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«Conéctame un micrófono y retírate.»

«Sí, señor.»

Kip sonrió. Tenía diez años menos que Hardy y no era inglés, pero Hardy se encontraba en la gloria encerrado en la disciplina militar. Los soldados siempre vacilaban antes de llamar «señor» a Kip, pero Hardy lo vociferaba con entusiasmo.

Ahora trabajaba rápido para levantar la espoleta, con todas las baterías inactivas.

«¿Me oyes? Silba… Vale, lo he oído. Voy a verter oxígeno por última vez. Lo dejaré burbujear treinta segundos. Después empezaré. Añadiré más hielo. Bien, voy a quitar esta maldita… Listo, ya está fuera de una puta vez.»

Hardy escuchaba y lo grababa todo, por si algo salía mal. Una chispa y Kip se encontraría en un foso de llamas. O podía haber una trampa en la bomba. La siguiente persona tendría que plantearse otras opciones.

«Estoy utilizando la llave revestida de aislante.» La había sacado del bolsillo del pecho. Estaba fría y tuvo que frotarla para calentarla. Empezó a quitar el anillo de cierre. Cedía sin esfuerzo y se lo dijo a Hardy.

«Están relevando a la guardia en Buckingham Palace.»

Sacó el anillo de cierre y el de localización y los dejó hundirse en el agua. Notó cómo rodaban despacio a sus pies. Toda la operación iba a tardar cuatro minutos más.

«Alice se va a casar con uno de la guardia. ¡La vida de un soldado es muy dura, dice Alice!»

Cantaba en voz alta para intentar entrar en calor,; pues tenía el pecho helado y dolorido. Procuraba apartarse lo más posible del helado metal que tenía delante y había de llevarse constantemente las manos a la nuca, donde aún le daba el sol, y después frotárselas para quitarse el barro, la grasa y el hielo. Resultaba difícil llegar hasta la cabeza. Entonces vio horrorizado que la cabeza de la espoleta se había roto y se había desprendido completamente.

«Un problema, Hardy. Se ha roto toda la cabeza de la espoleta. Respóndeme, ¿vale? El cuerpo principal de la espoleta está atascado ahí abajo. No puedo llegar hasta él. No hay ningún saliente al que agarrarse.»

«¿Cómo está el hielo?» Hardy estaba justo encima de él. Había tardado unos segundos, pero había corrido hasta el foso.

«Quedan seis minutos de hielo.»

«Suba y la volaremos.»

«No, bájame un poco más de oxígeno.»

Levantó la mano derecha y sintió que le colocaban en ella un bote metálico helado.

«Voy a hacerlo gotear en la parte de la espoleta que está al descubierto (donde se ha desprendido la cabeza) y después entraré en el metal. Lo mellaré hasta que pueda agarrar algo. Ahora retírate y te lo iré contando.»

Apenas podía contener la rabia por lo sucedido. El oxígeno le chorreaba por toda la ropa y siseaba al entrar en contacto con el agua. Esperó a que apareciera el hielo y después se puso a arrancar metal, con un escoplo.

Vertió más, esperó e intentó penetrar más con el escoplo. Al ver que no se desconchaba, se arrancó un trozo de la camisa, lo colocó entre el metal y el escoplo y después se puso a golpear -operación muy peligrosa-con un mazo y a arrancar fragmentos. La tela de la camisa era su única protección contra una chispa. Más grave era el frío en los dedos. Habían perdido la agilidad, estaban inertes como las baterías. Siguió cortando de lado en el metal alrededor del punto del que se había desprendido la cabeza de la espoleta, arrancando capas de metal, con la esperanza de que el hielo resistiera esa clase de cirugía. Si cortaba directamente, existía la posibilidad de que golpeara la cápsula del percutor que activaba el multiplicador.

Tardó cinco minutos más. Hardy no se había movido del borde del foso y le indicaba el tiempo aproximado que faltaba para que se derritiera el hielo. Pero, a decir verdad, ninguno de los dos podía estar seguro. Como se había roto la cabeza de la espoleta, estaban congelando una zona diferente y la temperatura del agua, pese a resultarle fría a él, estaba más caliente que el metal.

