Toda la noche deseé que no siguiera adelante con esa apuesta. Y en la reunión del día siguiente, cuando la enfermera dijo que todos los que habían ido de pesca tendrían que tomar una ducha especial, pues había indicios de que teníamos parásitos, seguí abrigando la esperanza de que todo se arreglaría de algún modo, que nos haría ducharnos en el acto o algo… cualquier cosa con tal de no tener que levantar ese panel.
Pero, cuando terminó la reunión, McMurphy me condujo a la sala de baños junto con los demás, antes de que los negros pudieran echarle llave, y me hizo coger el panel por las manijas y levantarlo. No quería hacerlo, pero no tuve más remedio. Tenía la sensación de estarle ayudando a estafarles su dinero. Todos se mostraron joviales con él al pagar la apuesta, pero yo sabía cómo se sentían por dentro, como si les hubiera fallado lo que creían más seguro. En cuanto hube depositado el panel en su lugar, salí corriendo de la sala de baños sin siquiera mirar a McMurphy y me encerré en el lavabo. Quería estar a solas. Vi mi imagen en el espejo. Y comprobé que él había cumplido su promesa; mis brazos volvían a ser grandes otra vez, tan grandes como cuando iba al colegio, como en el poblado, y el pecho y los hombros eran anchos y fuertes. Estaba allí, mirándome, cuando él entró. Me tendió un billete de cinco dólares.
– Aquí tienes, Jefe, para chicle.
Moví la cabeza y me dispuse a salir del lavabo. Él me cogió por un brazo.
– Jefe, era sólo una muestra de amistad. Si crees que vas a sacarme más…
– ¡No! Quédate con tu dinero, no lo quiero.
Dio un paso atrás, se metió los pulgares en los bolsillos y levantó la cabeza para examinarme. Se quedó un rato con los ojos fijos en mí.
– Muy bien -dijo-. ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué os habéis puesto todos a darme esquinazo?
No le respondí.
– ¿No he cumplido mi promesa? ¿No te he hecho recuperar tu tamaño de hombre? ¿Qué os ha pasado conmigo de repente? Todos actuáis como si fuese un traidor a la patria.
– Siempre estás… ¡ganando!
– ¡Ganando! Maldito imbécil, ¿de qué me acusas? No hago más que cumplir con el trato. Dime qué tiene de malo…
– Habíamos creído que no lo hacías para ganar…
Sentí que empezaba a temblarme la barbilla como me ocurre siempre antes de soltar el llanto, pero no lloré. Me quedé muy tieso, allí, frente a él, con la barbilla temblorosa. Abrió la boca para decir algo y luego se detuvo. Sacó los pulgares de los bolsillos y levantó la mano para apretarse el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como hacen a veces las personas que llevan gafas demasiado apretadas, y cerró los ojos.
– Ganar, Dios mío -exclamó con los ojos cerrados-. Has dicho ganar.
Por eso, supongo que lo que ocurrió esa tarde en las duchas fue sobre todo por mi causa. Y ésa es la razón de que la única forma de reparar un poco mi error fuese hacer lo que hice, sin preocuparme de las argucias ni de la seguridad ni de lo que podía sucederme; y por una vez en la vida no me ocupé más que de lo que era preciso hacer y de hacerlo.
Acabábamos de salir del lavabo cuando aparecieron los tres negros y reunieron a todo el grupo para nuestra ducha especial. El negro bajito avanzaba a gatas a lo largo del zócalo y con una negra mano ganchuda, fría como unas pinzas, desprendía a los tipos que estaban allí apoyados, mientras comentaba que la Gran Enfermera había dicho que se trataba de una limpieza preventiva. Teniendo en cuenta en qué compañía habíamos hecho la excursión, era preciso desinfectarnos antes de que pudiésemos contaminar a todo el hospital.
Nos alineamos desnudos, de cara a las baldosas, y uno de los negros se acercó con un tubo de plástico negro en la mano y nos echó un chorro de un ungüento maloliente, espeso y pegajoso como clara de huevo. Primero en el pelo, luego ¡daos la vuelta y separad las cachas!
