Pero no estalla, no en ese momento, no hasta una hora más tarde. Su sonrisa aparece retorcida y extraña detrás del cristal, como nunca la habíamos visto hasta entonces. No hace nada, se limita a permanecer sentada. Puedo ver cómo suben y bajan sus hombros al compás de su respiración.

McMurphy mira el reloj y dice que ha llegado la hora del partido. Está junto a la fuente con otros Agudos y friega el suelo de rodillas. Yo estoy barriendo el armario de las escobas por décima vez este día. Scanlon y Harding pasan la aspiradora por el pasillo arriba y abajo, sacándole brillo al piso recién encerado. McMurphy repite que debe ser la hora del partido y se levanta, dejando el trapo allí tirado. Nadie más interrumpe su trabajo. McMurphy pasa frente a la ventana donde ella está sentada mirándole y le sonríe como si supiera que la ha derrotado. Cuando echa la cabeza hacia atrás y le hace un guiño, ella se estremece ligeramente como es su costumbre.

Todos siguen entregados a sus tareas, pero todos le miran con el rabillo del ojo cuando coloca su silla frente al televisor; después conecta el aparato y se sienta. En la pantalla aparece la imagen de un loro que anuncia hojas de afeitar en el campo de juego. McMurphy se levanta y sube el volumen para ahogar la música que sale del altavoz instalado en el techo, coloca otra silla frente a la suya, se sienta, apoya los pies en la otra silla, se recuesta y enciende un cigarrillo. Se rasca la barriga y bosteza.

– ¡Aaaah! Bueno, sólo me falta una botella de cerveza y una linda chica.

Podemos ver cómo se enciende el rostro de la enfermera y cómo se retuerce su boca mientras le observa. Mira un segundo a su alrededor y advierte que todo el mundo está pendiente de su reacción… hasta los negros y las enfermeras menores la miran a hurtadillas y también la observan los internos que comienzan a entrar para la reunión del equipo médico. Mira otra vez a McMurphy y espera a que termine el anuncio de la hoja de afeitar; luego se levanta y se dirige a la puerta de acero donde están los mandos, acciona un interruptor y la imagen del televisor se queda gris. En la pantalla sólo queda un puntito de luz parpadeante, frente a McMurphy que sigue allí sentado.

El puntito luminoso no le altera en absoluto. En realidad, ni siquiera deja traslucir que ha advertido la desaparición de la imagen; aprieta el cigarrillo entre los dientes y se cala la gorra en el pelo rojo hasta que tiene que inclinar la cabeza para mirar por debajo de la visera.

Y así queda, allí sentado, con las manos cruzadas bajo la nuca y los pies apoyados en la silla, y un cigarrillo que suelta una voluta de humo bajo la visera de la gorra… con la mirada fija en la pantalla del televisor.

La enfermera procura resistir con todas sus fuerzas; luego se asoma a la puerta de la Casilla de las Enfermeras y le grita que más le valdría ayudar a los demás a hacer la limpieza. Él la ignora.

– Señor McMurphy, le he dicho que debería trabajar a estas horas. -Su voz es un agudo gemido, suena como una sierra eléctrica al cortar un pino-. ¡Señor McMurphy, se lo advierto!

Todos interrumpen su trabajo. La enfermera mira a su alrededor, sale de la Casilla y da un paso en dirección a McMurphy.

– ¿No comprende que está internado? Está… bajo mi jurisdicción… bajo el control… del personal. -Levanta un puño en el aire, las uñas rojo-anaranjadas se le clavan en la palma de la mano-. Bajo la jurisdicción y el control…

Harding desenchufa la aspiradora y la deja en el pasillo, se instala una silla junto a McMurphy, se sienta y también enciende un cigarrillo.

– ¡Señor Harding! ¡Continúe el trabajo que se le ha encomendado!

Creo que su voz suena como si hubiese chocado con un clavo y me resulta tan gracioso que casi suelto una carcajada.

– ¡Señor Harding!

Entonces Cheswick también va a buscarse una silla, y luego lo hace Billy Bibbit, y Scanlon y Fredrickson y Sefelt, y por fin todos dejamos las fregonas y las escobas y los trapos y nos instalamos en nuestras sillas.

