Faltaban tres chalecos y hubo un alboroto para decidir quiénes serían los tres que harían frente al temporal sin salvavidas. Finalmente, resultaron ser Billy Bibbit, Harding y George, que de todos modos no quería ponerse uno a causa de la mugre. Todos nos sorprendimos un poco de que Billy se ofreciese voluntariamente, de que, en cuanto descubrimos que faltaban chaquetas salvavidas, se quitase la suya y ayudase a la chica a ponérsela, pero aún nos extrañó más que McMurphy no insistiera en ser uno de los héroes; mientras duró el alboroto, se mantuvo apartado con la espalda contra la cabina, procurando mantenerse firme en el balanceo de la embarcación, contemplando a los muchachos sin abrir boca. Sólo sonreía y observaba.

Cruzamos la barra y caímos en un cañón de agua, con la proa apuntando hacia la siseante cresta de la ola que nos precedía y la popa hundida bajo la sombra de la ola que nos perseguía amenazadora, y todos nos agolpamos en la popa aferrados a la barandilla mientras paseábamos la mirada de la montaña de agua que teníamos detrás a la mole de rocas negras del malecón que se alzaba unos quince metros a la izquierda, y luego hacia George, de pie junto al timón. Permanecía muy erguido, como un mástil. Volvía todo el rato la cabeza, aceleraba, aflojaba, aceleraba otra vez, mientras mantenía el rumbo y nos hacía cabalgar al sesgo sobre el lomo de ola que nos precedía. Antes de iniciar la carrera ya nos había explicado que si saltábamos por encima de la cresta de la ola de delante, saldríamos disparados sin control en cuanto la hélice y el timón tocaran el agua, y si disminuíamos demasiado la marcha y nos dejábamos atrapar por la ola de detrás, ésta rompería sobre la popa y nos dejaría caer diez toneladas de agua encima. Nadie bromeó ni intentó hacer mofa de la manera como giraba continuamente la cabeza como si estuviera montado sobre una placa giratoria.

Dentro del puerto, el agua se calmó otra vez, sólo la superficie aparecía algo encrespada, y pudimos ver que en el muelle, junto al almacén, nos esperaba el capitán acompañado de dos policías. Todos los mirones estaban a su alrededor. George enfiló hacia ellos a toda marcha y no se detuvo hasta que el capitán comenzó a agitar los brazos y a dar gritos mientras los policías y los mirones corrían escaleras arriba. Cuando parecía que la proa del barco iba a incrustarse contra el muelle, George hizo girar bruscamente el timón, puso marcha atrás y con un potente rugido lo arrimó contra los neumáticos como si estuviera acomodándolo en su cama. Cuando nos alcanzó el agua de la estela ya habíamos saltado a tierra y estábamos atando las amarras; la oleada balanceó a todas las embarcaciones de nuestro alrededor y se estrelló espumeante contra los muelles como si nos hubiéramos traído el mar a tierra con nosotros.

El capitán, los policías y los mirones se precipitaron escaleras abajo y corrieron a nuestro lado. El doctor se enfrentó de inmediato con ellos y les dijo a los policías que no tenían ninguna autoridad sobre nosotros, pues éramos una expedición legal, patrocinada por el gobierno, y en cualquier caso el asunto debería ser tramitado por una oficina federal. Además, tal vez decidiera solicitar una investigación sobre el número de chalecos salvavidas que había en la barca, suponiendo que el capitán decidiera armar jaleo. ¿No tenía la obligación de llevar un salvavidas por cada pasajero, según la ley? Al ver que el capitán no decía nada, los policías tomaron un par de nombres y se marcharon, murmurando entre dientes y bastante azorados, y en cuanto dejaron el muelle, McMurphy y el capitán comenzaron a discutir y a darse empellones. McMurphy estaba tan borracho que seguía balanceándose como si aún tuviera que mantener el equilibrio sobre las olas, resbaló sobre las maderas mojadas y cayó dos veces al mar antes de conseguir afianzar los pies lo suficiente para colocar un buen puñetazo en la calva cabeza del capitán y poner fin a la discusión. Todos nos sentimos mejor cuando el asunto estuvo concluido y el capitán y McMurphy salieron juntos a buscar más cerveza en el almacén mientras los demás sacábamos el pescado de la bodega. Los mirones se habían apostado en el muelle superior y nos observaban dando chupadas a las pipas que ellos mismos se habían tallado. Esperábamos que volvieran a hacer algún comentario sobre la chica y a decir verdad lo deseábamos, pero cuando por fin uno abrió la boca no fue para hablar de la chica sino del pescado, diciendo que era el salmón más grande que había visto sacar en las costas de Oregón. Los demás aseguraron que ciertamente así era. Y se acercaron lentamente para admirarlo. Le preguntaron a George dónde había aprendido a arrimar así una barca y descubrimos que George no sólo había navegado en pesqueros sino que también había sido capitán de un torpedero en el Pacífico y tenía una Cruz de la Marina.

