– No le dé más vueltas. Se lo dije claramente en la carta. Si no trae un volante que me exima de toda responsabilidad ante las autoridades competentes, no pienso salir -la cabeza esférica giró en la torre blindada de su jersey, apuntando el cigarro en dirección a nuestro grupo-. Fíjese en eso. Una pandilla como ésa en alta mar, sería capaz de saltar por la borda como ratas. Los familiares podrían demandarme y quedarse todo lo que tengo en concepto de indemnización. No puedo correr ese riesgo.

McMurphy le explicó que la otra chica tenía que haber arreglado los papeles en Portland. Uno de los tipos que estaba recostado en el almacén gritó:

– ¿Qué otra chica? ¿Es que Rubiales no es capaz de ocuparse de todo el grupo?

McMurphy no le prestó la menor atención y continuó discutiendo con el capitán, pero se notaba que la chica estaba molesta. Los hombres junto al almacén no dejaban de mirar mientras se susurraban cosas por lo bajo. Todo nuestro grupo lo advirtió, incluido el doctor, y nos avergonzamos de no hacer nada. Ya no éramos la pandilla de bravucones que había actuado tan gallardamente en la gasolinera.

McMurphy dejó de discutir cuando comprendió que no lograría convencer al capitán y se volvió un par de veces, mientras se pasaba la mano por los cabellos.

– ¿Cuál es la barca que tenemos alquilada?

– Es ésta. La Alondra. Nadie pondrá ni un pie en ella hasta que tenga ese papel. Nadie.

– No tengo el propósito de alquilar una barca para pasarme el día contemplando como se balancea junto al muelle -dijo McMurphy-. ¿Tiene un teléfono en su almacén? Vamos a ver si conseguimos aclarar este asunto.

Subieron los peldaños a grandes zancadas hasta llegar a la plataforma sobre la que se alzaba el almacén y desaparecieron por la puerta, dejándonos solos en un apretado grupo, mientras la pandilla de mirones seguía mirando, haciendo comentarios y riendo por lo bajo y dándose golpecitos en la espalda. El viento agitaba las barcas y las golpeaba contra los húmedos neumáticos que colgaban del muelle con un sonido que parecía que también se burlaba de nosotros. El agua reía cantarina bajo las tablas y el rótulo que colgaba sobre la puerta del almacén con las palabras «CONTRATACIÓN DE MARINEROS – CAPITÁN BLOCK» crujía y rechinaba cuando el viento lo balanceaba en sus oxidados ganchos. Los mejillones adheridos a las pilastras, a un metro de la superficie del agua, en la línea de la marea alta, silbaban y chasqueaban bajo el sol.

El viento se había tornado frío y perverso y Billy Bibbit se quitó la chaqueta verde y se la ofreció a la chica; ella se la puso encima de su fina camisetita. Uno de los mirones no dejaba de gritar: – ¿Eh, Rubiales, te gustan esos pájaros?- Tenía los labios de color de riñón y bajo los ojos se veían unas líneas azuladas donde el viento había incrustado las venas en la piel. – Eh, Rubiales -gritaba con voz aguda y cansada-, eh, Rubiales… eh, Rubiales… eh, Rubiales…

Nos apretamos unos contra otros para protegernos del viento.

– Dime, Rubiales, ¿por qué te han encerrado a tí!

– Uf, no está encerrada, Perce, ¡forma parte del tratamiento!

– ¿Es cierto eso, Rubiales? ¿Te han contratado como parte del tratamiento? ¿Eh, Rubiales?

Ella levantó la cabeza y nos miró con unos ojos que parecían preguntar dónde estaba la pandilla de matones que había visto antes y por qué no salíamos en su defensa. Nadie reaccionó ante la mirada. Toda nuestra valentía acababa de desaparecer por aquellas escaleras con un brazo sobre los hombros del capitán calvo.

Ella se subió el cuello de la chaqueta, se la cerró sujetándola con ambas manos y se alejó tanto como pudo de nosotros, en dirección al otro extremo del muelle. Nadie la siguió. Billy Bibbit tembló bajo el frío aire y se mordió el labio. Los tipos del almacén volvieron a murmurar algo y soltaron una nueva carcajada.

– Pregúntaselo, Perce… vamos.