– Escuchadme bien… Basta de tonterías. ¡Basta!

Y todos nos quedamos allí sentados, alineados frente a ese televisor apagado, con la mirada fija en la pantalla gris, como si pudiéramos ver perfectamente el partido de béisbol, mientras ella continúa despotricando y chillando a nuestras espaldas.

Si alguien hubiese entrado y echado un vistazo, si alguien hubiera visto a todos esos hombres mirando un televisor apagado y una mujer cincuentona gritando y chillando a sus espaldas algo referente a la disciplina y el orden y las recriminaciones, habría pensado que todos estábamos más locos que un rebaño de cabras.

SEGUNDA PARTE

En el lugar más extremo de mi campo visual diviso en la Casilla de las Enfermeras el rostro esmaltado de blanco; lo veo balancearse sobre la mesa, observo cómo se retuerce y se diluye en sus esfuerzos por recuperar su forma primitiva. Los demás también lo observan, aunque procuran fingir que no lo ven. Procuran fingir que sólo tienen ojos para el televisor apagado, ahí, frente a nosotros, pero salta a la vista que todos miran de reojo a la Gran Enfermera tras su cristal, igual que hago yo. Es la primera vez que ella se encuentra al otro lado del cristal y puede hacerse una idea de lo que se siente al ser observado precisamente cuando, lo que más se desearía, es poder tender un verde telón entre el propio rostro y todas esas miradas que uno quisiera eludir.

Los internos, los negros, las enfermeras menores también la observan, mientras aguardan que salga al pasillo, pues ya es la hora de la reunión que ella misma ha convocado, y se mantienen a la expectativa para comprobar cuál será su actuación ahora que todos saben que también ella puede llegar a perder el control. Sabe que la están mirando, pero no se mueve, ni siquiera cuando empiezan a dirigirse a la sala del personal sin esperarla. Observo que toda la maquinaria de las paredes está parada, como si esperase un gesto de la enfermera.

Ya no se ve ni rastro de niebla por ninguna parte.

De pronto recuerdo que tengo que limpiar la sala del personal. Siempre limpio la sala del personal cuando celebran estas reuniones, lo hago desde hace años. Pero, ahora, el miedo me tiene pegado a la silla. Siempre me habían dejado limpiar la sala del personal porque creían que no podía oírles, pero ahora que me han visto levantar la mano cuando McMurphy me lo indicó, sabrán, sin duda, que puedo oírles. ¿Supondrán que los he podido oír todos estos años y que he estado escuchando secretos que sólo ellos podían compartir? ¿Qué me harán en la sala de personal si se han enterado?

Sin embargo, esperan que acuda. Si no voy, tendrán la certeza de que puedo oírles, y pensarán, ¿habéis visto? No ha venido a limpiar la sala, ¿no es eso una prueba suficiente? Es evidente que eso indica…

Ahora empiezo a comprender todo el alcance del riesgo que hemos corrido al permitir que McMurphy intentara sacarnos de la niebla.

Uno de los negros, con los brazos cruzados, está apoyado en la pared cerca de la puerta; se pasa la punta sonrosada de la lengua por los labios, mientras nos contempla allí sentados frente al televisor. Sus ojos se mueven a un lado y a otro al mismo ritmo que su lengua y por fin se detienen en mi persona, y puedo ver cómo levanta un poco sus párpados correosos. Se queda mirándome un largo rato y comprendo que está meditando sobre mi proceder en la reunión de grupo. Luego se aparta bruscamente de la pared, con lo cual rompe el contacto, se dirige al armario de las escobas y vuelve con un cubo lleno de agua jabonosa y una esponja, me tira del brazo y me cuelga el cubo de él, como si colgase una perola de la cadena de un hogar.

– Vamos, Jefe -dice-. Levántate y ponte a trabajar.

No me muevo. El cubo se balancea en mi brazo. No doy señales de haber oído nada. Me está tendiendo una trampa. Vuelve a pedirme que me levante y, cuando no me muevo, levanta la vista hacia el techo y suspira, extiende la mano, me coge por el cuello del uniforme y me da un tirón, entonces me levanto. Me mete la esponja en el bolsillo y me señala el otro extremo del pasillo, donde se halla la sala del personal, y salgo en esa dirección.