– Debías haberte dedicado a la política -comentó uno de los mirones.

– Demasiado sucio -le explicó George.

La transformación que nosotros sólo intuíamos resultaba palpable para ellos; aquél no era el mismo hatajo de cobardicas del manicomio que esa mañana había aguantado todos sus insultos sin rechistar. No se excusaron claramente ante la chica por lo que le habían dicho, pero cuando le pidieron que les enseñara su pesca lo hicieron con una amabilidad casi empalagosa. Y cuando McMurphy y el capitán regresaron del almacén todos bebimos una cerveza de despedida.

Era tarde cuando emprendimos el regreso al hospital.

La chica dormía con la cabeza apoyada en el pecho de Billy y cuando se incorporó a él se le había dormido el brazo de sostenerla durante tanto rato en esa incómoda posición, y ella le dio un masaje. Él le dijo que si le dejaban salir un fin de semana la invitaría a algún sitio, y ella explicó que podría venir a verle dentro de dos semanas si le decía a qué hora, y Billy miró a McMurphy sin saber qué contestar. McMurphy los rodeó a los dos con el brazo y dijo:

– Pongamos a las dos en punto.

– ¿El sábado por la tarde? -preguntó ella.

Él le hizo un guiño a Billy y apretó la cabeza de la chica contra su brazo.

– No. A las dos de la noche del sábado. No hagas ruido y llama a esa misma ventana donde me viste esta mañana. Convenceré al enfermero de noche para que te deje entrar.

Ella asintió con una risita.

– McMurphy, bribón -dijo.

Algunos Agudos de la galería aún estaban despiertos, se habían levantado y daban vueltas cerca del retrete para comprobar si nos habíamos ahogado o no. Contemplaron nuestra entrada triunfal en el vestíbulo, manchados de sangre, tostados por el sol, apestando a cerveza y pescado, arrastrando el salmón corno si fuésemos héroes conquistadores. El doctor les preguntó si querían salir a ver el rodaballo que tenía en el maletero del coche y todos fuimos, excepto McMurphy. Dijo que se sentía bastante agotado y que prefería tumbarse en la cama. Al salir, uno de los Agudos que no había venido de excursión preguntó cómo era posible que McMurphy tuviera un aspecto tan abatido y cansado, cuando los demás teníamos las mejillas encarnadas y aún rebosábamos excitación. Harding le quitó importancia y dijo que sólo se debía a que no estaba moreno.

– ¿Os acordáis? McMurphy llegó aquí lleno de energías, había llevado una dura vida al aire libre en una granja correccional, su rostro estaba encallecido y rebosaba salud física. Simplemente hemos presenciado la desaparición de su magnífico bronceado psicopático. Eso es todo. Hoy tuvo una jornada agotadora -en la oscuridad del camarote, dicho sea de paso- mientras nosotros luchábamos contra los elementos y absorbíamos vitamina D. Naturalmente, el esfuerzo que ha hecho ahí abajo, debe haberle agotado lo suyo, pero pensadlo un momento, amigos. Personalmente, creo que hubiera preferido prescindir de un poco de vitamina D, a cambio de un poquito de agotamiento de ése. Especialmente si la pequeña Candy fuera mi jefe de grupo. ¿Me equivoco?