– Eh, Rubiales, ¿les hiciste firmar un papel eximiéndote de toda responsabilidad? Tengo entendido que la familia podría demandarte si uno de esos chicos se cayera y se ahogase mientras estaba a bordo. ¿No lo habías pensado? Te convendría más quedarte aquí con nosotros, Rubiales.

– Ya lo creo, Rubiales, mi familia no te demandará. Te lo prometo. Quédate con nosotros, Rubiales.

Me pareció sentir el agua en los pies, mientras el muelle se hundía en la bahía bajo el peso de nuestra vergüenza. No podíamos estar fuera con la gente. Quería que McMurphy regresara y les dijera cuatro frescas a esos tipos, como se merecían, y luego nos llevara de vuelta al lugar que nos correspondía.

El hombre de los labios color riñón cerró su navaja, se puso de pie, se sacudió las virutas de madera del pantalón y bajó las escaleras.

– Vamos, Rubiales, ¿qué haces tú con todos estos locos?

Ella se volvió y lo miró desde el otro extremo del muelle, luego nos observó a nosotros, y era fácil adivinar que estaba considerando la posibilidad de aceptar la invitación, cuando se abrió la puerta del almacén y McMurphy pasó rozando a todo el grupo y bajó las escaleras.

– Arriba, marineros, ¡todo está arreglado! Todo está perfectamente claro y hay carnada y cerveza a bordo.

Le dio una palmada a Billy en el trasero y comenzó a soltar las amarras.

– El Viejo Capitán Block sigue pegado al teléfono, pero nos iremos en cuanto aparezca. George, a ver si eres capaz de calentar ese motor. Scanlon, tú y Harding desatad esa cuerda. ¡Candy! ¿Qué haces ahí? Date prisa, cariño, nos vamos.

Nos abalanzamos hacia la barca, contentos de que algo nos permitiera alejarnos de la fila de mirones. Billy cogió a la chica de la mano y la ayudó a subir a bordo. George canturreaba en el puente frente al panel de mandos mientras iba indicándole a McMurphy los botones que debía girar o apretar.

– Síi, a estas barcas, nosotros las llamábamos «vomitaderas» -le explicó a McMurphy-, son tan fáciles de conducir como un automóvil.

El doctor titubeó un momento antes de embarcarse y contempló el grupo de mirones que se agolpaba junto a las escaleras, frente el almacén.

– Randle, no sería mejor esperar… a que el capitán…

McMurphy lo agarró por las solapas y lo tiró directamente del muelle a la barca como si fuese un niño.

– Síi, Doc -dijo-, ¿esperamos a que el capitán qué?- Se puso a reír como si estuviera borracho, mientras parloteaba muy excitado y nervioso. -¿Esperamos a que salga el capitán y nos diga que el número de teléfono que le he dado es el de una casa de citas de Portland? Ya lo creo. ¡Vamos, George, maldito seas; ocúpate de esos aparatos y sácanos de aquí! ¡Sefelt! Suelta esa cuerda, venga. George, vamos.

El motor tosió y se paró en seco, volvió a toser como si quisiera despejarse la garganta y luego rugió a todo pulmón.

– ¡Yupii! Allá vamos. Échale carbón, George, ¡todos preparados para rechazar cualquier abordaje!

La barca desprendió un chorro de humo blanco y agua, y entonces se abrió de golpe la puerta del almacén y apareció la cabeza del capitán, que se lanzó escaleras abajo como si arrastrara su cuerpo y el de los otros ocho tipos. Todos bajaron al muelle como un rayo y se detuvieron al borde de la espuma que comenzó a bañarles los pies, mientras George enfilaba la barca camino de alta mar; el mar era nuestro.

Un súbito bandazo de la barca había arrojado a Candy de rodillas, y Billy se inclinó a ayudarla, al mismo tiempo que se excusaba por su comportamiento en el muelle. McMurphy bajó del puente y preguntó si los dos tenían ganas de que los dejaran solos para charlar de los viejos tiempos, y Candy miró a Billy y éste no tuvo más remedio que mover la cabeza y tartamudear. McMurphy dijo que, en ese caso, lo mejor sería que él y Candy bajasen a ver si había algún boquete y que los demás ya nos las arreglaríamos solos por un rato. Se detuvo junto a la puerta que conducía al camarote, guiñó un ojo y nombró capitán a George, y a Harding segundo de a bordo, y dijo: «No os preocupéis, amigos», y desapareció tras la chica.