Entonces vio algo. No se atrevió a agrandar más el agujero. El contacto del circuito temblaba como un zarcillo de plata. ¡Si hubiera podido alcanzarlo! Se frotó las manos para intentar calentárselas.

Exhaló el aire, permaneció inmóvil unos segundos y con los alicates de aguja cortó el contacto en dos antes de tomar aliento otra vez. Lanzó un resuello cuando el hielo le quemó parte de la mano al sacarla de los circuitos. La bomba estaba desactivada.

«Espoleta fuera, multiplicador desconectado. Me merezco un besito.»

Hardy estaba ya haciendo girar el torno y Kip intentaba agarrarse a la cuerda; apenas podía hacerlo con la quemadura y el frío, tenía todos los músculos helados. Oyó la sacudida de la polea y se agarró con fuerza a las tiras de cuero medio atadas aún en torno a su cuerpo. Sintió que sus carmelitas piernas se iban liberando del barro que las atenazaba, salían como un antiguo cadáver de una ciénaga. Sus pequeños pies se alzaron por encima del agua. Emergió, alzado del foso a la luz del sol, primero la cabeza y después el torso.

Quedó ahí colgado y girando lento bajo el tepee del postes que sujetaban la polea. Ahora Hardy lo abrazaba y al tiempo lo desamarraba, lo liberaba. De repente vio una multitud observando a unos veinte metros de distancia, muy cerca, demasiado cerca para su seguridad; habría resultado aniquilada. Pero, claro, Hardy no había estado allí para hacerla retroceder.

Lo contemplaban en silencio, al indio colgado del hombro de Hardy y que apenas podía caminar hasta el jeep con todo el equipo: herramientas, latas, mantas los instrumentos de grabación que aún giraban, escuchaban el vacío en el fondo del foso.

«No puedo andar.»

«Sólo hasta el jeep, unos metros más, mi teniente. Yo recogeré todo lo demás.»

Se detenían y después caminaban despacio. Tenían que pasar por delante de las caras que miraban a aquel hombre ligeramente carmelita, sin zapatos, con la guerrera mojada, miraban la cara agotada que no conocía ni reconocía nada ni a ninguno de ellos. Todos guardaban silencio. Se limitaron a dar un paso atrás para dejar espacio a Hardy y a él. En el jeep empezó a temblar. Sus ojos no soportaban la reverberación del parabrisas. Hardy tuvo que levantarlo para instalarlo poco a poco en el asiento contiguo al del conductor.

Cuando Hardy se marchó, Kip se quitó despacio los pantalones mojados y se envolvió en la manta. Después se quedó ahí sentado, demasiado enfriado y molido para desenroscar siquiera el termo de té caliente que se encontraba sobre el asiento contiguo. Pensó: ni siquiera tenía miedo allá abajo, sólo estaba irritado… por mi error o la posibilidad de que hubiese una trampa. Tan sólo era un animal que reaccionaba para protegerse.

Ahora sólo Hardy, comprendió, me ayuda a seguir siendo humano.

Cuando hacía un día caluroso en la Villa San Girolamo, todos se lavaban la cabeza, primero con queroseno para eliminar los posibles piojos y después con agua. Kip, tumbado y con el cabello extendido y los ojos cerrados al sol, parecía de repente vulnerable. Cuando adoptaba esa frágil postura, había timidez en él, parecía más un cadáver de un mito que algo vivo o humano. Hana estaba sentada a su lado, con su obscuro cabello castaño ya seco. Ésos eran los momentos en que él hablaba de su familia y de su hermano encarcelado.

Se sentaba, se echaba el pelo hacia adelante y se ponía a restregarlo de arriba abajo con una toalla. Ella, imaginaba Asia entera en los gestos de aquel hombre: la indolencia con la que se movía, su silencioso refinamiento. Hablaba de santos guerreros y ahora ella lo consideraba uno de ellos, austero y visionario, alguien que sólo en aquellos raros momentos en que brillaba el sol se olvidaba de Dios y de la solemnidad, con la cabeza apoyada de nuevo en la mesa para que el sol le secara el cabello extendido como el grano en una cesta de paja en forma de abanico, si bien era un asiático que en aquellos últimos años de guerra había adoptado a unos ingleses como padres y había observado sus códigos como un hijo obediente.