«Si salgo airoso», dijo a Clelia, «iré a ver las hermosas pinturas de Parma y después, ¿ tendrá usted a bien recordar este nombre: Fabrizio del Dongo?».
Caravaggio estaba tumbado en la alfombra en el extremo de la biblioteca. Desde la obscuridad que lo envolvía parecía que el brazo izquierdo de Hana fuera fósforo puro, que iluminara los libros y reflejase el rojo en su obscuro cabello, que ardiera pegado al algodón de su vestido y su manga fruncida a la altura del hombro.
Kip salió del pozo.
La luz se extendía desde su brazo en un diámetro de un metro y después quedaba absorbida por la obscuridad, por lo que Caravaggio tenía la sensación de que había un valle de tinieblas entre ellos. Hana se metió bajo el brazo derecho el libro con la cubierta carmelita. A medida que avanzaba, aparecían nuevos libros y otros desaparecían.
Se había hecho mayor y él la quería ahora más que en otra época en que, por ser producto de sus padres, la entendía mejor. Ahora era lo que ella misma había decidido llegar a ser. Sabía que, si se hubiera cruzado con Hana en una calle de Europa, le habría recordado a alguien, pero no la habría reconocido. La noche en que llegó a la villa había disimulado su estupor. El ascético rostro de Hana, que al principio parecía frío, no carecía de mordacidad. Comprendió que durante los dos últimos meses él mismo había experimentado una evolución que lo aproximaba a la nueva personalidad de ella. Apenas podía creer el placer que le daba su transformación. Años antes, había intentado imaginarla como adulta, pero había inventado a alguien con características moldeadas por su comunidad, no aquella maravillosa extraña a la que podía querer más profundamente, porque nada había en ella que hubiera aportado él.
Estaba tumbada en el sofá, había girado la linterna hacia adentro para poder leer y ya estaba absorta en el libro. Un poco después, levantó la vista, escuchó y se apresuró a apagar la linterna.
¿Se habría dado cuenta de su presencia en el cuarto? Caravaggio sabía que le resonaba la respiración, que le estaba costando mantener una respiración ordenada y discreta. Se encendió un momento la linterna y volvió a apagarse rápidamente.
Entonces todo en la habitación pareció ponerse en movimiento, menos Caravaggio. Lo oía todo a su alrededor, sorprendido de poder permanecer oculto. El muchacho estaba allí dentro. Caravaggio se acercó al sofá y extendió la mano hacia Hana. No estaba ahí. Al erguirse, un brazo le rodeó el cuello, lo aferró y lo tiró hacia atrás. Una luz intensa aplicada a su cara lo deslumhró y los dos lanzaron un resuello al caer al suelo.
El brazo con la linterna seguía teniéndolo sujeto del cuello. Entonces apareció un pie descalzo a la luz, que pasó por sobre la cara de Caravaggio y pisó el cuello del muchacho a su lado. Se encendió otra linterna.
«Ya te tengo. Ya te tengo.»
Los dos cuerpos en el suelo levantaron la vista hacia la obscura silueta de Hana por encima de la luz. Estaba cantándolo:
«Ya te tengo. Ya te tengo. He utilizado a Caravaggio… ¡que tiene un resuello tremendo, la verdad! Sabía que estaría aquí. Él ha sido la trampa.»
Apretó aún más el pie en el cuello del muchacho. «Ríndete. Confiesa.»
Caravaggio empezó a agitarse bajo las garras del muchacho, cubierto ya todo él de sudor e incapaz para luchar y liberarse. Ahora la deslumbradora luz de las dos linternas lo enfocaba a él. Tenía que alzarse y escabullirse de algún modo de aquella pesadilla. Confiesa. La muchacha se reía. Necesitaba calmar la voz antes de hablar, pero ellos, excitados con su aventura, apenas escuchaban. Se zafó del brazo del muchacho, que iba cediendo, y, sin decir palabra, salió del cuarto.
Volvían a estar en la obscuridad. «¿Dónde estás?», preguntó ella. Y después se movió rápida. Él se situó de modo que ella chocara contra su pecho y cayera en sus brazos. Ella le puso la mano en la nuca y después llevó la boca hasta la suya. «¡Leche condensada! ¿Durante nuestra lucha? ¿Leche condensada? Ella llevó la boca al cuello de él, todo sudado, lo cató allí donde ella había mantenido su pie descalzo. «Quiero verte.» Se encendió la linterna de él y la vio, con la cara veteada de churretes, el cabello erizado en un torbellino por la transpiración y una sonrisa dirigida a él.
