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Aquel Candaulo se había enamorado apasionadamente de su esposa, por lo que la consideraba más bella, con mucha diferencia, que ninguna otra mujer. Solía describir a Giges, hijo de Daskilo (pues de todos sus lanceros era el que más apreciaba), la belleza de su esposa y la elogiaba sobremanera.

«¿Oyes, Geoffrey?»

«Sí, cariño.»

Dijo a Giges: «Giges, me parece que no me crees, cuando te hablo de la belleza de mi esposa, ya que los oídos de los hombres son menos aptos para creer que sus ojos. Así, pues, idea algún medio para verla desnuda.»

Se pueden hacer varias observaciones, sabiendo que con el tiempo yo llegaría a ser su amante, de igual modo que Giges sería el amante de la reina y el asesino de Candaulo. Con frecuencia abría yo el libro de Herodoto para aclarar una duda geográfica, pero, al hacer eso mismo, Katharine había abierto una ventana por la que asomarse a su vida. Leía con voz cautelosa. Tenía los ojos clavados en la página, como si, mientras hablaba, estuviera hundiéndose en arenas movedizas.

«Creo que es, en verdad, la más hermosa de todas las mujeres y te ruego que no me pidas que haga algo ilícito.» Pero el Rey le contestó así: «Ten valor, Giges, y no temas que yo diga estas palabras para ponerte aprueba ni que mi esposa pueda causarte daño alguno, pues idearé de antemano un medio para que no se dé cuenta de que has estado viéndola.»

Ésta es la historia de cómo me enamoré de una mujer que me leyó determinada historia de Herodoto. Oí las palabras que ella pronunciaba al otro lado del fuego y en ningún momento levanté la vista, ni siquiera cuando importunaba a su marido. Tal vez estuviera leyéndola sólo para él. Tal vez no hubiese un motivo oculto en la selección de aquel pasaje, salvo para ellos. Era simplemente una historia que le había chocado por la similitud con su situación, pero de repente se le reveló una senda en la vida real, aun cuando no lo hubiera concebido -estoy seguro- como un primer paso al azar.

«Te llevaré a la alcoba en que dormimos, detrás de la puerta abierta, y, después de que entre yo, llegará también mi esposa. Junto a la entrada de la alcoba, hay una silla, sobre la cual deja sus vestiduras, a medida que se las va quitando, una tras otra; de modo que podrás contemplarla con toda tranquilidad.»

Pero la reina vio a Giges, cuando abandonaba la alcoba. Entonces entendió lo que había hecho su marido y, pese a sentirse avergonzada, no puso el grito en el cielo… mantuvo la calma.

Es una historia extraña. ¿No te parece, Caravaggio? La vanidad de un hombre que lo mueve a desear ser envidiado o a ser creído, porque no le parece que le crean. En modo alguno era un retrato de Clifton, pero éste pasó a ser parte de esta historia. El acto del marido resulta muy escandaloso, humano. Nos sentimos movidos a creerlo.

El día siguiente, la esposa llamó a Giges y lo colocó ante una disyuntiva.

«Tienes dos opciones y te voy a dejar elegir la que prefieras: o bien matas a Candaulo y tomas posesión de mí y del reino de Lidia o bien recibirás muerte inmediata aquí mismo para que en el futuro no puedas ver, obedeciendo a Candaulo ciegamente, lo que no debes. Ha de morir o quien concebía ese plan o tú, que me has visto desnuda.»

Conque el rey es asesinado. Comienza una nueva era. Hay poemas sobre Giges escritos en trímetros yámbicos. Fue el primero de los bárbaros que consagró ofrendas en Delfos. Reinó en Lidia durante veintiocho años, pero aún lo recordamos como un simple eslabón en una historia de amor inhabitual.

Cesó de leer y levantó la vista, fuera de las arenas movedizas. Estaba evolucionando. Conque el poder cambió de manos. Entretanto, con la ayuda de una anécdota, yo me enamoré.

