El viento amainó y el sol se hizo más fuerte y empezó a prestar un brillo cromado a toda la mitad oriental de las grandes olas verdes. George enfiló el barco directamente mar adentro, a toda marcha, y los muelles y el almacén se fueron perdiendo de vista a nuestras espaldas.

Los chicos habían estado charlando con excitación de nuestro acto de piratería, pero al cabo de poco rato todos se callaron. La puerta del camarote se abrió una vez más lo suficiente para que una mano empujara fuera una caja de cerveza, y Billy nos abrió una a cada uno con un abridor que encontró entre los aparejos. Empezamos a beber y contemplamos la tierra que se iba hundiendo detrás de nosotros.

Cuando estábamos aproximadamente una milla mar adentro, George aminoró la marcha a lo que él llamaba ritmo de pesca, apostó a cuatro tipos en las cuatro cañas situadas en la popa, y los demás nos tendimos al sol sobre el camarote o el puente, nos quitamos las camisas y observamos cómo los otros intentaban lanzar el anzuelo. Harding dijo que cada uno tenía que permanecer junto a la caña hasta que picara algo y luego debía cambiar de puesto con otro que aún no hubiera probado suerte. George estaba de pie junto al timón y oteaba a través del parabrisas cubierto de una costra de sal, mientras gritaba instrucciones sobre cómo manejar los carretes y los hilos y cómo poner un arenque en el anzuelo y a qué distancia y qué profundidad había que lanzar:

– Y que uno coja la caña número cuatro y le ponga doce onzas de plomo -ahora mismo os explico cómo- y vamos a por ese pez grande que hay ahí en el fondo, ¡qué caramba!

Martini corrió a mirar sobre la borda y se quedó con los ojos muy fijos en el agua, en la dirección en que se perdía su sedal.

– Oh. Oh, Dios mío -dijo, pero lo que sea que viese estaba a demasiada profundidad para los ojos de los demás.

Otras barcas deportivas faenaban junto a la costa, pero George en ningún momento dio señal de querer unirse a ellas; seguía pasándolas a todas sin parar, rumbo a alta mar.

– Ya veréis -dijo-. Iremos donde van las barcas profesionales, donde está la pesca de verdad.

Las olas iban deslizándose bajo nosotros, verde esmeralda por un lado, color cromado por el otro. Sólo se oían los estallidos y el ronroneo del motor, que se perdía y volvía a reaparecer, al compás de las olas que cubrían de agua el escape y luego volvían a dejarlo al descubierto, y el gracioso chillido desamparado de los pajarillos negros que se preguntaban el camino unos a otros. Aparte de eso, silencio. Unos dormían y otros miraban el agua. Llevábamos casi una hora avanzando a marcha lenta cuando la punta de la caña de Sefelt se arqueó y tocó el agua.

– ¡George! ¡George, por Dios, échame una mano!

George no quiso ni tocar la caña; sonrió y le dijo a Sefelt que soltara sedal y que levantara la punta, que la levantara, ¡y que le diera fuerte a ese bribón!

– ¿Y si tengo un ataque? -chilló Sefelt.

– Pues, mira, te colgaremos de un anzuelo y te usaremos como cebo -dijo Harding-. Vamos, dale fuerte a ese bribón, como te ha dicho el capitán, y no te preocupes del ataque.

El pez relució bajo el sol a unos diez metros de la barca, un surtidor de escamas plateadas, a Sefelt se le saltaban los ojos y el espectáculo del pez le entusiasmó tanto que soltó la caña y el sedal golpeó contra la barca como si fuera una goma elástica.

– ¡Levántala, te he dicho! Le estás ayudando a zafarse, ¿no lo ves?, tienes que levantar la punta… ¡levántala más! Habías atrapado una buena pieza, caramba.

Sefelt tenía la mandíbula blanca y temblorosa cuando por fin le cedió la caña a Fredrickson.

– De acuerdo… ¡pero si coges un pez con un anzuelo en la boca, es mío!

Yo estaba tan excitado como los demás. No había pensado pescar, pero después de ver cómo se debatía el salmón, tenso como el acero en el extremo del sedal, bajé del techo del camarote, me puse la camisa e hice cola junto a una caña.

Scanlon empezó a recoger apuestas a ver quién cogía el pez más grande y quién atrapaba al primero, veinte centavos cada uno que quisiera tomar parte, y casi no había tenido tiempo de meterse el dinero en el bolsillo cuando Billy sacó un extraño objeto que parecía un sapo de dos kilos lleno de espinas como un puercoespín.

