– Un momento -dice McMurphy-. Son esas pastillas que atontan, ¿verdad?

La enfermera asiente y vuelve la cabeza para mirar atrás; dos tipos esperan allí con pinzas para el hielo, inclinados hacia delante con los codos entrelazados.

McMurphy le devuelve el vasito y dice:

– No señor, señora, prefiero que no me venden los ojos. Aunque no me vendría mal un cigarrillo.

Yo también devuelvo las mías y ella dice que tiene que telefonear y cruzar la puerta de cristal por entre nosotros y antes de que nadie pueda decir ni una palabra más, ya está al teléfono.

– Lamentaría haberte metido en un lío, Jefe -dice McMurphy, y casi no puedo oírle por el ruido de los hilos telefónicos que silban en las paredes. Siento que las ideas se precipitan asustadas montaña abajo en mi cabeza.

Estamos sentados en la sala de estar, rodeados de todo ese círculo de rostros, cuando por la puerta aparece la Gran Enfermera en persona, con un negro grandote a cada lado, a un paso de distancia. Procuro encogerme en mi silla, apartarme de ella, pero es demasiado tarde. Demasiada gente me está mirando; sus ojos pegajosos me retienen sentado donde estoy.

– Buenos días -dice; ha recuperado su antigua sonrisa.

McMurphy dice buenos días y yo no me muevo, aunque también me da los buenos días, en voz muy alta. Estoy observando a los negros; uno luce un esparadrapo en la nariz y el brazo en cabestrillo, una mano gris cuelga de la tela como una araña ahogada, y el otro se mueve como si llevara enyesadas las costillas. Los dos sonreían un poco. Muy probablemente podrían haberse quedado en casa con sus males, pero no se hubieran perdido esto por nada. Les devuelvo la sonrisa; para que se enteren.

La Gran Enfermera se dirige a McMurphy con voz suave y paciente, le explica que obró de un modo irresponsable, como un niño, al armar ese alboroto: ¿no le da vergüenza! Él responde que le parece que no y le pide que continúe.

Ella le explica que ellos, los pacientes de nuestra galería, decidieron en una reunión de grupo convocada especialmente y que tuvo lugar ayer por la tarde, que tal vez a McMurphy le convenga recibir un tratamiento de choc…, a menos que decida enmendarse. Sólo tiene que reconocer que se equivocó, indicar, manifestar un contacto racional, y el tratamiento será anulado por esta vez.

El círculo de caras espera al acecho. La enfermera dice que todo depende de él.

– ¿Su? -dice él-. ¿Tiene un papel para firmar?

– Pues, no, pero si cree que es ne…

– Y por qué no añade unas cuantas cosas más, ya que está en eso, y así aprovecha para liquidarlas; cosas como, oh, que estoy implicado en una conspiración para derrocar al gobierno, y que en mi opinión la vida en su galería es la existencia más endiabladamente agradable de que se puede gozar al oeste de Hawaii… ya sabe, tonterías.

– No creo que eso…

– Luego, cuando haya firmado, puede traerme una manta y una cajetilla de cigarrillos de la Cruz Roja. Huuuy, esos comunistas chinos podrían haber aprendido unas cuantas cosas de usted, señora.

– Randle, nuestro deseo es ayudarle.

Pero él se ha puesto de pie, se rasca la barriga y pasa junto a ella y los negros, que comienzan a retroceder, para dirigirse a las mesas de juego.

– Muy bien, a ver, a ver, a ver, ¿cómo va esa partida de póquer, chicos…?

La enfermera se le queda mirando un momento, luego se dirige a la Casilla de las Enfermeras para telefonear.

Dos enfermeros de color y un enfermero blanco con el cabello rubio y rizado nos conducen al Edificio Principal. Por el camino, McMurphy va charlando con el enfermero blanco, como si no tuviera la menor preocupación en el mundo.

La hierba está cubierta de una gruesa capa de escarcha y los dos enfermeros negros que nos preceden echan nubes de aliento como si fueran locomotoras. El sol aparta algunas nubes e ilumina la escarcha hasta dejarla sembrada de destellos. Los gorriones con las plumas ahuecadas para protegerse del frío hurgan entre los destellos, en busca de semillas. Cruzamos por la hierba crujiente, junto a los agujeros de las ardillas zapadoras, donde vi al perro. Son destellos fríos. Los agujeros están helados hasta donde alcanza la mirada.

