.

– No tiene por qué disculparse por él -dijo Jeffrey, procurando controlar su cólera.

Quería seguir a Keller hasta su laboratorio, pero los dos sabían que necesitaba unos minutos para calmarse.

Jeffrey, percibiendo la desesperación de Rosen, le dijo:

– Siento no poder proporcionarle más información.

Ella se apretó el cuello del suéter contra la piel y le preguntó:

– ¿Su pregunta hipotética de antes?

– ¿Sí?

– ¿Está relacionada con Andy?

– Sí, señora -contestó Jeffrey, intentando reconducir la conversación.

Rosen se quedó mirando el patio, a los estudiantes sentados en el césped que disfrutaban del día.

– Hipotéticamente -dijo-, podía tener razones para conocer mi nombre.

– Gracias -dijo Jeffrey, experimentando un enorme alivio por haber podido hallar explicación a algo.

– Acerca de la otra -prosiguió Rosen, aún observando a los estudiantes-. El hombre con el que sale.

– ¿Le conoce? -preguntó Jeffrey, pero enseguida rectificó-: ¿Hipotéticamente?

– Oh, le conozco -dijo Rosen-. O al menos conozco a los tipos como él. Los conozco mejor de lo que me conozco a mí misma.

– No estoy seguro de entenderla.

Se echó el cuello hacia atrás, y se bajó la cremallera para enseñarle un enorme moratón en la clavícula. En la parte interior del cuello se veían marcas de dedos, de color oscuro. Alguien había intentado estrangularla.

Jeffrey la observó con detenimiento.

– Pero ¿quién…? -intentó preguntar, aunque la respuesta era evidente.

Rosen se subió la cremallera.

– Debería irme.

– Puedo llevarla a alguna parte -se ofreció Jeffrey-. A un centro de acogida…

– Iré a casa de mi madre -dijo ella, con una sonrisa triste-. Siempre voy a casa de mi madre.

– Doctora Rosen -insistió Jeffrey-. Jill…

– Agradezco su interés -le interrumpió ella-. Pero tengo que irme.

Jeffrey se quedó allí, de pie, observando cómo pasaba junto a un grupo de estudiantes. Se detuvo a hablar con uno, comportándose como si nada hubiese ocurrido. No sabía si seguirla o ir a buscar a Brian Keller y hacerle saber qué se siente exactamente cuando te maltratan.

Siguiendo un impulso, Jeffrey se decidió por lo segundo, y echó a andar hacia el edificio de ciencias a paso vivo. De niño, se había metido demasiado en las peleas entre sus padres para saber que la cólera sólo engendra más cólera, de modo que inhaló profundamente para calmarse antes de abrir la puerta del laboratorio de Keller.

En la estancia sólo estaba Richard Carter, de pie tras un escritorio, dándose golpecitos con un bolígrafo en la barbilla. Su expresión expectante se tornó decepción al reconocer a Jeffrey.

– Oh -dijo-. Es usted.

– ¿Dónde está Keller?

– Eso quisiera saber yo -le soltó Richard, claramente enojado. Volvió a inclinarse sobre el escritorio y garabateó una nota-. Debía reunirse conmigo hace media hora.

– Acabo de hablar con su mujer sobre su supuesta aventura amorosa.

Eso pareció animarle, y le asomó una sonrisa en los labios.

– ¿Sí? ¿Y qué ha dicho?

– Que no era cierto -le advirtió Jeffrey-. Tiene que tener más cuidado con lo que dice.

Richard pareció ofendido.

– Le dije que era un rumor. Le dejé muy claro que…

– Está jugando con las vidas de los demás. Por no mencionar que me ha hecho perder el tiempo.

Richard suspiró y siguió escribiendo su nota.

– Lo siento -murmuró igual que un niño. Jeffrey no le dejó escabullirse tan fácilmente.

– Por su culpa, he perdido el tiempo intentando verificar tontamente ese rumor cuando podría haber trabajado en algo más sólido. -Como no reaccionaba, Jeffrey sintió la necesidad de añadir-: Han habido algunas muertes, Richard.

