Corrió directamente hacia la ventana donde estaba apostado McMurphy tras la tela metálica, introdujo los dedos en la rejilla y se apretó contra ella. La carrera la había hecho jadear y cada vez que respiraba parecía que fuera a estallar la tela metálica. Lloriqueó un poco.

– McMurphy, oh, maldito McMurphy…

– Tranquila. ¿Dónde está Sandra?

– Tiene problemas, chico, no puede venir. Pero tú, maldita sea, ¿estás bien?

– ¡Tiene problemas!

– La verdad es que… -la chica se sonó la nariz y soltó una risita-…la pobre Sandra se ha casado. ¿Te acuerdas de Artie Gilfillian, de Beaverton? ¿El que siempre se presentaba en las fiestas con alguna cosa asquerosa en el bolsillo, una culebra o un ratón blanco o algo por el estilo? Un perfecto maníaco…

– ¡Oh, válgame Dios! -masculló McMurphy-. ¿Y cómo voy a meter a diez tipos en un solo cochino Ford, Candy, cariño? ¿Cómo creen que voy a arreglármelas Sandra y esa culebra de Beaverton?

La chica parecía pensar una respuesta cuando el altavoz dio un chasquido y la voz de la Gran Enfermera anunció a McMurphy que si deseaba hablar con su amiga lo mejor sería que ésta se presentase en la puerta principal, como era debido, en vez de molestar a todo el hospital. La chica se apartó de la ventana y salió rumbo a la puerta principal, y McMurphy se separó de la tela metálica y se dejó caer en una silla, con la cabeza gacha.

– ¡Que me aspen! -dijo.

El negro bajito le abrió a la chica la puerta de la galería y se olvidó de echarle la llave otra vez (seguro que más tarde ello le valdría una buena regañina), y la chica avanzó ondulante por el pasillo, pasó frente a la Casilla de las Enfermeras, donde todas habían aunado esfuerzos para petrificar sus meneos con una mirada glacial colectiva, y entró en la sala de estar, seguida a pocos pasos por el doctor. Éste, que se dirigía a la Casilla de las Enfermeras con unos papeles, levantó los ojos hacia la chica, volvió a hundirlos en los papeles, luego los fijó otra vez en ella, y se puso a buscar las gafas con ambas manos.

Cuando llegó al centro de la sala de estar, la chica se detuvo, y entonces advirtió que la rodeaba un círculo de cuarenta hombres vestidos de verde con los ojos desorbitados, el silencio era tan grande que se podía oír el gruñido de las tripas y, a lo largo de la hilera de los crónicos, se oía el sonido, pop, de los catéteres al desprenderse.

Se quedó quieta un minuto, mientras buscaba a McMurphy con la mirada, y todos pudimos contemplarla a placer. Una nube de humo azul pendía del techo sobre su cabeza; creo que los aparatos sufrieron un cortocircuito en toda la galería, al querer adaptarse a su súbita aparición: hicieron sus cálculos electrónicos y descubrieron que, simplemente, no estaban preparados para encargarse de semejante fenómeno en la galería y se quemaron, como un suicidio mecánico.

Llevaba una camiseta blanca como la de McMurphy, pero mucho más pequeña, zapatillas de tenis blancas y pantalones Levis cortados más arriba de las rodillas, sería para que la sangre pudiera circular hasta sus pies, y la tela parecía muy insuficiente, teniendo en cuenta todo lo que tenía que cubrir. Un número mucho mayor de hombres debía haberla visto con bastante menos ropa, pero, dadas las circunstancias, se agitó nerviosa como una colegiala en un escenario. Nadie habló mientras la contemplábamos. Martini susurró que se veía la fecha de las monedas que tenía en el bolsillo de los Levis, tan apretados los llevaba, pues estaba más cerca y podía verla mejor que los demás.

Billy Bibbit fue el primero en levantar la voz, aunque no exactamente para emitir una palabra, sino un bajo, casi doloroso silbido que la describía mejor que cualquier frase. Ella rió y le dio las gracias, y él se puso tan encarnado que ella también se ruborizó, en señal de simpatía, y volvió a reír. Esto desencadenó una gran actividad. Todos los Agudos se acercaron e intentaron hablarle a la vez. El doctor tiró a Harding de la chaqueta, preguntándole quién era. McMurphy se levantó de su silla y se le acercó, abriéndose paso entre la muchedumbre, y cuando ella lo vio se echó en sus brazos y dijo: -McMurphy, bribón-, y luego se sintió cohibida y se ruborizó una vez más. Cuando se ruborizaba no parecía tener más de dieciséis o diecisiete años, lo juro.

