Habría tenido que volver, porque le habría sido tan imposible quedarse fuera del hospital y seguir jugando al póquer en Carson City o en Reno o en cualquier otro lugar y permitir que la Gran Enfermera tuviera la última palabra y ganase el último asalto, como le habría sido imposible permitirle salirse con la suya bajo sus propias narices. Era como si se hubiera comprometido a jugar hasta el final y no hubiera manera posible de anular ese compromiso.

En cuanto empezamos a saltar de la cama y a deambular por la galería, el relato de lo ocurrido empezó a propagarse como un incendio forestal de murmuraciones.

– ¿Tenían qué? -preguntaban los que no habían tomado parte-. ¿Una prostituta! ¿En el dormitorio? Cielos.

Los otros les explicaban que no sólo una prostituta, sino también una borrachera de padre y muy señor mío. McMurphy tenía pensado sacar a la chica antes de que llegara el equipo de día, pero no se despertó.

Los que habían participado en la juerga empezaron a comentarlo con una especie de pausado orgullo y admiración, como suele hablar la gente que ha presenciado el incendio de un gran hotel o el desbordamiento de una presa -muy solemne y respetuoso porque aún no se han contabilizado las víctimas-, pero a medida que iban charlando, comenzaba a disiparse la solemnidad de los chicos. Cada vez que la Gran Enfermera y sus activos negros descubrían algo nuevo, como la botella vacía de jarabe para la tos o la flotilla de sillas de ruedas, aparcadas en un extremo del pasillo como caballitos vacíos en un parque de atracciones, súbita y claramente venía a la memoria otra parte de la noche, que sería descrita a los que no habían tomado parte y saboreada por los que habían estado presentes. Los negros nos habían conducido en tropel a la sala de estar. Crónicos y Agudos, todos mezclados en una excitada confusión. Los dos viejos Vegetales estaban sentados, muy hundidos bajo sus cobijas, y abrían y cerraban los ojos y las mandíbulas. Todos íbamos aún en pijama y zapatillas, excepto McMurphy y la chica; ella estaba vestida, a excepción de los zapatos y las medias de nylon, que ahora le colgaban de un hombro, y él llevaba sus calzoncillos negros con la ballena blanca. Se habían sentado muy juntos en un sofá, con las manos enlazadas. La chica había vuelto a dormirse, y McMurphy se apoyaba contra ella con una sonrisa adormilada.

A pesar nuestro, la solemne preocupación iba cediendo paso a la alegría y el humor. Cuando la enfermera descubrió el montón de pastillas que Harding había rociado sobre Sefelt y la chica, empezamos a emitir gruñidos y bufidos para no soltar la carcajada, y cuando por fin descubrieron al señor Turkle en el armario de la ropa blanca y le hicieron salir, parpadeando y gruñendo, enredado en cien metros de jirones, como una momia con resaca, ya nos estábamos desternillando. La Gran Enfermera acogía nuestro buen humor sin rastro de sonrisas; cada carcajada era embutida garganta abajo y empezamos a pensar que de un momento a otro estallaría como una vejiga.

McMurphy tenía una pierna desnuda colgando sobre el borde del sofá, se había bajado la gorra para que la luz no hiriera sus ojos enrojecidos, y se pasaba constantemente la lengua por los labios, una lengua que parecía barnizada con el jarabe para la tos. Se le veía mareado y horrorosamente cansado y se llevaba continuamente las manos a las sienes y bostezaba, pero aunque parecía sentirse muy mal, conservaba la sonrisa, y un par de veces incluso soltó una carcajada ante lo que iba descubriendo la enfermera.

Cuando ésta se fue a telefonear al Edificio Principal para notificarles la dimisión del señor Turkle, éste y Sandy aprovecharon la oportunidad para abrir el candado de la reja, dijeron adiós a todos con la mano y desaparecieron campo a través, tropezando y resbalando sobre la húmeda hierba que brillaba bajo el sol.

– No le ha vuelto a echar llave -le dijo Harding a McMurphy-. Sal. ¡Vete con ellos!

McMurphy soltó un gruñido y abrió un ojo tan sanguinolento como un huevo fecundado.

– ¿Estás bromeando? No podría meter la cabeza por esa ventana, y menos aún el cuerpo.