Él le introdujo las manos por las sueltas mangas del vestido y se las colocó sobre los hombros. Ahora, si ella se hacía a un lado, las manos de él la seguirían. Empezó a inclinarse, a dejarse caer con todo su peso hacia atrás, con la esperanza de que él la acompañara, de que sus manos suavizasen la caída. Después él se hizo un ovillo, con los pies en el aire y sólo las manos, los brazos y la boca en ella y el resto de su cuerpo como la cola de una mantis. Seguía llevando la linterna pegada al músculo y al sudor de su brazo izquierdo. La cara de ella entraba en la luz para besar, lamer y catar. La frente de él se frotaba contra el húmedo cabello de ella.
Después él se encontraba de repente en el otro extremo del cuarto y se veía su lámpara de zapador recorriéndolo, seguro ahora, después de que pasara semanas limpiándolo de toda clase de posibles espoletas: como si aquel cuarto hubiera salido por fin de la guerra y no fuese ya una zona o un territorio. Movió sólo la lámpara haciendo oscilar el brazo e iluminando el techo y la sonriente cara de ella, cuando la luz la reveló junto al respaldo del sofá contemplando su brillante y esbelto cuerpo. La siguiente vez que pasó la luz, la mostró agachada y limpiándose la cara con la falda. «Pero yo te he cogido, te he cogido», exclamó Hana. «Soy el mohicano de Danforth Avenue.»
Después se encontraba a horcajadas sobre la espalda de él y la luz de su linterna oscilaba por los lomos de los libros en los estantes más altos, al subir y bajar sus brazos, mientras él la hacía girar y ella se vencía hacia adelante como muerta, cayó y lo cogió de los muslos y después se volteó, se desprendió de él y se quedó tumbada en la vieja alfombra, que aún desprendía el olor de la antigua lluvia, y con los brazos humedecidos y cubiertos de polvo y arenilla. Él se inclinó sobre ella y ella alargó la mano y apagó la linterna. «Yo he ganado, ¿eh?» Él aún no había dicho nada desde que había entrado en el cuarto. Con la cabeza hizo el gesto que ella adoraba, en parte asentimiento y en parte indicación de un posible desacuerdo. La luz lo deslumbraba y no podía verla. Apagó la linterna de ella para que estuvieran iguales en la obscuridad.
Aquél fue el mes de sus vidas en que Hana y Kip durmieron uno junto al otro. Un solemne celibato entre ellos. Descubrieron que en el galanteo podía haber toda una civilización, todo un territorio por explorar. El amor por la idea que de él tenía ella y viceversa. No quiero que me folles. No quiero follarte. ¿Dónde lo habría aprendido él -o ella, ¿quién sabe?-, pese a su juventud? Tal vez de Caravaggio, que durante aquellas veladas había hablado a Hana de la juventud de él, de la ternura hacia todas y cada una de las células de un amante que desencadena el descubrimiento de la mortalidad propia. Al fin y al cabo, era una época caracterizada por la omnipresencia de la muerte. El deseo del muchacho sólo se satisfacía en la profundidad del sueño en brazos de Hana y su orgasmo tenía más que ver con el ascendiente de la Luna, con la sacudida de la noche en su cuerpo.
Todas las noches, Kip reposaba su delgada cara en las costillas de Hana, quien, escudriñando en círculos su espalda con sus uñas, le había recordado el placer que se siente al ser rascado. Era algo que un aya le había enseñado años atrás. Durante su infancia, todo el bienestar y la paz los había recibido -recordaba Kip- de ella, nunca de su amada madre, ni de su hermano ni de su padre, con quienes jugaba. Cuando sentía miedo o no podía dormir, el aya -aquella íntima extraña procedente de la India meridional, que vivía con ellos, ayudaba a llevar la casa, cocinaba y les servía las comidas y criaba a sus hijos bajo la protección de la familia- era quien lo advertía y lo ayudaba a conciliar el sueño pasándole la mano por su pequeña y fina espalda y años atrás había aliviado de forma similar a su hermano mayor, pues probablemente conociera el carácter de todos los niños mejor que sus padres auténticos.