Los muchachos se quejaron y empezaron a burlarse de todo el asunto y a hacer bromas mientras procuraban no mirarse unos a otros ni a las máscaras de pizarra que iban recorriendo toda la fila escudándose tras sus tubos, como unos rostros de pesadilla, en negativo, que nos apuntaban con el cañón blando, comprimible, de una escopeta. Se burlaban de los negros con comentarios como: «Eh, Washington, ¿y qué hacéis las restantes dieciséis horas del día?» «Eh, Williams, a ver si consigues averiguar qué tomé para el desayuno.»
Todos reían. Los negros apretaron los dientes sin responder; las cosas eran muy distintas antes de la llegada de ese maldito pelirrojo.
Cuando le tocó el turno a Fredrickson se oyó un ruido tan fuerte que creí que el negro bajito había salido despedido por los aires.
– ¡Escuchad! -exclamó Harding, al tiempo que se ponía una mano detrás de la oreja-. El delicioso canto de un ángel.
Todos rieron a carcajadas y empezaron a gastarse bromas, hasta que el negro avanzó y se detuvo junto al próximo hombre, y de pronto un silencio absoluto reinó en la sala. El siguiente era George. Y en ese instante, interrumpidas ya las risas y las bromas y las quejas, mientras Fredrickson se incorporaba junto a George y empezaba a volverse y un gran negro se disponía a pedirle a George que bajase la cabeza para recibir un chorro del ungüento maloliente, en ese mismo instante, todos nos hicimos una idea bastante clara de lo que ocurriría a continuación, y por qué era inevitable que así fuese, y por qué todos nos habíamos equivocado respecto a McMurphy.
George nunca usaba jabón para ducharse. Ni siquiera aceptaba que otra persona le tendiese una toalla para secarse. Los negros del turno de tarde, que vigilaban las duchas habituales de los martes y los jueves, habían descubierto que resultaba más sencillo dejarle en paz, y no le obligaban a nada. Hacía tiempo que venían procediendo de esta guisa. Todos los negros lo sabían. Pero en este momento todos -incluso George, que retrocedió, mientras movía la cabeza y procuraba protegerse con sus grandes manazas como hojas de roble- comprendimos que ese negro, con la nariz rota y las entrañas amargadas y los dos compañeros que le observaban a distancia, no podía dejar pasar esa oportunidad.
– Ahhh, baja la cabeza, George…
Los muchachos ya se habían vuelto a mirar a McMurphy situado unos dos lugares más allá en la fila.
– Ahhh, vamos, George…
Martini y Sefelt seguían de pie bajo la ducha, sin moverse. A sus pies, el desagüe iba soltando burbujas de aire y agua jabonosa. George se quedó mirando el desagüe un instante, como si le estuviera diciendo algo. Observó el gorgoteo. Miró nuevamente el tubo que la mano negra blandía ante sus ojos: una lenta mucosidad iba fluyendo del agujerito de la punta y se deslizaba sobre los nudillos de hierro fundido. El negro avanzó unos veinticinco centímetros con el tubo y George retrocedió aún más, mientras movía negativamente la cabeza.
– No… no quiero esa cosa.
– Tendrás que usarlo, Rub-a-Dub -dijo el negro, casi como si lo lamentara-. Tendrás que usarlo. No podemos permitir que el lugar se nos llene de bichos, ¿no te parece? ¡Y me parece que debes tener bichos metidos a más de dos centímetros de profundidad!
– ¡No! -clamó George.
– Ahhh, George, no puedes comprenderlo. Son bichos muy, muy diminutos… más pequeños que una cabeza de alfiler. Y, fíjate bien, se agarran de los pelos y empiezan a escarbar, y se meten por dentro, George.
– ¡No tengo bichos! -exclamó George. -Ahhh, voy a decirte una cosa, George: he visto tipos a los que estos bichos llegaron a…
– Basta ya, Washington -intervino McMurphy.
La cicatriz de la nariz del negro parecía un neón retorcido. El negro sabía quién había hablado, pero no se volvió; sólo adivinamos que en realidad le había oído porque dejó de hablar y se llevó un largo dedo gris a la cicatriz que había recibido en un partido de baloncesto. Se frotó un segundo la nariz, luego puso la mano ante los ojos de George y agitó los dedos.