– ¿Que no servirá de nada? ¡Venga! Al menos servirá para que hagáis un poco de ejercicio al levantar el brazo.

– Pero es correr un riesgo, amigo. Ella siempre encuentra la manera de hacernos las cosas más difíciles. Un partido de béisbol no merece correr ese riesgo -dice Harding.

– ¿Quién diablos dice eso? Voto a…, no me he perdido un Campeonato del Mundo en muchos años. Incluso cuando estuve en chirona un mes de septiembre, nos dejaron tener un televisor y ver el Campeonato; de lo contrario se hubieran encontrado con un motín entre manos. Tal vez no tenga más remedio que derribar esa puerta para ir a ver el partido en algún bar, con mi amigo Cheswick, él y yo solitos.

– Ahí tienen una sugerencia digna de encomio -dice Harding y arroja a un lado la revista-. ¿Por qué no lo ponemos a votación en la reunión de mañana? «Señorita Ratched, quisiera proponer que la galería sea transportada en masa al Bar Horas Muertas para tomar una cerveza y ver el partido.»

– Yo apoyaré la propuesta -dice Cheswick-. Ya lo creo.

– Qué masas ni que ocho cuartos -dice McMurphy-. Estoy harto de vosotros, hatajo de viejas; cuando Cheswick y yo salgamos de aquí pienso clavar la puerta por fuera. Más vale que no vengáis; mamá no os dejaría cruzar solos la calle.

– ¿Síi? ¿Eso piensas? – Fredrickson se le ha acercado por detrás-. ¿Piensas levantar una de esas botazas que llevas y derribar la puerta de una patada! Como todo un hombre.

McMurphy apenas le presta atención a Fredrickson; ya sabe que, de vez en cuando éste se envalentona, pero que todo su arrojo se viene abajo al menor sobresalto.

– ¿Qué me dices, macho -insiste Fredrickson-, piensas derribar la puerta a puntapiés y demostrarnos de lo que eres capaz?

– No, Fred, no creo que lo haga. No quiero estropearme las botas.

– ¿Noo? Bueno, ¿no hablabas tanto? ¿Cómo piensas arreglártelas para salir de aquí?

McMurphy echa un vistazo a su alrededor.

– Pues… supongo que, si quisiera, podría arrancar la tela metálica de una de esas ventanas con una silla…

– ¿Síi? ¿Podrías, eso crees? ¿Podrías arrancarla de cuajo? Muy bien, ¿por qué no lo pruebas? Venga, machote, te apuesto diez dólares a que no eres capaz.

– No pierdas el tiempo, Mac -dice Cheswick-. Fredrickson sabe que sólo conseguirás romper la silla y que te manden con los Perturbados. El mismo día que llegué aquí nos hicieron una demostración de la resistencia de esas rejillas. Son de un material especial. Un técnico cogió una silla como ésa donde apoyas los pies y empezó a golpear la tela metálica hasta que la silla quedó hecha astillas. Casi no le hizo ni una abolladura a la rejilla.

– Muy bien -dice McMurphy mientras mira a su alrededor. Veo que comienza a mostrar interés. Espero que la Gran Enfermera no esté escuchando; le mandaría a la sala de Perturbados en menos de una hora-. Necesitaremos algo más sólido. ¿Una mesa tal vez?

– Pasará lo mismo que con la silla. La misma madera, el mismo peso.

– Vaya por Dios, entonces intentaremos encontrar algo capaz de romper esa tela metálica para poder salir. Y si creéis que no puedo hacerlo si me lo propongo, tendréis que cambiar de opinión. Muy bien… algo más grande que una mesa o una silla… Bueno, si fuera por la noche podría tirar a ese gordo; pesa lo suficiente.

– Es demasiado blando -dice Harding-. Pasaría por la rejilla y saldría cortado a taquitos como una berenjena.

– ¿Y una cama?

– Demasiado grande. Aun suponiendo que pudieras levantarla, una cama no pasaría por la ventana.

– Claro que podría levantarla. Bueno, repámpanos, ahí lo tenemos: ese trasto sobre el que está sentado Billy. Ese gran panel lleno de pomos y de manijas. Es bastante duro, ¿no? Y desde luego pesa más que suficiente.

– Ya lo creo -dice Fredrickson -. Es lo mismo que derribar de una patada la puerta de acero de la entrada.

