No dije nada, pero empezaba a preguntarme si tal vez tendría razón. Ya había advertido el agotamiento de McMurphy antes, en el viaje de regreso, cuando insistió en que pasáramos por el lugar donde había vivido de niño. Acabábamos de repartirnos la última cerveza, habíamos arrojado la lata vacía por la ventana en un stop y nos disponíamos a recostarnos y saborear las aventuras vividas, sumergidos en ese agradable sopor que nos invade después de una jornada de plena dedicación a algo que nos gusta, mitad insolación y mitad borrachera, resistiendo al sueño sólo por ganas de apurar esa sensación hasta el fin. Tuve la vaga impresión de que comenzaba a encontrarme en situación de poder ver algo del lado bueno de la vida que discurría a mi alrededor. McMurphy me estaba enseñando a hacerlo. No recordaba haberme sentido tan bien desde que era niño, cuando todo era hermoso y la tierra aún me cantaba baladas infantiles.

Habíamos tomado la ruta del interior, en vez de seguir a lo largo de la costa, con objeto de pasar por la ciudad donde McMurphy había pasado un más largo v período en su itinerante vida. Descendimos por la ladera de una colina, convencidos de haber perdido el camino… cuando llegamos a un pueblo que abarcaba aproximadamente el doble de extensión que los terrenos del hospital. Cuando nos detuvimos, un viento penetrante había barrido el sol de las calles. McMurphy aparcó el coche junto a unas cañas y señaló con el dedo al otro lado de la carretera.

– Ahí. Es ésa. Parece que hubiera brotado entre los hierbajos… la humilde morada de mis malbaratados años mozos.

Unos árboles deshojados, cada uno rodeado de una pequeña cerca, flanqueaban la calle sumida en la pálida luz de las seis de la tarde, más bien parecía que hubiesen caído sobre la acera cual rayos de madera, resquebrajando el cemento al chocar. Una hilera de estacas de hierro asomaba del suelo frente al patio lleno de hierbajos y detrás de todo eso se alzaba un caserón de madera con un porche, cual desvencijado hombro arrimado contra el viento para no salir rodando como una caja de cartón vacía y detenerse dos manzanas más abajo. El viento traía algunas gotas de lluvia, y observé que la casa tenía los ojos cerrados y en la puerta tintineaba un candado pendiente de una cadena.

En el porche colgaba uno de esos objetos de abalorios que los japoneses cuelgan de una cuerda -tañe y tintinea con la menor brisa de aire- al que sólo le quedaban cuatro cristales, que se agitaban y entrechocaban dejando caer una que otra esquirla sobre el enmaderado del porche.

McMurphy puso en marcha el motor.

– Sólo había vuelto una vez… hace mucho tiempo, el año que todos regresamos a casa del infierno de Corea. Vine de visita. Mis viejos aún vivían. Era un buen hogar.

Soltó el embrague y emprendió la marcha, aunque luego decidió detenerse otra vez.

– Dios mío -dijo-, fijaos ahí, ¿veis un vestido? -Señaló hacia atrás-. ¿En la rama de ese árbol? ¿Un jirón negro y amarillo?

Conseguí vislumbrar un pequeño objeto, como una bandera, que ondeaba en lo alto de las ramas, encima de un cobertizo.

– La primera chica que consiguió arrastrarme a una cama llevaba ese mismísimo vestido. Yo tenía unos diez años y ella tal vez menos, y acostarse parecía algo tan importante que le pregunté si no creía, si no sentía necesidad de anunciarlo de algún modo. Como, por ejemplo, explicarlo en casa, «Mamá, Judy y yo nos hemos comprometido hoy». Y lo decía en serio, si sería bobo; estaba convencido de que una vez terminado el acto, uno quedaba automáticamente casado, lo quisiera o no, y que no había forma de burlar la norma. Pero esa putilla -no tendría más de ocho o nueve años- cogió su vestido, que estaba tirado en el suelo, y dijo que podía quedármelo. «Puedes colgarlo en alguna parte y yo me iré a casa en bragas, será una manera de anunciarlo… ya lo entenderán», dijo. Cielo santo, a los nueve años -exclamó y extendió la mano para pellizcar la naricilla a Candy-, ya sabía mucho más que bastantes profesionales.

