– Un momento, ya conozco a ese granuja grandullón que está ahí, más vale que le deis un buen golpe en la nuca o que pidáis ayuda o algo. Se las sabe todas cuando se trata de armar escándalo.

Por lo que, en general, procuraba no adentrarme demasiado en la niebla, por temor a perderme e ir a parar a la puerta de la Sala de Chocs. Me quedaba mirando fijamente cualquier cosa que por casualidad apareciera ante mis ojos y me aferraba a ella como uno se agarra a los palos de una cerca hasta que pasa la tormenta. Pero la niebla que insuflaban era cada vez más densa y empecé a tener la impresión de que, por mucho que me esforzara, por lo menos dos o tres veces al mes acababa yendo a parar junto a esa puerta que se abría ante mis ojos y me arrojaba un acre olor a chispas y ozono. Pese a todas mis mañas, comenzaba a resultarme difícil no perderme.

Entonces descubrí una cosa: no tenía por qué ir a parar junto a esa puerta si no me movía cuando comenzaba a cubrirme la niebla y me limitaba a quedarme quieto en mi sitio. El problema estaba en que yo mismo acababa dirigiéndome a esa puerta porque me asustaba permanecer tanto rato perdido y entonces me ponía a aullar y les ayudaba a descubrirme. Chillaba para que me descubriesen; tenía la impresión de que cualquier cosa, incluso la Sala de Chocs, era preferible a continuar eternamente perdido. Ahora ya no sé. Estar perdido no resulta tan terrible.

Me he pasado toda la mañana esperando que volvieran a insuflar esa niebla. Los últimos días lo han hecho cada vez con más frecuencia. Tengo la impresión de que es a causa de McMurphy. Aún no le han instalado los controles y se proponen cogerle desprevenido. Comprenden que sin duda creará problemas; ya ha logrado sublevar media docena de veces a Cheswick y Harding y a algunos más hasta el punto de que parecía que iban a rebelarse contra uno de los negros… pero siempre, en el momento en que todos pensábamos que por fin algún paciente haría algo, comenzaba a aparecer la niebla, como ha sucedido ahora.

Hace un par de minutos oí que detrás de la rejilla, empezaba a bombear el compresor, en el momento en que los chicos sacaban las mesas de la sala de estar para la reunión terapéutica y la bruma ya está inundando el piso, tan densa, que tengo húmedas las perneras de los pantalones. Estoy limpiando los cristales de la puerta de la casilla de cristal y oigo que la Gran Enfermera coge el teléfono y llama al doctor para decirle que en seguida estaremos dispuestos para comenzar la reunión y le comunica que tal vez debiera reservar una hora libre esta tarde, para celebrar una reunión del equipo médico.

– La cuestión es que -le dice- he estado pensando que ya es hora de que discutamos el caso del paciente Randle McMurphy y la conveniencia de que permanezca en esta galería.

Escucha un minuto, luego le dice:

– No creo prudente permitir que siga alterando a los pacientes, tal como ha venido haciendo estos últimos días.

Por eso está insuflando niebla antes de la reunión. No suele hacerlo. Pero tiene la intención de ocuparse hoy mismo de McMurphy, tal vez piense trasladarle a Perturbados. Dejo el paño y me dirijo a mi silla en el extremo de la hilera de los Crónicos; apenas consigo ver cómo se van acomodando los muchachos y diviso a duras penas al doctor, que se limpia las gafas al cruzar la puerta, como si creyera que éstas son la causa de que lo vea todo borroso, y no la niebla.

Nunca había visto una niebla tan densa como ésta.

Puedo oírles a lo lejos, puedo oír cómo intentan proseguir la reunión, dicen alguna bobada sobre el tartamudeo de Billy Bibbit y su aparición. Tan densa es la niebla que las palabras llegan a mis oídos como a través del agua. En realidad, es tal su semejanza con el agua, que me levanta de mi silla y me quedo un rato flotando sin saber dónde tengo los pies y dónde la cabeza. Al principio, esto de flotar me marea un poco. No consigo ver absolutamente nada. Nunca había sido tan densa como para hacerme flotar de este modo.

