No quería marcharme todavía, porque ella parecía demasiado segura; parecía estar esperando un nuevo asalto y en ese caso yo quería estar presente. Y una mañana, cuando McMurphy ya llevaba tres semanas fuera, ella jugó su última baza.

Se abrió la puerta de la galería y los negros entraron una camilla con un cartel a los pies que decía en grandes letras negras, mcmurphy randle. P. postoperatorio. Y debajo habían escrito con tinta, lobotomía.

Lo condujeron a la sala de estar y lo dejaron contra la pared, junto a los Vegetales. Nos agrupamos a los pies de la camilla, leímos el cartel; y luego miramos al otro extremo, hacia la cabeza hundida en la almohada, una mata de cabellos rojos sobre un rostro blanco como la leche, a excepción de los intensos morados en torno a los ojos.

Tras un silencio, Scanlon se volvió y escupió en el suelo.

– Aaah, pero qué pretende ahora esa vieja bruja, por todos los demonios. Ése no es él.

– No se parece nada a él -dijo Martini.

– ¿Creerá que somos imbéciles?

– Oh, es un buen trabajo, sin embargo -comentó Martini, que se había acercado a la cabeza y la señalaba mientras iba hablando-. ¡Fijaos! Le han puesto la nariz rota y su curiosa cicatriz… y también las patillas.

– Ya, ya -gruñó Scanlon-, ¡pero, cielos!

Yo me abrí paso para situarme junto a Martini.

– Claro, pueden hacer cosas como cicatrices y narices rotas -dije-. Pero no pueden reproducir su expresión. Este rostro no dice nada. Es igual que uno de esos muñecos de los grandes almacenes, ¿no te parece, Scanlon?

Scanlon volvió a escupir.

– Exactamente. Todo resulta, cómo diría yo, demasiado vacío. Salta a la vista.

– Fijaos -comentó uno de los pacientes que había retirado la sábana-, tatuajes.

– Claro -dije yo-, pueden imitar los tatuajes. ¿Pero los brazos, huh? ¿Los brazos? No podrían imitarlos. ¡Sus brazos eran grandes!

Scanlon, Martini y yo nos pasamos el resto de la tarde ridiculizando lo que Scanlon llamaba el roñoso doble de pacotilla, allí tendido en la camilla. Pero, a medida que fueron pasando las horas y comenzó a bajarle la hinchazón en torno a los ojos, advertí que cada vez eran más los muchachos que se acercaban a mirar aquella figura. Los veía pasar a su lado, fingiendo que se dirigían al estante de las revistas o a la fuente, para poderle echar un vistazo a aquel rostro. Los observé e intenté adivinar qué habría hecho él. Sólo estaba seguro de una cosa: él no hubiera permitido que un monigote como ése permaneciera allí, en la sala de estar, con una etiqueta con su nombre, durante veinte o treinta minutos, para que la Gran Enfermera pudiera señalarlo como ejemplo de lo que les puede ocurrir a los que desafían al sistema. De eso estaba seguro.

Aquella noche esperé hasta que los ruidos del dormitorio me dijeron que todos dormían y hasta que los negros cesaron sus rondas. Luego volví la cabeza en la almohada para observar la cama contigua a la mía. Llevaba horas escuchando la respiración, desde que habían traído la camilla y le habían izado sobre la cama, había estado escuchando cómo trastabillaban y se detenían los pulmones, para luego reanudar la marcha, y mientras escuchaba abrigaba la esperanza de que se detuvieran de una vez para siempre; pero, todavía no le había mirado.

Una luna fría brillaba a través de la ventana e inundaba el dormitorio de una luz como leche descremada. Me senté en la cama y mi sombra se proyectó sobre el cuerpo, y pareció como si lo hubiera partido en dos entre las caderas y los hombros, dejando sólo un espacio negro. La hinchazón en torno a los ojos había disminuido bastante y los tenía abiertos; miraban directamente a la luz de la luna, redondos y sin sueños, vidriosos de tanto permanecer abiertos sin parpadear, hasta que parecieron fusibles quemados. Me incliné a coger la almohada, y los ojos enfocaron el gesto y me siguieron mientras me levantaba y avanzaba el par de pasos que separaban nuestras camas.