– Eso no es un pescado -dijo Scanlon-. No puedes cobrar por eso.

– Ta-ta-tampoco es un pa-pa-pájaro.

– Eso es un bacalao ling -nos dijo George-. Resulta sabroso cuando se le han quitado las espinas.

– Lo ves. Es un pescado. P-p-p-págame.

Billy me cedió su caña, cogió su dinero, fue a sentarse junto al camarote donde estaba McMurphy con la chica y se quedó mirando la puerta cerrada con aire pensativo.

– Me gu-gu-gu-gustaría que hubiera cañas para todos -dijo, con la espalda apoyada contra la pared del camarote.

Me senté, cogí la caña y observé cómo desaparecía el sedal bajo la estela. Olfateé el aire y sentí cómo las cuatro latas de cerveza que me había tomado provocaban cortocircuitos en docenas de cables de mi cuerpo; a nuestro alrededor, las crestas plateadas de las olas relucían y centelleaban al sol.

George nos gritaba que miráramos allá lejos, que allí estaba justo lo que andábamos buscando. Me incliné para echar un vistazo, pero sólo vi un gran tronco que flotaba a la deriva y muchas gaviotas que revoloteaban y se zambullían junto al tronco, cual hojas negras en medio de un torbellino. George aumentó un poco la marcha y puso proa hacia el punto donde revoloteaban los pájaros y con la velocidad de la barca mi sedal se balanceaba de tal modo que hubiera resultado imposible identificar una picada.

– Esos pájaros, esos cormoranes están persiguiendo un banco de «peces vela» -nos explicó George desde el timón-. Son unos pececitos blancos del tamaño de un dedo. Si se secan luego arden igualito que una vela. Son un buen alimento para los otros peces. Y podéis apostar que si encontráis un banco de estos «peces vela» también encontraréis unos cuantos salmones plateados en pleno banquete.

Se metió de lleno entre los pájaros, esquivó el tronco, y de pronto las suaves laderas cromadas se resquebrajaron a nuestro alrededor con las zambullidas de los pájaros y las carreras de los pececillos y en medio de todo esto se veía surcar de vez en cuando el dorso azul plateado del salmón. Observé que uno de los lomos en forma de torpedo cambiaba de rumbo y se dirigía claramente hacia un punto situado a unos diez metros de la punta de mi caña, justo donde debía estar mi arenque. Tensé los brazos, con el corazón palpitante, y entonces sentí el tirón en los dos brazos como si alguien hubiera golpeado la caña con un mazo y mi sedal salió disparado del carrete bajo mi pulgar enrojecido como si estuviera lleno de sangre.

– ¡Arrastra, arrastra! -me gritó George, pero yo no entendía nada de eso, por lo que seguí apretando el sedal con el pulgar hasta que aquél recuperó su color amarillo y luego, poco a poco, se detuvo. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que las otras tres cañas también se agitaban como la mía, y todos los chicos bajaban excitados del techo del camarote y se esforzaban por metérsenos entre las piernas.

– ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Levanta la punta! -seguía gritando George.

– ¡McMurphy! Ven a ver esto.

– Que Dios te bendiga Fred, ¡has cogido mi pescado!

– ¡McMurphy, necesitamos ayuda!

Oí la risa de McMurphy y, por el rabillo del ojo, lo vi de pie en la puerta del camarote, aparentemente sin la menor intención de hacer nada, y mi pescado me tenía demasiado ocupado para entretenerme pidiéndole ayuda. Todos le gritaban que hiciera algo, pero seguía inmóvil. Hasta el doctor, que tenía la caña de profundidad, le pidió auxilio. Y McMurphy no hacía más que reír. Finalmente Harding comprendió que no haría nada, por lo que cogió el bichero e izó mi pescado con gesto preciso y airoso como si lo hubiera hecho toda la vida. Es tan grande como mi pierna, pensé, ¡como un pilar! Nunca cogimos uno tan grande en la cascada, pensé. ¡No para de saltar en el fondo de la barca como un arco iris embravecido! Nos salpica de sangre y esparce escamas que parecen pequeñas monedas de plata, y temo que pueda saltar por la borda. McMurphy se niega a prestarnos ninguna ayuda. Scanlon agarra el pez y lo reduce por la fuerza para impedir que salte otra vez al mar. La chica sube corriendo a cubierta y grita que le toca a ella, qué carajo, y me quita la caña de las manos y me clava tres veces el anzuelo mientras intento atarle un arenque.