Las palabras se desvanecen, para luego subir otra vez de tono, se apagan y reaparecen, mientras sigo flotando a la deriva; pero, por fuertes que suenen, a veces tan fuertes que tengo la certeza de estar al lado mismo del tipo que las pronuncia, sigo sin ver nada.

Reconozco la voz de Billy, tartamudea peor que nunca porque está nervioso:

– … m-m-me e-e-e-echaron del colegio po-po-porque no me presenté a la formación. N-n-no po-po-podía soportarlo. Cu-cu-cu-cuando el encargado pasaba lista y decía «Bibbit», no podía contestar. Ha-bi-i-iía que decir p-p-p-presen…

La palabra se le ha atravesado como un hueso en la garganta. Le oigo tragar saliva y empezar otra vez.

– Había que decir, «Presente, señor», y nunca co-co-co-conseguí decirlo.

Su voz comienza a esfumarse; luego, por la izquierda, empieza a tronar la voz de la Gran Enfermera:

– ¿Podrías recordar cuándo empezaste a tener problemas de locución Billy? ¿Recuerdas cuándo empezaste a tartamudear por primera vez?

No sabría decir si Billy se está riendo o qué.

– ¿Ta-ta-tartamudear por primera vez? ¿Por primera vez? Ya ta-ta-tartamudeé al decir la pr-i-i-mera palabra: m-m-m-m-mamá.

Entonces las voces se desvanecen por completo; nunca había ocurrido nada parecido. Tal vez Billy también se ha escondido en la niebla. Tal vez todos han optado por esconderse total y definitivamente en esta niebla.

Me cruzo con una silla que también flota. Es lo primero que consigo vislumbrar. Se acerca a la deriva entre la niebla, justo a mi derecha, y durante un par de segundos la tengo exactamente frente a mi cara, a unos milímetros fuera de mi alcance. Últimamente he adquirido la costumbre de no tocar las cosas que se me aparecen en la niebla; me quedo quieto e intento no aferrarme a nada. Pero esta vez tengo miedo, el mismo que solía sentir antes. Pongo todo mi empeño en alcanzar esa silla y agarrarme a ella, pero nada me sostiene y sólo consigo nadar en el vacío; tengo que conformarme con observar cómo se va perfilando la silla, más claramente que nunca, hasta tal punto que consigo ver la huella que dejó el dedo de un trabajador al tocarla antes de que el barniz estuviera seco. La silla permanece unos segundos ante mis ojos y luego se desvanece. Nunca había visto una niebla en la cual las cosas flotasen de este modo. Nunca la había visto tan densa, hasta el punto de que, aunque quisiera, no podría tocar el suelo y caminar. De ahí mi terrible miedo; creo que esta vez voy a salir flotando hacia algún sitio del que ya nunca volveré.

Un Crónico flota ante mis ojos, un poco más abajo que yo. Es el viejo coronel Matterson que lee las arrugadas líneas de su larga mano amarilla. Le miro detenidamente, pues supongo que es la última vez. Tiene la cara enorme, tan grande que casi no puedo resistir el verla. Cada cabello y cada arruga se ha ampliado, como si le estuviera observando con uno de esos microscopios. Le veo con tanta nitidez que ante mis ojos se despliega toda su vida. Es el rostro de sesenta años de campamentos militares del suroeste, surcado por los aros de hierro de las ruedas de los furgones, gastado hasta los huesos por las pisadas de millares de pies en marchas de dos días.

Extiende su larga mano, la pone ante sus ojos y frunce el entrecejo al verla, levanta la otra mano y va siguiendo las palabras con un dedo de madera que la nicotina ha teñido del color de una caja de fusil. Su voz suena tan profunda, lenta y paciente como siempre y mientras lee veo cómo de sus frágiles labios brotan oscuras y pesadas palabras.

– Ahora… La bandera es… A-mér-ica. América es… la ciruela. El melocotón. La san-dí-a. América es… tel-e-visión.

Es cierto. Todo eso está escrito en esa mano amarilla. Yo también puedo leerlo.

– Ahora… La cruz es… Méx-i-co -levanta la vista para comprobar si presto atención y, al ver que así es, me sonríe y continúa-: México es… la nu-ez. La avellana. La be-llota. México es… el arco-iris. El arco-iris es… de madera. México es… de madera.