Empiezo a sentir la escarcha en el estómago.

Subimos hasta aquella puerta y detrás se oye un rumor como de abejas asustadas. Tenemos dos hombres delante, vacilantes bajo el efecto de las cápsulas rojas, uno balbucea como un bebé y dice: -Es mi cruz, gracias Señor, es lo único que tengo, gracias Señor…

El otro tipo que espera, dice: -Golpea bajo, golpea bajo.

Es el socorrista de la piscina. Y también llora un poco.

Yo no lloraré ni gritaré. No con McMurphy a mi lado.

El técnico nos pide que nos quitemos los zapatos y McMurphy le dice si también nos cortarán los pantalones y nos afeitarán la cabeza. El técnico dice que por desgracia no.

La puerta de metal nos mira con sus ojos remachados.

La puerta se abre y succiona al primer hombre. El socorrista no se mueve. Un rayo como humo de neón se proyecta desde el panel negro que hay en la habitación, se aferra a su frente que lleva grabada la marca de la abrazadera y le arrastra como si fuera un perro atado a una correa. El rayo le hace girar tres veces antes de que se cierre la puerta; el socorrista tiene el rostro desencajado de miedo.

– Me hicieron uno -gruñe-. ¡Me hicieron dos!, ¡me hicieron tres!

Les oigo ahí dentro, oigo que penetran en su frente como si fuera una estrecha cueva, con chasquidos y chirridos de tuercas atascadas.

La puerta se abre bajo la presión del humo y aparece una camilla con el primer hombre encima, y él me escudriña con los ojos. Ese rostro. La camilla vuelve a entrar y saca al socorrista. Oigo como los jefes de la claque deletrean su nombre.

El técnico dice: -El próximo grupo.

El suelo está frío, escarchado, crujiente. En lo alto, gime la luz, un largo tubo blanco y helado. Puedo oler la pasta de grafito, que me hace pensar en un garaje. Percibo el acre olor del miedo. Hay una ventana, muy alta, pequeña, y en el exterior veo a los gorriones ahuecados engarzados en un alambre como cuentas marrones en un collar. Han escondido la cabeza bajo las plumas para protegerse del frío. Algo empieza a soplar en mis huesos vacíos, más y más alto, ¡bombardeo!, ¡bombardeo!

– No aúlles, Jefe…

¡Bombardeo!

– Tranquilo. Yo pasaré primero. Tengo el cráneo demasiado grueso; no podrán hacerme daño. Y si no pueden dañarme a mí tampoco podrán hacerte nada a ti.

Se encarama en la mesa sin ayuda de nadie y extiende los brazos para hacerlos coincidir con la sombra. Un interruptor acciona los grilletes que le aprisionan las muñecas, los tobillos, y le aseguran firmemente sobre la sombra. Una mano coge un reloj, el que le ganó a Scanlon, lo deja junto al panel, y de pronto éste se abre: espigas y ruedecillas y la larga espiral del muelle salen proyectadas contra la superficie del panel y se quedan allí adheridas.

Él no parece nada asustado. No ha dejado de son-reírme.

Le untan las sienes con pasta de grafito.

– ¿Qué es eso? -pregunta.

– Un conductor -explica el técnico.

– Ungís mi frente con un conductor. ¿También me pondréis una corona de espinas?

Le untan bien. Él se pone a cantar, les hace temblar las manos.

– Tráeme aceite de raíces Cholly…

Le colocan esas cosas que parecen auriculares y una corona de espinas de plata sobre el grafito con que le han recubierto las sienes. Intentan acallar su canto con un trozo de tubo de goma que le ofrecen para morder.

– «Hesho con shuague lanoguina.»

Giran algunos mandos y la máquina se estremece, dos brazos mecánicos cogen unos soldadores y se abalanzan sobre él. Me hace un guiño y me habla, con dificultad, me dice algo, me dice algo a través del tubo de goma, en el instante en que esos hierros se acercan lo suficiente a la plata que adorna sus sienes: se establece un arco de luz, él se queda rígido, forma un puente sobre la mesa hasta que acaba apoyándose sólo por las muñecas y los tobillos y de ese tubo acordeonado de goma negra sale un sonido, algo así como ¡Huuuy!, y su cuerpo aparece todo escarchado de chispas.