– Buenos días, señorita Ratched -dijo Billy, sin ni siquiera hacer el gesto de levantarse y abrocharse el pijama. Cogió la mano de la chica y sonrió-. Ésta es Candy.
La lengua de la enfermera cloqueó en su garganta.
– Oh, Billy, Billy, Billy… estoy tan avergonzada de ti.
Billy aún no estaba lo suficientemente despierto para responder gran cosa a sus reproches y la chica buscaba las medias bajo el colchón, con movimientos lentos y cálidos, después del buen sueño. En un momento determinado interrumpió su soñolienta búsqueda, levantó los ojos y sonrió en dirección a la glacial figura de la enfermera, allí, de pie, con los brazos cruzados, después se palpó para comprobar si tenía el jersey abrochado y luego volvió a tirar de la media, atrapada entre el colchón y las baldosas. Los dos se movían como gatos después de un hartazgo de leche caliente, desperezándose al sol; supuse que también a ellos les duraba la borrachera.
– Oh, Billy -dijo la enfermera, como si estuviera a punto de deshacerse en lágrimas de pura decepción-. Una mujer como ésta. ¡Barata! ¡Ordinaria! ¡Pintada! ¡Una…!
– ¿Cortesana? -sugirió Harding-. ¿Jezabel?
La enfermera se volvió e intentó paralizarle con la mirada, pero él continuó tan tranquilo.
– ¿No Jezabel? ¿No? -Se rascó la cabeza pensativo-. ¿Qué le parece Salomé? A lo mejor la palabra que buscaba era «dama». Bueno, sólo pretendía ayudar.
Ella volvió a encararse con Billy. Este se había concentrado en el esfuerzo de ponerse de pie. Se dio la vuelta y se puso de rodillas, con el trasero levantado como una vaca cuando se incorpora, luego estiró los brazos con las manos apoyadas, después apoyó un pie en el suelo, luego el otro y se irguió. Parecía satisfecho de haberlo conseguido, como si ni siquiera nos hubiera visto, amontonados en la puerta, chanceándonos y dándole ánimos.
El griterío y las risas se arremolinaban en torno a la enfermera. Ella paseaba la mirada de Billy y la chica a nuestro grupo que se agolpaba a sus espaldas. El rostro de plástico y esmalte se desmoronaba. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo de concentración para calmar sus temblores. Sabía que había llegado el momento. Cuando volvió a levantar los párpados, los ojos aparecieron muy diminutos e inmóviles.
– Lo que me preocupa, Billy -dijo, y advertí el cambio en su voz-, es cómo se lo tomará tu pobre madre.
Recibió la reacción que buscaba. Billy se estremeció y se llevó la mano a la mejilla como si se la hubieran quemado con ácido.
– La señora Bibbit siempre estuvo tan orgullosa de tu discreción. Lo sé. Esto será un golpe terrible para ella. Ya sabes cómo se pone cuando se altera, Billy; ya sabes cuan enferma puede ponerse la pobre mujer. Es muy sensible. Especialmente en lo referente a su hijo. Siempre hablaba de ti con tanto orgullo. Si…
– ¡Noo! ¡Noo! -Su boca se movió sin lograr emitir ni un sonido. Agitó la cabeza, en gesto de súplica-. ¡No tiene qu-qu-qu-que ha-ha-hacerlo!
– Billy, Billy, Billy -dijo ella-. Tu madre y yo somos viejas amigas.
– ¡No! -clamó él. Su voz rasgó las blancas paredes desnudas del Cuarto de Aislamiento. Levantó la mandíbula, gritándole a la luz que brillaba en el techo-. ¡N-n-no!
Nuestras risas se interrumpieron en seco. Observamos cómo Billy se dejaba caer al suelo, con la cabeza echada hacia atrás y las rodillas dobladas. Se pasaba la mano arriba y abajo por la pernera verde del pantalón. Su cabeza temblaba de terror, como un niño al que han amenazado con una azotaina en cuanto hayan cortado la vara. La enfermera le tocó en el hombro para consolarlo. El contacto lo hizo estremecer como si fuera un golpe.
– Billy, no quiero que ella piense algo así de ti… ¿pero qué debo pensar?
– N-n-no se lo di-di-di-diga, Se-se-señorita Rat-ched. No-no-no…
– Billy, tengo que decírselo. Me horroriza la idea de que hayas podido hacer algo así, pero, la verdad, ¿qué puedo pensar? Te encuentro aquí, con esa clase de mujer.
