«Ah, pero mi hermano me considera un idiota por confiar en los ingleses.» Se volvió hacia ella con la luz del sol en los ojos. «Dice que algún día abriré los ojos. Asia no es aún un continente libre y le consterna vernos participar con entusiasmo en guerras inglesas. Es una discusión que siempre hemos tenido. Mi hermano no cesa de decirme: "Algún día abrirás los ojos."»
Lo dijo con los ojos cerrados y muy apretados, como para burlarse de esa metáfora. «Japón es parte de Asia y en Malasia los japoneses han cometido atrocidades contra los sijs. Pero mi hermano no se fija en eso. Dice que ahora los ingleses están ahorcando a sijs que luchan por la independencia.»
Ella se apartó de él, con los brazos cruzados. Los odios del mundo. Entró en la penumbra diurna de la villa y fue a sentarse con el inglés.
Por la noche, cuando ella le soltaba el pelo, Kip era una vez más otra constelación, los brazos de mil ecuadores sobre su almohada, oleadas entre ellos en su abrazo y en las vueltas que daban dormidos. Ella tenía en sus brazos una diosa india, trigo y cintas. Cuando se inclinaba, se derramaba sobre ella. Podía atárselo a la muñeca. Ella mantenía los ojos abiertos para contemplar las chispas de electricidad de su pelo en la obscuridad de la tienda.
Él se movía siempre en relación con las cosas, junto a las paredes, los setos de las terrazas. Exploraba la periferia. Cuando miraba a Hana, veía un fragmento de su flaca mejilla en relación con el paisaje que había tras ella. Igual que contemplaba el arco que dibujaba un pardillo en función del espacio que cubría sobre la superficie de la tierra. Había subido por Italia intentando ver con los ojos todo, excepto lo temporal y humano. En lo único en que nunca se fijaba era en sí mismo: ni en su sombra en el crepúsculo, ni en su brazo extendido hacia el respaldo de una silla, ni en el reflejo de su figura en una ventana, ni en cómo lo observaban los otros. En los años de la guerra había aprendido que la única seguridad estaba en uno mismo.
Pasaba horas con el inglés, que le recordaba a un abeto que había visto en Inglaterra, con su única rama enferma, vencido por el peso de los años y sostenido con un soporte de madera de otro árbol. Se encontraba en el jardín de lord Suffolk, en el borde del farallón que dominaba el canal de Bristol, como un centinela. Sentía que el ser que había dentro de él era, pese a su debilidad, noble, un ser cuya memoria sobrepujaba la enfermedad.
Él, por su parte, no tenía espejos. Se enrollaba el turbante fuera, en su jardín, al tiempo que contemplaba el musgo en los árboles. Pero había advertido los tajos que las tijeras habían asestado al cabello de Hana De tanto pegar la cara al cuerpo de ésta, a la clavícula donde el hueso afinaba la piel, conocía su aliento. Pero si ella le hubiese preguntado de qué color eran sus ojos pese a haber llegado a adorarla, no habría podido -pensaba- contestar. Se habría reído y habría intentado adivinarlo, pero si ella, cuyos ojos eran negros, los hubiese cerrado y hubiese dicho que eran verdes, la habría creído. Podía mirar con intensidad en los ojos, pero no advertir de qué color eran, de igual modo que la comida, una vez en su garganta o su estómago, era simple textura y no sabor ni objeto alguno.
Cuando alguien hablaba, le miraba la boca, no los ojos y sus colores, que, según le parecía, siempre cambiarían con la luz de un cuarto, el minuto del día. Las bocas revelaban la inseguridad o la suficiencia o cualquier otro punto del espectro del carácter. Para él, era el aspecto más intricado de los rostros. Nunca estaba seguro de lo que revelaban los ojos. Pero sabía interpretar cómo se ensombrecían las bocas con la crueldad o sugerían ternura. Muchas veces se podían interpretar erróneamente unos ojos por su reacción ante un simple rayo de sol.
Lo acopiaba todo como parte de una armonía mutable. Veía a ella en horas y lugares diferentes que variaban su voz y su naturaleza, su belleza incluso, como la fuerza subyacente del mar acuna o gobierna el sino de los botes salvavidas.
