Yan alzó los ojos al cielo cuando me vio pasar, y yo recordé que olvidaba algo, así que di media vuelta.
– Mierda, me olvidaba de los papeles del coche -le dije.
– Están debajo del asiento. Pero, a ver, ¿qué es lo que no funciona con Nina? ¿Por qué te buscas todas esas historias?
Abrí la nevera, cogí dos o tres cervezas para el camino y cerré la puerta pensando, porque era mi único amigo y no quería contestarle con cualquier tontería.
– ¿Sabes qué es lo mejor del mundo? -le pregunté.
– Suéltalo, te estoy escuchando -me dijo.
– Sentirse como al principio de la propia vida.
– Vale, bebé. Pero no te olvides de devolver el coche cuando hayas terminado.
Era un «Mercedes» amarillo descapotable, con los asientos de cuero negro. Me encantaba pasearme en ese coche, sobre todo porque esta vez iba con los bolsillos repletos de dinero y estaba dispuesto a tirarlo por la ventana. La pasta siempre me da ganas de hacer gilipolleces con una sonrisa en los labios. Atravesé la ciudad conduciendo lentamente, con un cassette de María Callas a todo volumen, Manon Lescaut, acto IV, y tratando de coger el máximo de semáforos en rojo. Las chicas de la acera me miraban, y también los tíos, pero de forma menos agradable, sobre todo los que ya no esperaban nada de la vida y les cogía el sofoco detrás del parabrisas de sus cochecitos cutres. Cada vez me ponía de nuevo en marcha acompañado por un concierto de bocinas, sabía que les ofrecía una imagen insoportable, a pleno sol y en un día laborable. Puede que hasta estuviera bronceado como un cerdo y el «Mercedes» lanzara destellos en todas direcciones, pero mientras uno de aquellos majaras no se bajara de su cacharro con una manivela en la mano, yo iba a seguir fastidiándolos. Me cagaba en todos ellos, y a los que me parecían más tarados los miraba directamente a los ojos.
No sabía a dónde iba, pero al salir por el cinturón vi a algunos autoestopistas alineados junto a la cuneta. Principalmente eran chicas. Me detuve al lado de la más fea para estar tranquilo, y en el preciso momento en que ella subía, salió de la zanja un tipo con una bolsa a la espalda y la tiró al asiento trasero. Era un tipo joven, muy delgado, con gafas y granos en la cara. No me miró.
– Voy con ella -dijo.
Sentí que una pequeña punta de nerviosismo zigzagueaba por mi cabeza, pero la machaqué. A fin de cuentas es normal que la gente trate de forzar un poco su suerte en ciertas ocasiones, así que arranqué en tromba y el flaco se dio contra el asiento trasero lanzando un grito agudo.
Estuvimos un rato sin decir ni una palabra. Iba a unos 180, y conducía con una sola mano mientras miraba distraídamente la carretera, con la cabeza totalmente vacía. La chica era bastante gorda y el sol le había coloreado los muslos al rosa vivo. Era bastante repugnante, como todo el resto. Los rodillos de grasa alrededor de su vientre, las tetas fofas y el short que le entraba claramente en la raja. Pero ella parecía sentirse bastante bien con el cabello en la cara, los ojos en el vacío y un brazo por encima de la puerta.
A continuación, empezó a meterle mano a los cassettes de la guantera. Lo hacía de una forma excesivamente brusca, y el tipo sacó de su bolsa un bocadillo de ochenta centímetros, con lonchas de jamón que colgaban por todo su perímetro. En ese momento estuve a punto de abandonarlos en la cuneta y de dejar que se asaran a pleno sol sobre una alfombra de hierba seca, con el horizonte líquido y sin ni una gota de esperanza. Era un pensamiento agradable y un poco enloquecido, pero la chica se salvó in extremis al poner una buena cassette. Lo que le salvó la vida fue All roads lead to Rome, una de mis piezas preferidas en aquel momento. Me sentí aturdido y ligero, la vida no tenía ningún tipo de sentido, habría podido abrir la mano y dejar que fluyera al final de mi brazo como una cometa multicolor. Al terminar la pieza, la chica me habló del lugar al que iban y yo asentí con la cabeza. Veía vagamente dónde estaba aquello, alrededor de doscientos kilómetros al norte.
– ¿Vas hacia allá? -preguntó ella.