– ¡No! No lo hi-hi-hice. Estaba… -Se volvió a llevar la mano a la mejilla y se le quedó allí pegada-. Fue ella.
– Billy, esta chica no puede haberte arrastrado aquí por la fuerza. -Movió la cabeza-. Compréndelo, me gustaría pensar de otro modo… por el bien de tu madre.
La mano se deslizó mejilla abajo, dejando un rastro de largas señales rojas.
– Fue ella. -Miró a su alrededor-. ¡Y M-M-McMurphy! Él fue. ¡Y Harding! ¡Y to-to-todos los demás! ¡Se bu-bu-burlaron, me llamaron cosas!
Tenía el rostro fijo en el de ella. No miraba a uno ni otro lado, sólo directamente al frente, a la cara de la enfermera, como si allí tuviera una luz en vez de facciones, un hipnotizador reflector blanco, azul y anaranjado. Tragó saliva y esperó a que ella dijera algo, pero la enfermera no habló, estaba recuperando su pericia, su fantástica capacidad mecánica había analizado la situación y le decía que debía limitarse a callar.
– ¡Me o-o-o-obligaron! Se-señorita Ratched, me o-o-o…!
Ella apartó el reflector y el rostro de Billy se desplomó con sollozos de alivio. Le puso una mano en el cuello y atrajo su mejilla hacia su pecho almidonado, acariciándole el hombro mientras lanzaba una lenta, despectiva mirada a nuestro grupo.
– No te preocupes, Billy. No te preocupes. Nadie te hará nada más. No te preocupes. Yo se lo explicaré a tu madre.
Nos atravesó con la mirada mientras seguía hablando. Resultaba extraño oír aquella voz, suave, acariciante y cálida, en aquel rostro duro como la porcelana.
– Está bien, Billy. Ven conmigo. Puedes esperar aquí, en el despacho del doctor. No hay ningún motivo para que permanezcas en la sala de estar con estos… amigos tuyos.
Lo condujo al despacho, mientras le acariciaba la cabeza inclinada y decía: -Pobre chico, pobre chiquillo-, y nosotros fuimos emprendiendo la retirada por el pasillo, en silencio, y nos sentamos en la sala de estar sin mirarnos ni decir palabra. McMurphy fue el último en tomar asiento.
Al otro lado, los Crónicos dejaron de removerse y comenzaban a acomodarse en sus respectivos huecos. Miré a McMurphy de soslayo, procurando que no se notara demasiado. Estaba instalado en su silla del rincón, tomándose un segundo de respiro antes del inicio del próximo asalto… dentro de una larga serie de próximos asaltos. La cosa contra la que luchaba nunca podía considerarse definitivamente vencida. La única posibilidad era golpearla y golpearla, hasta que uno quedaba sin fuerzas y otro tenía que ocupar su lugar.
Se oyeron nuevos telefonazos en la Casilla de las Enfermeras y varias autoridades aparecieron para echar un vistazo al cuerpo del delito. Cuando por fin se presentó el doctor en persona, todos lo miraron como si él hubiera planificado todo eso, o al menos lo hubiera tolerado y autorizado. Se le veía pálido y tembloroso bajo aquellas miradas. Era evidente que ya estaba informado de casi todo lo ocurrido allí, en su galería, pero la Gran Enfermera volvió a exponérselo, con pausados y bien modulados detalles, para que nosotros también pudiéramos oírlo. Y esta vez con compostura, con solemnidad, sin murmurar y reír por lo bajo mientras ella hablaba. El doctor asentía, jugueteaba con las gafas y parpadeaba, con unos ojos tan llorosos que pensé que debía salpicarla. Ella acabó el discurso hablando de Billy y de la trágica experiencia por la que habíamos hecho pasar al pobre chico.
– Lo he dejado en su despacho. A juzgar por su presente estado, le sugeriría que fuese a verle de inmediato. Ha sufrido una terrible experiencia. Me estremezco sólo de pensar en el daño que deben haberle hecho a ese pobre chico.
Esperó hasta que el doctor también se estremeció.
– Creo que debería ir a ver si puede hablar con él. Necesita mucha comprensión. Está en un estado lastimoso.
El doctor bajó la cabeza y se alejó en dirección a su despacho. Lo seguimos con la mirada.
– Mac -dijo Scanlon-. Oye… no creerás que ninguno de nosotros se ha tragado esas estupideces, ¿verdad? Es una lástima, pero todos sabemos quién tiene la culpa… no te culpamos a ti.