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Nina desapareció en el cuarto de baño con Sylvie pisándole los talones. Sylvie salió sola al cabo de cinco minutos, pero yo había decidió no preocuparme por nada. Ya estaba bien por esa noche. El que no sabe desconectar a tiempo quedará aplastado como un yunque en el fondo de un precipicio. Marc hablaba de cosas tan fútiles y ligeras que entré en la conversación. Traté de agarrar unas cuantas botellas de cerveza, de paso. No me fue tan mal.

– Además -decía Marc-, desde hace años no se ha escrito nada nuevo.

Me miró de reojo.

– Por supuesto, no hablo por ti -rectificó-. Pero cuando pienso en todas las mierdas que editan y en que han rechazado mi original…

– Lo siento, chico, no lo sabía -dije.

– Esos tipos, que son incapaces de escribir una sola línea que valga la pena, me han devuelto mi original. Cristo, me parece increíble. No se ha publicado nada bueno desde hace diez años.

– De acuerdo -dije yo-, las nueve décimas partes son para echar a la basura, hay cosas buenas entre el resto. Tampoco exageres.

– Coño, a ver, nombres. Cita nombres -dijo-. Dime sólo una o dos cosas que valgan realmente la pena.

– Esta Édouard Limonov, que es soberbio, y la chica que ha escrito Una baraque rouge et moche… La he leído dos veces. En general, las mujeres no valen nada haciendo literatura, pero algunas han llegado a lo más alto.

Mientras charlábamos, me emborraché tranquilamente. Empecé a beber largos tragos sin preocuparme por nada de nada. Sabía que en algún momento iba a derrumbarme en un rincón oscuro, semiinconsciente, a la espera de que me tumbara el sueño, con los brazos y las piernas paralizados.

– Por cierto -dijo Cecilia-, ¿sabes que nunca se me ha presento la ocasión de leer un libro tuyo?

– No importa -le dije-. No era obligatorio. Trata de leer el próximo.

– Bueno, yo sí los he leído -dijo Marc-. Y me gustaría hablarte de ellos…

Mierda, ya está, pensé, se cree que somos de la misma gran familia; se cree que le debo algo, y ahí la caga, porque no tengo la impresión de formar parte de nada de eso.

– No, no sirve de nada hablar. Y me jode -dije.

También él debía de haber bebido un poco. Estaba sentado muy tieso pero peligrosamente inclinado hacia delante. Intentó taladrarme con la mirada, bajó la cabeza como si se divirtiera y volvió a mirarme de nuevo.

– ¿Así que no te interesa conocer mi opinión?

– No -dije yo-. He sido comparado con Rimbaud, Bukowski, Céline, Kafka, Faulkner y otros que no recuerdo. No puedo esperar gran cosa más en vida.

– ¡¡¿Rimbaud…?!! -exclamó.

– Sí, y me pregunto si te crees tan hacha como para darle consejos a Rimbaud…

Soltó una risita nerviosa. Lo dejé con su problema y me levanté para poner un poco de música. Siempre he tenido suerte con las casas en las que he vivido, nunca me han tocado dueños pesados, ni vecinos del tipo tarado con una escopeta o un fusil, ni viejas que apuntan todas tus idas y venidas; siempre he podido oír música, y cuando digo oír música, quiero decir hacer que tiemblen un poco las paredes y tener un buen contacto con ella. Elegí un pasaje de La Bohème un poco denso. A continuación fui decididamente hasta la cocina y me encerré con llave.

Era realmente agradable estar al fin solo y sentir el tacto de la llave en mi puño cerrado. Era verdaderamente agradable. Los había jodido a todos en un abrir y cerrar de ojos. Apagué la luz para aprovechar los reflejos de la luna, para degustar ese instante extraño; pero los otros no tardaron en dar su réplica.

– ¡Eh, oye! ¡Abre ya! ¿Qué demonios estás haciendo ahí adentro?

– Dejadme en paz.

– Pero si estás encerrado. ¿Te has vuelto loco o qué?

– Estoy en mi casa -dije.

– Mierda, abre de una vez. ¡Te has encerrado!

Siguieron así durante un rato, pero sin llegar a reventar puerta. Me senté en una silla sin pensar en nada concreto, sino en cuánta gente hay en este vasto mundo, cuántos tipos parapetados en su cocina y lanzando guiños a las gaviotas, y poco faltó para que siguiera con mi novela. Siempre debería de darse lo mejor de uno mismo, sin desaprovechar nada.

11

Esperé a Nina durante una hora larga en el aparcamiento del supermercado; hacía tanto calor que había bajado todos los cristales y me pasaba todo el rato despegándome del respaldo de skai. Prácticamente dormitaba en ese principio de tarde luminosa, con un ojo semiabierto tras las gafas de sol. La radio retransmitía íntegro un concierto de los Stranglers. Nina me había dicho quédatesi quieres oírlo, quédate, puedo arreglármelas perfectamente.