El cuerpo grande, tenaz, se aferró a la vida. Se debatió largo rato para impedir que se la arrebatase, se agitó tanto que, al fin, tuve que tenderme sobre él cuan largo era y aprisionar entre las mías las piernas que pataleaban, mientras le hundía la almohada en la cara. Permanecí lo que me parecieron días tendido sobre su cuerpo. Hasta que dejó de moverse. Hasta que se quedó quieto un rato, volvió a estremecerse y luego nuevamente se calmó. Entonces bajé de la cama. Cogí la almohada y bajo la luz de la luna pude ver que la expresión no había variado un ápice, que seguía conservando aquella mirada vacía, perdida, incluso después de asfixiado. Alargué los pulgares, le bajé los párpados y los mantuve en esa posición hasta que así se quedaron. Luego volví a tenderme en mi cama.

Permanecí así un rato, con las mantas sobre la cabeza, y creí que no había hecho ruido, pero el siseo de Scanlon desde su cama me comunicó que no era así.

– Tranquilo, Jefe -dijo-. Tranquilo. No pasa nada.

– Cállate -susurré-. Duérmete ya.

Durante un rato todo quedó en silencio; luego volví a oír su siseo y me preguntó: -¿Todo ha acabado?

Le dije que sí.

– Cielos -exclamó entonces-, ella se enterará. ¿Lo comprendes, verdad? Desde luego, nadie podrá demostrarlo -cualquiera podría palmarla en el postoperatorio, pasa constantemente- pero ella, ella sabrá la verdad.

No dije nada.

– Yo de ti, Jefe, me largaba con viento fresco. Sí señor. Voy a decirte una cosa. Tú te largas y yo diré que lo vi agitarse después de tu partida y así tendrás una coartada. Será lo mejor, ¿no crees?

– Oh, sí, así por las buenas. Voy y les pido que me abran esa puerta y me dejen salir.

– No. Él te enseñó una vez cómo hacerlo, si lo piensas bien. La primera semana. ¿Recuerdas?

No le respondí, y él no dijo nada más, y en el dormitorio volvió a hacerse el silencio. Permanecí tendido algunos minutos más y luego me levanté y empecé a vestirme. Cuando estuve vestido, metí la mano en la mesita de noche de McMurphy, cogí su gorra y me la probé. Era demasiado pequeña y de pronto me avergoncé de haber querido usarla. La dejé caer sobre la cama de Scanlon al salir del dormitorio. Cuando ya me iba, él dijo:

– Cuídate, amigo.

La luna, que se desliza dificultosamente entre la tela metálica de la ventana de la sala de baños, perfilaba la abultada, pesada silueta del panel de mandos, con un reflejo tan frío sobre los cromados y los indicadores, que casi podía oír el tintineo de la luz al chocar contra el metal. Inspiré profundamente, me agaché y cogí las manijas. Empecé a tensar las piernas bajo el cuerpo y sentí el enorme peso sobre los pies. Me fui levantando y oí que los alambres y las tuberías se desprendían del suelo. Apoyé el panel sobre mis rodillas y conseguí rodearlo con un brazo y meter la mano debajo. El cromo tenía un tacto frío sobre mi cuello y mi cabeza. Empujé con mis espaldas la tela metálica, luego me giré y dejé que la inercia arrastrara el panel a través de la tela metálica y de la ventana con un ruido desgarrado. El cristal se astilló bajo la luna como brillante agua fría y bautizó la tierra dormida. Jadeante, pensé durante unos segundos en la posibilidad de volver para buscar a Scanlon y a algún otro, pero entonces oí el rechinar de los zapatos negros que corrían por el pasillo y apoyé la mano en el antepecho y salí por el mismo camino que el panel, al encuentro de la luna.

Atravesé los terrenos corriendo en la misma dirección que recordaba había seguido el perro, hacia la carretera. Recuerdo que corría a grandes zancadas, y me parecía faltar un buen tramo antes de que el otro pie tocara el suelo. Me parecía volar. Era libre. Nadie se molesta en perseguir a los fugitivos, lo sabía, y Scanlon se las arreglaría para responder a cualquier pregunta referente al hombre muerto… no tenía por qué correr así. Pero no me detuve. Corrí muchas millas antes de interrumpir la marcha para subir a la carretera.