– Soy consciente de ello, jefe Tolliver, pero ¿qué diantres tiene eso que ver conmigo? -Richard no le dio oportunidad de responder-. ¿Puedo ser honesto con usted? Sé que lo ocurrido es horrible, pero tengo trabajo. Un trabajo importante. Hay un grupo en California que trabaja en lo mismo. Y no creo que vayan a decir: «Oh, últimamente Brian Keller lo ha pasado mal, vamos a interrumpir nuestro trabajo hasta que se sienta mejor». No, señor. Van a trabajar noche y día, día y noche, para dejarnos en la cuneta. La ciencia no es un juego de caballeros. Hay millones, puede que miles de millones, en juego.

Parecía un anuncio televisivo intentando convencer a algún pobre desgraciado para que comprara un juego de cuchillos de cocina.

– No sabía que Brian y usted trabajaran juntos -dijo Jeffrey.

– Cuando se molesta en aparecer.

Arrojó el bolígrafo sobre el escritorio, recogió su maletín y se encaminó hacia la puerta.

– ¿Adónde va?

– A clase -dijo Richard, como si Jeffrey fuera estúpido-. Algunos aparecemos allí donde se nos espera.

Se fue dramáticamente enfurruñado. En lugar de seguirle, Jeffrey se dirigió al escritorio de Keller y leyó la nota: «Querido Brian: supongo que sigues ocupado con lo de Andy, pero es urgente que reunamos la documentación. Si quieres que lo haga solo, dímelo y ya está». Richard había dibujado una cara sonriente junto a su nombre.

Jeffrey leyó la nota dos veces, intentando conciliar el tono comprensivo de Richard con su evidente irritación. No cuadraba, aunque Richard tampoco era un tipo muy racional.

Lanzó una mirada hacia la puerta antes de decidirse a ponerse cómodo e inspeccionar el escritorio de Keller. Estaba arrodillado, examinando el archivador inferior, cuando su móvil sonó.

– Tolliver.

– Jeffrey -dijo Frank. Por su tono, Jeffrey podía haber adivinado lo que iba a decir-. Hemos encontrado otro cadáver.

Jeffrey aparcó el coche delante del colegio mayor masculino, y se dijo que si nunca volvía a ver el campus de Grant Tech sería un hombre feliz. No podía olvidar el gesto inexpresivo de Jill Rosen, y pensó en la cara de sorpresa que debió de poner al ver sus magulladuras. Ni en un millón de años se habría imaginado que Keller era de los que pegan a su mujer, pero aquel día demasiadas revelaciones le habían pillado con la guardia baja, y se sentía un estúpido por no haberse fijado en lo que probablemente eran señales obvias.

Jeffrey cogió el móvil y se preguntó si debía llamar a Sara. No la quería en la escena del crimen, pero sabía que ella necesitaba ver el cadáver in situ. Intentó inventar una buena excusa para mantenerla alejada, pero al final marcó su número.

El teléfono sonó cinco veces antes de que Sara lo cogiera y farfullara un adormilado hola.

– Qué hay -saludó Jeffrey.

– ¿Qué hora es?

Jeffrey se la dijo, y pensó que estaba más animada que ayer por la noche.

– Siento despertarte -le dijo.

– Mmm… ¿Qué? -preguntó Sara, y Jeffrey la oyó remolonear en la cama.

Por un instante se imaginó junto a ella y sintió una emoción que no había experimentado en mucho tiempo. No había nada que deseara más que meterse en la cama con Sara y empezar de nuevo ese día.

– Hace veinte minutos llamó mi madre. Tessa está mejor.-Bostezó sonoramente-. Tengo que arreglar el papeleo del depósito, y por la tarde iré a la clínica en coche.

– Por eso te llamo.

– ¿Qué? -preguntó Sara, asustada.

– Un ahorcado -dijo Jeffrey-. En la universidad.

– Mierda -musitó Sara.

En una ciudad donde la tasa de criminalidad era diez veces menor que la media nacional, de pronto los cadáveres comenzaban a amontonarse.

– ¿A qué hora? -preguntó Sara.

– Aún no estoy seguro. Acaban de llamarme. -Sabía cuál sería la reacción de Sara, pero de todos modos lo sugirió-: Podrías enviar a Carlos.