Tenían la costumbre de levantarse al amanecer cenar con la última luz del día. Por la noche había una sola vela encendida junto al paciente inglés o un quinqué a medias lleno, en caso de que Caravaggio se hubiera agenciado petróleo, pero los pasillos y las demás alcobas estaban sumidos en las tinieblas, como en una ciudad enterrada. Se habían acostumbrado a caminar en la obscuridad, con las manos extendidas y tocando la paredes a ambos lados con la punta de los dedos.
«Se acabó la luz. Se acabó el color.» Hana tarareaba esas frases una y otra vez. Había que poner fin a una exasperante costumbre de Kip de saltar la escalera con una mano en la mitad de la barandilla. Se imaginaba sus pies volando por el aire y golpeando en el estómago a Caravaggio, en el momento en que éste entraba.
Hacía una hora que había apagado la vela en el cuarto del inglés. Se había quitado las zapatillas de tenis y llevaba el vestido desabrochado en el cuello por el calor del verano y también en las mangas, sueltas, en la parte superior del brazo: un desorden delicioso.
En la planta baja del ala, aparte de la cocina, la biblioteca y la capilla abandonada, había un patio interior acristalado: cuatro paredes de cristal y una puerta, también de cristal, por la que se entraba a un recinto con un pozo cubierto y estanterías llenas de plantas muertas y que en tiempos debían de haber medrado con el calor del cuarto. Ese patio interior le recordaba cada vez más a un libro que, al abrirse, dejaba al descubierto flores disecadas, un lugar que contemplar al pasar y en el que no se debía entrar nunca.
Eran las dos de la mañana.
Cada uno de ellos entró en la villa por una puerta diferente: Hana por la de la capilla, junto a los treinta y seis peldaños, y él por el patio que daba al Norte. En cuanto entró en la casa, se quitó el reloj y lo dejó en un nicho a la altura del pecho en el que había la figurita de un santo. El patrón de aquella villa-hospital. Ella no pudo ver ni rastro de fósforo, pues se había quitado ya los zapatos y llevaba sólo pantalones. La lámpara atada al brazo estaba apagada. No llevaba nada más y se quedó un rato en la obscuridad: un chico flaco, un turbante obscuro, el kara suelto en su muñeca contra la piel. Se reclinó contra el ángulo del vestíbulo como una lanza.
Después se coló por el patio interior. Llegó a la cocina e inmediatamente sintió el perro en la obscuridad, lo atrapó y lo ató con una cuerda a la mesa. Cogió la leche condensada del estante y volvió al cuarto acristalado en el patio interior. Pasó las manos por la base de la puerta y encontró los palitos apoyados en ella. Entró y cerró la puerta tras él, al tiempo que deslizaba la mano fuera en el último momento para apuntalarla con los palos otra vez, por si los hubiera visto ella. Después se metió en el pozo. A un metro de profundidad había una tabla cruzada de cuya firmeza tenía constancia. Cerró la tapa sobre sí y se acurrucó ahí, al tiempo que imaginaba a Hana buscándolo o escondiéndose, a su vez. Se puso a chupar la lata de leche condensada.
Hana sospechaba algo así de él. Tras haber llegado hasta la biblioteca, encendió la linterna que llevaba al brazo y avanzó junto a las estanterías que se extendían desde sus tobillos hasta alturas invisibles por encima de ella. La puerta estaba cerrada, por lo que nadie que pasara por los pasillos podía ver la luz. Kip sólo podría ver la luz al otro lado de las puertas acristaladas, en caso de que estuviese fuera. Daba un paso y se detenía a buscar; una vez más por entre los libros -italianos la mayoría- uno de los pocos volúmenes ingleses que podía regalar al paciente inglés. Había llegado a estimar aquellos libros acicalados con sus encuadernaciones italianas, los frontispicios, las ilustraciones en color pegadas y cubiertas con papel de seda, su olor, incluso el crujido que emitían, si se abrían demasiado rápido, como si se hubieran roto una serie invisible de huesos diminutos. Dio otro paso y volvió a detenerse. La cartuja de Parma.