Se rió solo un rato, recordando lo sucedido, luego volvió la cabeza en la almohada y me miró.

– Me pregunto si también estarás esperando que llegue el momento propicio para cantarles las cuarenta, Jefe.

– No -le dije-. Sería incapaz de hacerlo.

– ¿Incapaz de darles su merecido? Es más fácil de lo que crees.

– Tú eres… mucho más alto, más fuerte, que yo -musité.

– ¿Cómo dices? No te he oído bien, Jefe.

Tragué un poco de saliva con gran esfuerzo.

– Eres más alto y más fuerte que yo. Tú, sí podrías hacerlo.

– ¿Yo? ¿Estás de broma? Cáspita, mírate: le pasas una cabeza a cualquier hombre de la galería. No hay ni un tipo aquí al que no puedas darle mil vueltas, ¡es la pura verdad!

– No. Soy demasiado esmirriado. Antes era alto, pero ya no lo soy. Tú abultas el doble que yo.

– Vamos, ¿estás loco o qué? Lo primero que vi al entrar en este lugar fue tu figura, sentado en esa silla, imponente como una maldita montaña. Te lo digo en serio, he vivido en Klamath, en Texas y Oklahoma y en toda la región de Gallup, y te puedo jurar que eres el indio más alto que he visto en mi vida.

– Soy del desfiladero del Columbia -dije, y él se quedó esperando que continuase-. Mi Papá era un verdadero Jefe y se llamaba Tee Ah Millatoona. Su nombre significa El-Pino-Más-Alto-de-la-Montaña, y no vivíamos en una montaña. Era terriblemente alto cuando yo era niño. Mi madre llegó a doblarle en estatura.

– Debiste tener una mamá gigantesca. ¿Cómo era de alta?

– Oh… muy, muy alta.

– Quiero decir, ¿cuánto medía?

– ¿Cuánto medía? Un tipo que vino al carnaval le echó un vistazo y dijo que debía medir un metro setenta y que pesaba unos cincuenta y cinco kilos, pero eso fue porque acababa de verla. Aumentaba constantemente de tamaño.

– ¿Síi? ¿Como cuánto?

– Llegó a ser más grande que Papá y yo juntos.

– ¿De pronto un día empezó a crecer, en? Bueno, siempre se aprende algo: jamás oí hablar de una mujer india a la que le ocurriera algo parecido.

– No era india. Era una mujer de la ciudad, de Los Rápidos.

– ¿Y cómo se llamaba? ¿Bromden? Ya, ahora comprendo, un momento -se quedó reflexionando un instante y luego dijo-: ¿Y las mujeres de la ciudad que se casan con un indio han hecho una mala boda, eh? Síi, creo que ya comprendo.

– No. No fue sólo ella quien le hizo empequeñecer. Todos se lanzaron sobre él porque era alto y fuerte y no quería ceder y hacía lo que le venía en gana. Todos se confabularon contra él, igual que aquí se han confabulado contra ti.

– ¿Quiénes, Jefe? -preguntó en voz muy baja, repentinamente preocupado.

– El Tinglado. Lo estuvo acosando durante años. Era grande y fuerte y fue capaz de resistir durante cierto tiempo. Querían que habitásemos en viviendas controladas. Querían quitarnos las cascadas. Incluso se habían infiltrado en la tribu y lo acosaban. En la ciudad, lo apalearon en un callejón y una vez le cortaron el pelo. Oh, el Tinglado es grande… enorme. Se resistió largo tiempo, hasta que mi madre le empequeñeció tanto que ya no fue capaz de seguir luchando y se rindió.

Después de oír estas palabras McMurphy permaneció un largo rato callado. Luego se incorporó, apoyándose en el codo, volvió a mirarme y preguntó por qué le habían pegado en un callejón y yo le dije que para hacerle comprender que le esperaban cosas aún peores si no firmaba los papeles y lo cedía todo al gobierno.

– ¿Qué querían que cediera al gobierno?

– Todo. La tribu, el poblado, las cataratas…

– Ahora lo recuerdo; estás hablando de las cataratas donde los indios solían pescar salmón con arpón… hace ya mucho tiempo. Síi. Pero si no recuerdo mal a la tribu le pagaron una gran cantidad de dinero.