– Podría ir -dije yo.
Arrugó los ojos demostrando su alegría y se hundió un poco más en el fondo del asiento. Sus muslos hicieron un ruido chusco al resbalar por el cuero, como cuando se aspira el fondo de un vaso con una paja. Debían de ser las dos de la tarde cuando me detuve para poner gasolina. Las trece cuarenta y siete, dijo el tipo de la gasolinera después de echarle una mirada a su porquería de cuarzo. Había una especie de autoservicio ahí al lado y les propuse que fuéramos a pegar un mordisco. El chico que iba con ella no parecía muy animado.
– Os invito. Pago YO -precisé.
El chico se quitó las gafas y se las secó con la camiseta, luego dio un salto para salir del coche y me sonrió con su acné que palpitaba al sol.
– Bueno, ¿vamos o qué?
El local estaba prácticamente vacío. Cogimos bandejas y cubiertos, e íbamos a ponernos en marcha cuando el flaco, que iba en cabeza, se negó a avanzar.
– ¿Qué te pasa? -le pregunté.
Se puso a bailar sobre un pie y sobre el otro mientras se miraba las manos.
– Eeehhh… este… Es que… Bueno, que me he comido mi bocadillo hace muy poco y me siento un poco lleno, ¿no? No sé si voy a comer, no sé…
Empujé su bandeja con la mía, como si el chiringuito estuviera lleno a rebosar y las masas rugieran a nuestra espalda.
– Qué más da. Tómate un postre -le dije-. Tómate una cosa de esas con crema.
– ¡Tira para adelante! ¡Jo, qué plasta eres, tío! -lanzó la chica.
– Vale, de acuerdo. También me tomaré una coca. Me tomaré una coca fresquita, ¿eh?
– ¡¡BUENO!! -exclamé.
Arrancó y dejé de fijarme en él. A continuación, nos dirigimos hacia una mesa de fórmica anaranjada. El chico ya se había sentado y así, de pronto, me pareció que miraba de una forma rara, con una sonrisa un poco débil. Le eché una mirada a su bandeja. Conté cinco pasteles borrachos, dos pasteles de crema y un buen surtido de tartas apiladas las unas sobre las otras. No hice ningún comentario, sólo tomé mi parte de flan con ciruelas y lo puse en medio de sus cosas.
– ¿No te gusta el flan? -me preguntó.
– Sí, pero no quiero coger una diarrea.
La chica le lanzó una mirada asesina antes de atacar su plato de espagueti, y lo ignoró por completo durante el resto de la cocida. Hablaba mucho y yo la oía distraídamente, fumando; sólo entendí que estaban de vacaciones y que habían tardado tres días en recorrer 250 kilómetros. Qué gente tan chunga hay por aquí, decia ella, nunca había visto nada igual, y encima tuvimos que hacer doscientos kilómetros en el fondo de una camioneta, sentados encima de sacos de patatas. Oh, mierda, ¿cómo se lo montaría Kerouac?
– Hizo trabajar sus sesos -dije yo.
– Claro, pero seguro que la cosa habría ido mejor si hubiese estado sola -añadió ella.
El otro levantó la mirada de las migas que poblaban su camiseta, y se inclinó ligeramente por encima de la mesa:
– ¿Ah, sí, eh? ¿Eso es lo que crees, eh? -farfulló-. Mierda, tía, ¿te crees que sólo tienes que ponerte al borde de la carretera para que los tíos se peguen para llevarte a su lado…? Pero tía, ¿te has mirado bien? ¿Eh? ¿de verdad, te has mirado bien, tía?
Me levanté en aquel preciso momento, era una forma de acabar con la tormenta cuando estaba en embrión.
– Bueno, nos vamos -dije.
Recorrimos el aparcamiento envueltos por un viento caliente y el tipo farfulló no sé qué mientras corría hacia los lavabos. La chica y yo subimos al coche y esperamos. Ella miraba al frente con aire molesto.
– ¡Qué memo! -exclamó.
Yo no tenía grandes cosas que decir sobre el tema, y me dediqué a limpiar metódicamente mis gafas y a hacer pequeñas pruebas a contraluz.
– De verdad, no sé por qué he tenido que ir cargando con un tipo así -dijo-. Debo de estar totalmente chalada. ¿Qué, no estás de acuerdo?