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La acera estaba desierta, y yo era el único candidato a la insolación. Por supuesto, el tipo la acompañó hasta el umbral de la puerta. Entiendo que le era difícil montárselo de otra manera. Siguió camelándosela, mientras intentaba echar una ojeada por la abertura de la camiseta de Nina para ver qué hacían sus tetas; ni siquiera yo pude dejar de mirar el bamboleo por encima de mis gafas… Apenas estemos solos le pediré que se quede únicamente con esa camiseta, pensé; y ahora éramos los dos mirones. Me acerqué a ella para darle una lección al italiano, para darle una prueba de que el mundo es injusto. Tomé a Nina por la cintura, e hice una observación acerca de lo que acababa de comprar, le dije espero que bastará si nos pasamos tres días más en la cama. Caminamos lentamente hasta el coche. Yo estaba seguro de que iba a sonar un disparo en la tienda.

A continuación, fuimos sin prisas hasta la casa de Yan. Normalmente, era una velada para hacerse con dinero, y la verdad es que hacía falta. Navegábamos en plena crisis y el problema consistía en mantenerse a flote de una forma u otra. Yan ya había organizado algunas buenas partidas de póquer en su casa, con tipos que localizaba en el bar, que llevaban los bolsillos forrados y que estaban me-dio dormidos. Reconozco que los elegía bien; la última vez había sido una pareja que vendía carne al por mayor. Hacia el final, el tipo se enjugaba la frente sin cesar, mientras la mujer rastrillaba el fondo de su bolso para cubrir la última postura. A la una de la madrugada el problema estaba resuelto, y los habíamos acompañado tranquilamente hasta la puerta.

Llegamos los primeros y encontramos a Yan al fondo del jardín, hundido en una tumbona y con una copa en la mano, aprovechando los últimos rayos del sol.

– ¡Brigada contra el juego! -grité.

Me enseñó su copa sin volverse.

– He pensado en ti -me dijo-. Está preparada en la cocina.

– Enseguida vuelvo -dije.

Había una jarra llena de Blue Wave en la nevera, y estaba cubierta de escarcha cuando la saqué. Era uno de mis cócteles preferidos, de un espléndido color azul lapislázuli. También había rodajas de limón para ensartar en las copas; cuando el condenado de Yan hace las cosas, siempre tienen un cierto nivel, con la marca de la finura homosexual, lo que da un cierto toque particular. Yan era mi único amigo, y la cosa no me iba mal. La verdad es que cuando miro a mi alrededor me parece que tengo suerte por tener un amigo.

Repartí las copas y me senté en la hierba. Estaban hablando. Mientras, yo me dediqué a mirar algunas gaviotas, que revoloteaban por encima de los techos sin el menor esfuerzo, planeando en tas corrientes de aire caliente con la mirada inmóvil. Comprendo por qué tienen el cerebro pequeño. Mi cerebro más bien me clava al suelo.

Barrí esa mala vibración con una Ola Azul, y al mismo tiempo cayó la noche. En el preciso momento en que hacía bajar mi copa. Y me hice esta reflexión, me dije no hay nada tan espantoso como descubrirse un poco más cada día. Llegado a ese punto, sentí necesidad de hablar con alguien.

– ¡Eh! -exclamé-. ¿Qué cono estáis haciendo? Podríamos tomarnos las cosas esas de queso, ¿no?

– No -dijo Yan-, nos las tomaremos en la mitad de la partida. Haremos un descanso.

– Bueno, espero que traigan algo…

– No creo, no es su estilo.

– Jo, me pone enfermo -comenté-. ¿Qué puede ser tan importante como para que pasemos la velada con tipos así?

Yan apartó algo invisible de delante suyo, con gesto irritado.

– Oye, no nos fastidies. Tú y tu maldita beca. Si apenas te da para comer…

– De acuerdo -admití-. Creo que tratan de convertirme en un mártir. A lo mejor temen que mi talento quede ahogado con un poco de dinero; o no se atreven a hablarme de estas cosas a la cara…

En aquel momento llamaron a la puerta. Yan fue a abrir. Le sonreí a Nina. Me terminé mi copa y llegaron dos tipos. Eran dos tíos de treinta o treinta y cinco años, con camisas de colorines, y «Ray Ban» estilo new wave, y un aire muy suelto. En general, los tipos con aire suelto me fastidian con bastante rapidez. El más bajo atravesó el jardín por las buenas, sin decir ni hola, y se aposentó en la tumbona de Yan. Estiró las piernas y las dejó debajo de mi nariz.