– ¿Por qué no voy a poder romperla con ese panel? No veo que esté clavado.

– No, no está atornillado, probablemente sólo lo sostienen un par de cables, pero míralo, por el amor de Dios.

Todos miran. El panel es de cemento y acero, es casi tan grande como la mitad de una de las mesas, debe de pesar más de doscientos kilos.

– Muy bien, ya lo veo. No parece más grande que las balas de paja que solían cargar en los camiones.

– Amigo, mucho me temo que este artefacto pese algo más que esas balas de paja.

– Como un cuarto de tonelada más, diría yo -añade Fredrickson.

– Tiene razón, Mac -dice Cheswick-. Debe pesar muchísimo.

– Al carajo, ¿queréis decir que no soy capaz de levantar esa porquería?

– Amigo mío, no recuerdo haber oído decir nunca que, además de sus otras notables cualidades, los psicópatas sean capaces de mover montañas.

– Muy bien, decís que no soy capaz de levantarlo. Bueno, voto o…

McMurphy baja de la mesa de un salto y comienza a quitarse la chaqueta verde; los tatuajes que asoman debajo de su camiseta comienzan a temblar sobre los músculos de sus brazos.

– ¿Quién se apuesta cinco dólares? Nadie puede convencerme de que no soy capaz de hacer algo si no lo he intentado primero. Cinco dólares…

– McMurphy, es tan insensato como la apuesta de la enfermera.

– ¿Quién quiere perder cinco dólares? Lo tomáis o lo dejáis…

En el acto, todos los muchachos firman pagarés; les ha ganado tantas veces al póquer y al «veintiuno» que están ansiosos de desquitarse y esta vez sí que no pueden perder. No sé qué se propone; por ancho y fornido que sea, se necesitarían tres como él para levantar ese panel, y él lo sabe. No tiene más que echarle un vistazo para comprobar que probablemente ni siquiera conseguirá moverlo un poco y mucho menos levantarlo. Se necesitaría un gigante para despegarlo del suelo. Sin embargo, cuando los Agudos terminan de firmar sus pagarés, se acerca al panel, baja a Billy que está sentado encima, se escupe las grandes palmas callosas, se las frota y comienza a doblar los hombros.

– Venga, atrás. Cuando hago ejercicio absorbo todo el aire que tengo cerca y he visto a hombres ya crecidos desmayarse de asfixia. Atrás. Seguramente se resquebrajará el cemento y algún trozo de acero saldrá despedido. Llevaos a las mujeres y los niños. Atrás…

– Santo cielo, ¿y si lo consigue? -musita Cheswick.

– Claro, a lo mejor lo convence para que se desprenda del suelo -replica Fredrickson.

– Es más probable que consiga una bonita hernia -comenta Harding-. Vamos, McMurphy, deja de portarte como un necio; no hay persona humana capaz de levantar ese artefacto.

McMurphy cambia un par de veces la posición de los pies, para afianzarse bien, y se seca las manos contra los muslos, luego se inclina y agarra las barras que hay a ambos lados del panel. Cuando comienza a nacer fuerza, los chicos se ponen a abuchearlo y a chancearse. Él suelta las barras, se incorpora y vuelve a poner bien los pies.

– ¿Abandonas? -se burla Fredrickson.

– Sólo me coloco bien. Ahora va en serio… -y vuelve a agarrar las barras.

Y de pronto todos dejan de zaherirle. Comienzan a hinchársele los brazos y se le marcan las venas. Aprieta los ojos y sus labios se separan y dejan ver los dientes. Echa hacia atrás la cabeza y, desde su cuello levantado hasta los brazos y a lo largo de éstos hasta llegar a las manos, los tendones se dibujan como tensas cuerdas. Todo su cuerpo se estremece y se esfuerza en levantar algo que él sabe que no conseguirá mover, que todos saben que no conseguirá mover.

Pero, por un breve instante, cuando oímos crujir el cemento a nuestros pies, pensamos, cielo santo, ¿y si lo consigue?

Luego el aliento le abandona como si hubiera explotado y va a dar contra la pared como un peso muerto. Las barras aparecen ensangrentadas allí donde se ha abierto las manos. Se queda un minuto jadeando, apoyado contra la pared, con los ojos cerrados. No se oye ni un rumor, excepto su ronco jadeo; nadie abre la boca.