Bueno, así que al cabo de una hora larga vi llegar un mogollón de paquetes con las piernas apretadas por un tubo amarillo limón. Bajé para ayudarla a meter las cosas en el maletero.

– ¿Ha sido bueno? -preguntó.

– ¿Eh…? Ah, sí, me gustan sobre todo los últimos trozos.

– Aún tenemos que ir por la ropa -dijo ella.

– De acuerdo -dije yo.

– También tenemos que comprar cigarrillos. Luego en la tiend del italiano tardaré unos cinco minutos; compraré algunas de esas cosas con queso para esta noche…

Arrancó y luego encendió un cigarrillo mentolado.

– Espero que estés en forma, ¿eh? -me dijo.

– Claro. Los vamos a machacar.

Me quedé mirándola mientras conducía. Me tomé todo tiempo del mundo. Iba un poco de prisa, evidentemente, pero la circulación era fluida y yo no me preocupaba demasiado. A fin de cuentas era su coche, y además tenía un perfil radiante. Hasta el momento no nos los montábamos mal del todo, incluso nos lo montabamos bastante bien los dos. Yo aún no había vuelto a trabajar en mi novela; lo único que hacía era vivir con ella, ni de noche ni de día nos separábamos; yo no pensaba en nada. Está bien eso de vivir con una mujer; a veces incluso consideraba que demasiado bien, y la cosa parecía una broma.

Un airecillo suave entraba por las ventanillas, y no creo que nadie pueda pedirle más a la vida. Yo no tenía nada pero no apetecía nada realmente. El coche ronroneaba. Yo aún no tenía treinta y cuatro años y, carajo, la savia seguía corriendo por mi interior. Sí, ni siquiera había cumplido treinta y cuatro años y tenía la suerte de poder degustar momentos así. No me lo montaba tan mal. Saludé con un ligero signo amistoso al guardia que estaba de plantón en un cruce, cociéndose al sol. Le di mi bendición. Me estiré. En realidad, no me había dado cuenta de que la semana pasaba. Todo se había arreglado maravillosamente desde el principio: Marc se había llevado a Cecilia, Sylvie se había largado y, apenas Lili hubo cerrado los ojos, acorralé a Nina contra el reborde de una ventana. Estaba trompa pero le bloqueé una pierna con mi cadera y le rompí las bragas por la mitad. No pude hacer otra cosa. La cabeza de mi cacharrro lucía violeta oscuro. A continuación, pusimos la directa; eran mis últimos cartuchos y no iba a dejar que me agarraran vivo. Seguimos jodiendo en la cama.

Al día siguiente continuaba el milagro, hubo algunas llamadas por teléfono, y Lili volvió a casa de su padre. Yo estaba totalmente de acuerdo con Nina, teníamos necesidad de reencontrarnos un poco a solas los dos para volver a aprender. Simplemente ella y yo. Por lo que a mí respecta, volví a aprender rápidamente. Sólo había olvidado un poco, hasta qué punto ADORABA acostarme con ella; creo que es preciso conocer una cosa así al menos una vez en la vida.

– ¿Te estás durmiendo? -preguntó ella.

– ¿Estás de broma?

– Tenías los ojos cerrados, especie de tramposo. Te los veía perfectamente bajo las gafas.

– Es el sol interior, ¿sabes?

– Oye, tendrías que darme algo de pasta.

Le di la que llevaba y paró para ir a la lavandería. Luego la calle dirigiéndome un leve saludo, y entró en la tienda del italiano.

El espectáculo me puso soñador. La verdad es que desde hacía una semana no había bajado de las nubes. Era el tipo de la eterna sonrisa en los labios. El tipo de la cabeza partida. Las puertas del coche ardían; no era cuestión de dejar caer el brazo por fuera, asi que salí. Me regalé un helado y me lo tomé en la acera, delante del escaparate del italiano. Me quedé plantado al sol, con mi cacharro congelado entre los labios. La veía discutir con el tipo y mover su cabellera rubia, a través de los reflejos plateados y de las mortadelas que colgaban del techo, como bombas blandas y rosadas. Realmente era una tía de narices. A fin de cuentas, la separación nos había beneficiado. Ella no me había dado demasiadas explicaciones acerca del episodio de la habitación de la mierda, pero tampoco yo estaba ávido de detalles; la cosa ya me jodia suficientemente sin removerla. Tal vez el tipo estuviera medio chiflado, pero ella, ¿cómo había llegado hasta allí? La verdad es que había preparado cuidadosamente su montaje, me había endosado a su hija para poder joder a brazo partido, y eso era lo único que yo veía. El resto era más fácil de olvidar, aunque el tipo fuera un picha de oro. La cosa se me ocurrió al ver las mortadelas que se balanceaban encima de ella, aunque no puede decirse que el tema me obsesionara. No me gusta pensar demasiado cuando estoy con una chica. Trato de no perderme ni una migaja.