– Su influencia es bastante perturbadora, sin duda.

El primer interno no quiere correr riesgos.

Beben sorbos de café y meditan. Después, el siguiente comenta:

– Y podría representar un verdadero peligro.

– Así es, así es -dice el doctor.

El chico cree haber dado en el clavo y prosigue:

– Todo un peligro, a decir verdad -dice y se inclina hacia delante en su silla-. No debemos olvidar que este hombre ha realizado actos violentos con el mero propósito de eludir el trabajo de la granja y acceder a la vida relativamente menos dura de este hospital.

– Ha planeado actos violentos -añade el primer interno.

Y el tercero musita:

– Pero, en realidad, el mismo carácter de su plan podría indicar que se trata simplemente de un astuto embaucador y no de un enfermo mental.

Echa un vistazo a su alrededor para comprobar cómo se lo toma la enfermera y ve que ésta aún no se ha movido ni ha hecho el menor gesto. Pero el resto del personal se queda mirándolo como si hubiese pronunciado una terrible obscenidad. El chico comprende que ha errado el tiro e intenta fingir que era una broma, a base de soltar una risita y añadir:

– Ya saben, «El que no marca el paso es que oye otro tambor».

Pero es demasiado tarde. El interno que ha hablado en primer lugar se vuelve hacia él, deja su taza de café sobre la mesa y saca del bolsillo una pipa del tamaño de un puño:

– Francamente, Alvin -le dice al tercer muchacho-, me has defraudado. Incluso sin haber leído su historial, basta con observar su comportamiento en la galería para comprender lo absurdo de tal sugerencia. Ese hombre no sólo está gravemente enfermo, sino que le considero sin lugar a dudas como un Agresivo en Potencia. Creo que las sospechas de la señorita Ratched iban en ese sentido cuando decidió convocar esta reunión. ¿No has identificado en él al prototipo del psicópata? Nunca había visto un caso más claro. Ese hombre es un Napoleón, un Gengis Khan, un Atila.

Luego interviene otro. Recuerda los comentarios de la enfermera con relación a la sala de Perturbados.

– Robert tiene razón, Alvin. ¿No has observado cómo actuó hoy ese hombre? En cuanto falló uno de sus planes se levantó de un salto, dispuesto a cometer cualquier violencia. ¿Por favor, doctor Spivey, qué dice su historial en cuanto al uso de la violencia?

– Se evidencia una notoria falta de disciplina y respeto de la autoridad -responde el doctor.

– Exactamente, Alvin, su historial demuestra que en repetidas ocasiones ha dirigido su hostilidad contra figuras que representaban la autoridad: en la escuela, en el servicio militar, ¡en la cárcel! Y creo que su actuación después de la rabieta de la votación de hoy es un indicio perfectamente claro de lo que podemos esperar de él en el futuro.

Se interrumpe y frunce el entrecejo con la mirada fija en su pipa, vuelve a llevársela a la boca, enciende una cerilla y aplica la llama a la cazoleta con una sonora aspiración. Cuando por fin consigue encender la pipa, mira subrepticiamente a la Gran Enfermera a través de la nube de humo amarillo; debe considerar que su silencio indica aprobación, pues sigue adelante, con mayor entusiasmo y aplomo que antes.

– Detente a pensarlo un minuto, Alvin -dice, con palabras algodonosas a causa del humo-, supón lo que le ocurriría a uno de nosotros si se encontrase a solas con el señor McMurphy en una sesión de Terapia Individual. ¡Piensa lo que ocurriría cuando llegases a un detalle particularmente doloroso y él decidiera que ya estaba harto de ti -¿cómo diría él? -, de tu «maldita curiosidad de métome-en-todo»! Y cuando le dijeras que no debía mostrarse agresivo, te mandaría al infierno, y aunque tú le dijeras que se serenase, en tono autoritario, sin duda, ahí lo tendrías, noventa kilos de psicópata irlandés pelirrojo lanzados sobre ti, por encima mismo de la mesa de la consulta. ¿Estás preparado -alguno de nosotros lo está- para hacerte cargo del señor McMurphy cuando se plantee una situación de ese tipo?