McMurphy le presentó a todo el mundo y ella estrechó todas las manos. Cuando le tocó el turno a Billy, volvió a agradecerle su silbido. La Gran Enfermera se escurrió fuera de la casilla, con una sonrisa, y le preguntó a McMurphy cómo esperaba que pudiéramos meternos diez en un coche, y él preguntó si no podría tomar prestado algún coche del personal y conducir él mismo a un grupo, y ella citó una norma que lo prohibía, exactamente como todos esperábamos. Dijo que, a menos que otro conductor firmase un Formulario de Responsabilidad, la mitad de la tripulación tendría que quedarse. McMurphy le explicó que tendría que pagar cincuenta malditos dólares para cubrir la diferencia; tendría que devolverles el dinero a los que no fueran.

– Entonces tal vez lo mejor será anular esa excursión -dijo la enfermera-, y reembolsar todo el dinero.

– Ya he alquilado el barco; ¡el tipo ya ha cobrado setenta dólares!

– ¿Setenta dólares? No me diga… Creí haberle oído decir a los pacientes que tenía que recoger cien dólares, más diez que pondría usted, para financiar la excursión, señor McMurphy.

– Pensaba pagar la gasolina para el viaje de ida y vuelta.

– Pero, eso no suma treinta dólares, ¿verdad?

Le lanzó una sonrisa, toda amabilidad, mientras esperaba su respuesta. Él levantó las manos al cielo y miró al techo.

– Vaya, no se le escapa ni una, señorita Fiscal del Distrito. Desde luego, pensaba guardarme lo que sobrase. No creo que los chicos le dieran ninguna importancia. Supuse que podía cobrarme todas las molestias…

– Pero sus planes han fallado -dijo ella. Seguía sonriéndole, toda simpatía-. No puede triunfar en todas sus pequeñas especulaciones, Randle, y, a decir verdad, creo que sus éxitos ya han sido más que suficientes -se quedó pensando en algo de lo que no me cabía la menor duda que volveríamos a oír hablar-. Sí. No hay un Agudo en la galería que no le haya firmado un pagaré en uno u otro momento, en pago de algún «trato» de los suyos, ¿no cree, pues, que esta pequeña derrota tampoco resulta tan terrible?

Y entonces se interrumpió en seco. Advirtió que McMurphy ya no la escuchaba. Estaba observando al doctor. Y el doctor estaba admirando la camiseta de la rubia como si no existiese nada más en el mundo. La sonrisa alicaída de McMurphy se transformó y le inundó la cara al ver el trance del doctor, se encasquetó la gorra, se plantó a su lado de un par de zancadas y le dio un sobresalto al ponerle la mano en el hombro.

– Por todos los santos, doctor Spivey, ¿ha visto alguna vez cómo se debate el salmón en el anzuelo? Uno de los espectáculos más fascinantes de los siete mares. Dime. Candy preciosa, te gustaría explicarle al doctor todo lo de la pesca de altura y demás…

Entre los dos, McMurphy y la chica no tardaron ni dos minutos en convencer al doctorcito que cerró su oficina y reapareció por el pasillo, embutiendo papeles en una cartera.

– Puedo resolver un montón de papeleo en el barco – le explicó a la enfermera y pasó de largo a toda prisa, sin darle tiempo a responder, y el resto de la tripulación salió tras él, más lentamente, lanzando sonrisas a la enfermera que se había quedado de pie junto a la puerta de la casilla.

Los Agudos que no venían se agolparon en la puerta de la sala de estar, diciéndonos que no trajéramos la pesca hasta que estuviera limpia, y Ellis libró las manos de los clavos que lo sujetaban a la pared, estrechó la de Billy Bibbit y le dijo que se portara como un pescador de hombres.

Y Billy, con los ojos fijos en las chinchetas de latón de los Levis de la chica que en ese momento salía de la sala de estar, guiñó un ojo y le dijo a Ellis que se fuera al diablo con esas tonterías de pescar hombres. Se reunió con los demás en la puerta y el negro bajito nos dejó pasar, echó la llave, y salimos al exterior.