Así son las palabras, Caravaggio. Tienen poder.

Cuando los Clifton no estaban con nosotros, vivían en El Cairo. Clifton hacía otros trabajos para los ingleses. Sólo Dios sabe qué: tenía un tío en alguna oficina del Gobierno. Todo aquello sucedió antes de la guerra. Pero en aquella época la ciudad rebosaba de ciudadanos de todas las nacionalidades, que celebraban veladas musicales en el Groppi y bailaban hasta las tantas de la noche. Ellos eran una joven pareja muy popular y honorable y yo estaba en la periferia de la sociedad de El Cairo. Ellos vivían bien; una intensa vida social en la que yo participaba de vez en cuando: cenas, recepciones, actos que normalmente no me habrían interesado, pero a los que ahora asistía porque ella estaba presente. Soy un hombre que ayuna hasta que ve lo que desea.

¿Cómo podría explicarte cómo era ella? ¿Utilizando las manos? ¿Igual que puedo describir en el aire la forma de una colina o de una roca? Ya hacía un año que ella formaba parte de la expedición. Yo la veía, conversaba con ella. Habíamos estado continuamente en presencia uno del otro. Más adelante, cuando tomamos conciencia de nuestro mutuo deseo, aquellos momentos anteriores volvieron, cargados de sugerencias, a inundar nuestros corazones: aquel asirse nervioso a un brazo en un precipicio, ciertas miradas no percibidas o malinterpretadas.

En aquella época yo iba poco por El Cairo, solía pasar uno de cada tres meses en esa ciudad. Trabajaba en mi libro, Récentes explorations dans le désert lybique, en el departamento de Egiptología y con el paso de los días me sentía cada vez más cerca del texto, como si el desierto estuviera ahí, en la página, con lo que podía oler incluso la tinta, a medida que salía de la estilográfica. Y, al mismo tiempo, luchaba con la presencia cercana de ella, más obsesionado, a decir verdad, con las virtudes de su boca, la tiesura junto a su rodilla, la blanca planicie de su estómago, mientras escribía mi breve libro -setenta páginas-, sucinto y sin divagaciones, completado con mapas de viaje. No conseguía eliminar su cuerpo de la página. Deseaba dedicarle aquella monografía a ella -a su voz, a su cuerpo, que imaginaba blanco y rosado, al salir de la cama, como un largo arco-, pero se la dediqué a un rey, pues estaba convencido de que a ella semejante obsesión la habría movido a burla, le habría inspirado un condescendiente gesto de la cabeza, cortés y azorado.

Empecé a mostrarme doblemente ceremonioso -un rasgo de mi carácter-, como violento por una desnudez revelada antes. Es un hábito europeo. Ahora -tras haberla transpuesto extrañamente en mi texto del desierto- me resultaba natural enfundarme en una armadura ante ella.

El poema exaltado es un substituto
De la mujer a la que se ama o se debería amar,
Una rapsodia exaltada, una impostura por otra.

En el césped de Hassanein Bey -el augusto anciano de la expedición de 1923-, se me acercó junto con el agregado de la embajada Roundell y me dio la mano, pidió a su acompañante que trajera una copa, volvió a mirarme y me dijo: «Quiero que me embelese usted.» Y volvió Roundell. Era como si me hubiese entregado un cuchillo. Al cabo de un mes, era su amante. En aquel cuarto que daba al zoco, al norte de la calle de los loros.

Caí de rodillas en el vestíbulo embaldosado con mosaico, con la cara pegada a la cortina de su vestido y el salado sabor de estos dedos en su boca. Formamos una estatua extraña nosotros dos, antes de que empezáramos a dar rienda suelta a nuestra hambre. Sus dedos rascaban la arena en mi ralo cabello. Nos rodeaban El Cairo y todos sus desiertos.

¿Sería el deseo de su juventud, de su fino y hábil cuerpo de muchacho? Sus jardines eran aquellos a los que me refería cuando te hablé de jardines.