– Uuuaaauuuuuu… -soltó-. Se está bien aquí.

Me levanté. Era prácticamente de noche y aquellos dos imbéciles seguían con sus gafas de sol puestas como dos tarados. Todo lo demás hacía juego, la ropa, la actitud, el propio olor, e incluso ese brillo en la sonrisa. Un brillo ferozmente estúpido.

– Bueno, ya es de noche. Adentro -dije yo.

Pasé por la cocina dando un rodeo para llenar mi copa, y ya el contré a todo el mundo en la otra habitación. Yan hizo rápidamente las presentaciones, pero yo miraba hacia otro lado; me preguntaba cuánto daría por no tener que soportarlos y calculaba cuánto les iba a sacar. Así que hice una rápida sustracción para ver si la cosa funcionaba. Un coche hizo rechinar los neumáticos en una curva, y yo me bebí mi Veneno Azul mientras Yan nos situaba alrededor de la mesa. A los tipos les crujían los billetes en los bolsillos.

El juego arrancó lentamente. Fue un verdadero suplicio. Aquellos dos imbéciles confundían el póquer con una partida chusca, hablaban sin cesar y bromeaban con Nina; se habían fijado en sus pezones a través de la camiseta, y seguro que podría haber cambiado veinte veces mis cartas sin que se dieran ni cuenta. Pero el juego aún no valía la pena, todavía no había salido todo el dinero.

Estaba incluso perdiendo un poco cuando hicimos la primera pausa. Dejé a Nina con aquellos dos y me reuní con Yan en la cocina. Me serví un gran vaso de agua.

– Vamos a tener que ponernos serios -dijo Yan-, esto es una verdadera lata…

– Aja, no hay ningún sistema fácil para hacernos con el dinero. Y atracar un Banco aún parece más duro.

– Parece que Nina les interesa. Vamos a aprovecharlo.

– Tengo cojones como escritor, pero no como individuo. Ni siquiera sería capaz de quitarle el bolso a una abuelita ciega. Estoy condenado a ganarme mi pasta, y el combate es difícil.

– Oye -dijo Yan-, vamos a comernos esas cosas de queso a todo gas, y luego vamos a hacer que esta partida arda como una hoguera. Los vamos a hacer sudar un poquito…

– ¿Por qué? ¿Esperas visita? -pregunté yo.

– Exactamente. Pero no lo conoces.

– Bueno, espero que sea menos imbécil que el último.

– Oh, cómo puedes decir que era imbécil si nunca habías hablado ni una palabra con él.

– Hay gente a la que tengo la suerte de no dirigirle jamás la palabra.

– No le diste ni una sola oportunidad de justificarse.

– Claro que no -dije yo-. Nunca doy una segunda oportunidad a un tipo que me aborda berreando: «Uy, ¿tú eres el que escribes esos poemas tipo búscame el nudo…?»

Así que servimos las cosas de queso, amontonamos unas cuantas botellas de cerveza en la mesa, y seguimos con la partida. Ellos continuaron charlando un poco al principio, se tomaban la partida a la ligera y soltaban algunas coñas mortales sobre el sexo. Nina los tenía trincados en sus asientos, se tocaba soñadoramente las tetas entre cada reparto o se balanceaba en su silla, con una mano apretada entre los muslos. Esos pequeños detalles nos permitieron jugar un póquer nervioso e incisivo, en el que nos llevábamos todas las manos importantes.

Paramos de nuevo hacia medianoche, cinco minutos para beber y abrir las ventanas. Yo ya había ganado el equivalente a mi cheque mensual. No estaba nada mal. Era inesperado. Los tipos no parecían en absoluto molestos por haber perdido todo ese dinero. Yo en su lugar me hubiera puesto realmente enfermo aunque a lo mejor nos habían caído unos tipos con el riñon forrado, de esos que ponen de rodillas a sus banqueros y se tiran a sus mujeres; unos tipos de esos que seguro que no tienen NINGUNA PREOCUPACIÓN MATERIAL.