– Amigo, creo que no comprendes el alcance…

– Harding, vete al diablo con tu palabrería; lo único que comprendo perfectamente esta mañana es que aún estoy medio borracho. Y mareado. A decir verdad, creo que a ti también te dura la borrachera. Y tú, Jefe; ¿sigues borracho?

Dije que aún tenía la nariz y las mejillas insensibles.

McMurphy hizo un gesto de asentimiento y volvió a cerrar los ojos; cruzó las manos sobre el pecho y resbaló en su asiento con la barbilla hundida en el cuello. Chasqueó los labios y sonrió como si estuviese descabezando un sueñecito.

– Macho -dijo-, a todos les dura aún la borrachera.

Harding seguía preocupado. Continuó insistiendo que lo mejor para McMurphy sería vestirse, pronto, mientras el viejo Ángel de Piedad estaba ahí dentro, telefoneando al doctor por segunda vez para comunicarle las atrocidades que acababa de descubrir, pero McMurphy aseguró que no había por qué ponerse tan nervioso; no estaba peor que antes, ¿verdad?

– Ya he aguantado su peor ofensiva -dijo.

Harding se llevó las manos a la cabeza y se retiró, anunciando la catástrofe.

Uno de los negros advirtió que la reja estaba abierta, le echó la llave, se fue a buscar la lista a la Casilla de Enfermeras, y empezó a leer nombres en voz alta y a hacerles una señal, a medida que localizaba a los correspondientes pacientes. La lista está ordenada alfabéticamente pero al revés, para desconcertar, así que no llegó a las Bes hasta el final. Recorrió toda la sala de estar con la mirada sin mover el dedo del último nombre de la lista.

– Bibbit. ¿Dónde está Billy Bibbit? -Tenía los ojos muy abiertos. Estaba pensando que Billy se había escapado bajo sus propias narices y que tal vez nunca conseguiría darle alcance-. ¿Alguien ha visto salir a Billy Bibbit, desgraciados?

Esto nos recordó dónde estaba Billy y empezaron de nuevo los susurros y las risas.

El negro se fue hacia la casilla y vimos cómo se lo explicaba a la enfermera. Ella depositó el auricular de un porrazo y se dirigió a la puerta con el negro pisándole los talones; un rizo de cabello se le había escapado de debajo de la cofia blanca y había caído sobre su rostro como ceniza húmeda. Tenía la frente y la nariz perladas de sudor. Nos preguntó que a dónde había ido el fugitivo. Le respondió un coro de risas, y sus ojos escudriñaron a los hombres, uno a uno.

– ¿Bueno? ¿No se ha ido, verdad? Harding, sigue aquí… en la galería, ¿no es cierto? Respóndame. ¡Sefelt, responda!

Acompañaba cada palabra de una penetrante mirada, que se clavaba en los rostros de los hombres, pero éstos eran inmunes al veneno de sus dardos. Sostenían su mirada; sus muecas eran un remedo de la antigua sonrisa confiada que ya había perdido.

– ¡Washington! ¡Warren! Acompáñenme.

Nos levantamos y los seguimos, mientras los tres procedían a abrir la puerta del laboratorio, de la sala de baños, del despacho del doctor. Scanlon se cubrió la sonrisa con la mano nudosa y murmuró: -Vaya bromita para el viejo Billy-. Todos asentimos. -Y pensándolo bien no sólo será una broma para Billy; ¿recordáis quién está allí?

La enfermera llegó a la puerta del Cuarto de Aislamiento, en el extremo del pasillo. Todos nos acercamos a mirar, agolpándonos para echar un vistazo por encima de las cabezas de la Gran Enfermera y los dos negros, mientras ella abría la cerradura y daba un vigoroso empujón a la puerta. La habitación sin ventanas estaba oscura. Se oyó un chillido y un meneo en la oscuridad y la enfermera extendió la mano y proyectó la luz sobre Billy y la chica, que parpadeaban sobre el colchón instalado en el suelo, como dos lechuzas en su nido. La enfermera ignoró el coro de carcajadas a sus espaldas.

– ¡William Bibbit! -Hizo un enorme esfuerzo por sonar fría y severa-. ¡William… Bibbit!