Vuelve a colocarse la pipa del número diez en la comisura de los labios, apoya las manos abiertas sobre las rodillas y espera. Todos piensan en los gruesos brazos rojos de McMurphy, en sus manos llenas de cicatrices y en su cuello que asoma por la camiseta como un grueso tarugo aherrumbrado. El interno llamado Alvin ha palidecido sólo de pensar en ello, como si el amarillento humo de pipa, que le está echando en la cara su compañero, se la hubiese manchado toda.

– ¿Por lo tanto, en su opinión -pregunta el doctor-, sería aconsejable enviarle a Perturbados?

– Opino que, como mínimo, sería lo más seguro -responde el chico de la pipa, que ha cerrado los ojos.

– Creo que tendré que retirar mi sugerencia y apoyar a Robert -dice Alvin dirigiéndose a todos en general-, aunque sólo sea por mi propia seguridad personal.

Todos ríen. Se les ve más relajados, con la certeza de que han logrado dar con el plan que ella esperaba. Todos beben un sorbo de café, excepto el chico de la pipa, demasiado ocupado con el artefacto que constantemente se le apaga, gasta un montón de cerillas y no para de chupar y fruncir los labios. Por fin consigue un encendido de su agrado y dice, con un cierto tono de orgullo en la voz:

– Sí, creo que la Galería de Perturbados será lo más conveniente para el viejo McMurphy, el Rojo. ¿Saben lo que he pensado después de observarle estos pocos días?

– ¿Reacción esquizofrénica? -pregunta Alvin. El de la pipa mueve negativamente la cabeza.

– ¿Homosexual Latente con Formación Reactiva? -apunta el tercero.

El de la pipa vuelve a negar con la cabeza y cierra los ojos.

– No -dice, y lanza una sonrisa a cuantos le rodean-, Edipo Negativo.

Todos le felicitan.

– Sí, creo que hay muchos detalles que apuntan en ese sentido -añade-. Pero, independientemente del diagnóstico definitivo, no debemos olvidar una cosa: nos las habernos con un hombre fuera de lo corriente.

– Se… equivoca por completo, señor Gideon.

Es la voz de la Gran Enfermera.

Todos vuelven la cabeza hacia ella, sobresaltados; yo también la miro, pero me contengo a tiempo y finjo que sólo pretendía limpiar una mancha que acabo de descubrir en la pared, por encima de mi cabeza. No cabe duda de que todos se han quedado desconcertados; creían estar proponiendo exactamente lo que ella deseaba, justo lo que ella misma había pensado proponer en la reunión. Hasta yo lo había pensado. La he visto enviar a la galería de Perturbados a hombres que no le llegaban ni al hombro a McMurphy, por la mera razón de que había un ligero riesgo de que le escupiesen a alguien, y ahora se enfrenta con este toro que se ha burlado de ella y de todo el resto del personal, un tipo del que ella había dicho esta misma tarde que debía salir de esta galería y, ahora, va y dice que no.

– No. No estoy de acuerdo. En absoluto -lanza una sonrisa dirigida a todos en general-. No creo que debamos mandarlo a Perturbados; eso no sería más que un fácil recurso para transferir nuestro problema a otra galería y no estoy de acuerdo en que sea una especie de personaje extraordinario… una especie de «súper» psicópata.

Hace una pausa aunque nadie tiene la intención de contradecirla. Por primera vez desde el principio de la reunión bebe un sorbo de café; cuando retira la taza de su boca, está teñida de ese color rojo anaranjado. No puedo evitar el echar una mirada al borde de la taza; no es posible que use un lápiz de labios de ese color. La mancha que ha dejado en la taza debe ser producto del calor, el contacto con sus labios ha comenzado a fundirla.

– Debo reconocer que cuando empecé a advertir la fuerza perturbadora que puede representar McMurphy también pensé que, sin lugar a dudas, lo indicado era enviarlo a Perturbados. Pero creo que ya es demasiado tarde. ¿Suprimiríamos con ello el mal que ya ha hecho en nuestra galería? No lo creo, no después de lo ocurrido esta tarde. Creo que enviarle a Perturbados ahora sería proceder exactamente como esperan los pacientes. Lo convertiríamos en un mártir. Jamás tendrían la oportunidad de comprobar que ese hombre no es -como decía usted, señor Gideon- una «persona fuera de lo corriente».