– Eso es lo que le dijeron. Él les replicó: ¿Cuánto vale la forma de vida de un hombre? ¿Cuánto vale su manera de ser? No lo entendieron. Ni en la tribu lo comprendieron. Vinieron todos a nuestra puerta, con todos aquellos billetes en la mano, y querían que les dijera qué debían hacer. Le pidieron que les invirtiera el dinero, o que les dijera dónde podían ir, o que comprase una granja. Pero ya se había empequeñecido demasiado. Y se había vuelto demasiado borracho, también. El Tinglado lo había destrozado. Derrotan a todo el mundo. También te derrotarán a ti. No pueden permitir que alguien tan grande como Papá ande suelto por ahí, a menos que sea uno de ellos. Es fácil comprobarlo.

– Síi, supongo que sí.

– Por eso no debías haber roto esa ventana. Ahora han comprendido que eres grande. Ahora tendrán que domarte.

– ¿Cómo se doma un mustang, eh?

– No, no, escucha. No te doman de ese modo; ¡te atacan por donde no puedes defenderte! ¡Te meten cosas dentro! Te instalan cosas. En cuanto comprenden que vas a ser un gran tipo se ponen manos a la obra y te incorporan sus asquerosos mecanismos desde que eres niño, ¡y no paran hasta que consiguen programarte!

– No te excites, amigo; sssst.

– Y si te resistes, te encierran en algún lugar y te meten en vereda…

– Tranquilo, Jefe, tranquilo. Cálmate un poco. Te han oído.

Se acostó y permaneció muy quieto. Advertí que mi cama estaba caliente. Hasta mis oídos llegaba el roce de las suelas de caucho del negro que se aproximaba con una linterna para comprobar qué era ese ruido. No nos movimos hasta que se marchó.

– Al final sólo bebía -susurré. No podía dejar de hablar, no hasta haberle contado todo lo que pensaba sobre el asunto-. Y la última vez que le vi corría a ciegas entre los cedros, a causa de la bebida, y comprobé que cada vez que se llevaba la botella a la boca, no era él quien chupaba de la botella, sino la botella que le succionaba a él, hasta que se quedó tan encogido, arrugado y amarillento que ni los perros le reconocían, y tuvimos que sacarlo de los cedros, en una camioneta, y llevárnoslo a un lugar de Portland, donde murió. No digo que maten a la gente. A él no lo mataron. Le hicieron otra cosa.

Me había entrado un sueño terrible. No quería seguir hablando. Intenté recordar lo que había estado diciendo y me pareció que no era lo que quería decir.

– He estado hablando como un loco, ¿verdad?

– Síi, Jefe… – se dio la vuelta en la cama-…has estado hablando como un loco.

– No es lo que quería decir. Me cuesta decirlo todo. Parece una insensatez.

– No he dicho que sea una insensatez, Jefe, sólo he dicho que así hablan los locos.

Después permaneció tanto rato callado que creí que se había dormido. Quería darle las buenas noches. Lo miré y se había vuelto de espaldas a mí. Tenía el brazo fuera del embozo y vislumbré con dificultad los haces y los ochos del tatuaje. Es grande, pensé, un brazo grande como eran los míos cuando jugaba al rugby. Deseaba extender la mano y tocarle el tatuaje, para comprobar si seguía vivo. Está terriblemente quieto, me dije, debería tocarlo para comprobar si aún vive…

Es mentira. Sé que vive. No es por eso que quiero tocarlo.

Quiero tocarlo porque es un hombre.

También es mentira. Hay otros hombres aquí. Podría tocarlos a ellos.

¡Quiero tocarlo porque soy un marica de esos!

Pero también es mentira. Un temor encubre al otro. Si fuese un marica querría hacer otras cosas con él. Sólo quiero tocarlo porque es quien es.

Pero cuando estaba a punto de tender la mano hacia su brazo, me dijo:

– Oye, Jefe -y se volvió en la cama, dio un tirón a las mantas y se me quedó mirando-. Oye, Jefe, ¿por qué no vienes de pesca con nosotros mañana?

No respondí.

– Vamos, ¿qué te parece? Yo me ocuparé de que lo pasemos en grande. ¿Has oído hablar de esas dos tías mías que van a venir a buscarnos? Bueno, no son tías, ni mucho menos; son dos bailarinas y busconas de Portland que yo conozco. ¿Qué te parece?

Le dije que yo era uno de los de Beneficencia.

– ¿Eres qué?

– No tengo ni un centavo.

– Oh -dijo-. Ya; no había pensado en eso.