Ella le mordió la mano, riendo, y él examinó la señal.

– Bueno, el caso es que se fue a casa en bragas y yo esperé a que anocheciera para tener una oportunidad de deshacerme del maldito vestido en la oscuridad… pero, ¿os habéis fijado en el viento?, pues cogió el vestido como si fuese una cometa y se lo llevó por encima de la casa y al día siguiente, ¡cielo santo!, apareció colgado de ese árbol, expuesto a las miradas de todo el pueblo, o eso creí.

Se chupó la mano, tan desconsolado, que Candy se rió y le dio un beso.

Así que como ya había izado mi bandera a partir de entonces, y hasta el día de hoy, he creído que lo mejor sería hacer honor a mi reputación de devoto amante y lo juro por Dios: esa criatura de nueve años que conocí en mi juventud es la responsable de todo.

Dejamos la casa atrás. McMurphy bostezó e hizo un guiño.

– Me enseñó a amar, bendita sea la muy puta.

Luego -mientras seguía parloteando-, las luces traseras de un coche que pasaba iluminaron su rostro y en el parabrisas se reflejó una expresión que sólo había podido ver la luz porque él suponía que ninguno de los que íbamos en el coche la vería en la oscuridad, una expresión terriblemente fatigada y tensa y enloquecida, como si apenas le quedara tiempo para algo que tenía que hacer…

Mientras su reposada, amable voz iba haciendo don de su vida para que pudiéramos hacerla nuestra, un jovial pasado lleno de diversiones infantiles, compañeros de juerga, adorables mujeres y peleas de bar por mezquinos honores… para que todos pudiéramos soñarlo como nuestro.

TERCERA PARTE

La Gran Enfermera empezó a poner en práctica su próxima maniobra el día después de la excursión de pesca. Se le había ocurrido la idea hablando con McMurphy el día anterior, cuando le preguntó cuánto dinero había ganado con esa expedición y otras actividades por el estilo. Se había pasado la noche dándole vueltas a la idea, examinándola desde todos los puntos de vista hasta quedar plenamente convencida de que no podía fallar, y al día siguiente fue sembrando insinuaciones que pronto originarían un rumor que ya habría cobrado plena forma antes de que ella hubiera pronunciado ni media palabra al respecto.

Sabía que la gente es como es y antes o después comienza a sospechar de los que parecen dar más de lo habitual, de los Reyes Magos, los misioneros y los filántropos que dan dinero para las buenas causas, y empiezan a preguntarse: ¿Y ellos qué ganan con eso? Sonríen de soslayo cuando el joven abogado, pongamos por caso, ofrece un saco de almendras a los niños de la escuela del distrito -antes de iniciarse las elecciones, el muy pícaro- y murmuran que Ése no engaña a nadie.

Sabía que los muchachos no tardarían mucho en preguntarse cuál sería el motivo, ahora que ha salido el tema, de que McMurphy dedicara tanto tiempo y energías a la organización de expediciones de pesca, juegos de lotería y partidos de baloncesto. ¿Qué le impulsaba a ir siempre en busca de algo nuevo cuando todos los demás de la galería siempre se habían contentado con pasar el rato jugando al pinacle o leyendo las revistas del año pasado? ¿Cómo se explicaba que ese tipo, ese irlandés pendenciero llegado de un correccional donde había estado cumpliendo condena por juego fraudulento y agresión, se atara un pañuelo a la cabeza, canturreara como un adolescente, y se pasara sus dos buenas horas haciendo el papel de chica y enseñando a bailar a Billy Bibbit, entre los aplausos de todos los Agudos de la galería? ¿Y cómo se explicaba que un bribón experimentado como él -un viejo jugador profesional, un artista de carnaval, un refinado apostador- corriera el riesgo de prolongar su permanencia en el manicomio enemistándose más y más con la mujer que tenía la última palabra en cuanto a quién era dado de alta y quién no?