– Ya, ya, al diablo con eso, ya lo sabemos. Yo y unos cuantos más decidimos…

– Un momento, señor McMurphy, permítame hacer una pregunta al grupo: ¿no les parece que tal vez el señor McMurphy se está excediendo en sus intentos de imponer sus deseos personales sobre algunos de ustedes? He pensado que tal vez todo iría mejor si fuese trasladado a otra galería.

Todos permanecen callados un minuto. Luego alguien dice:

– ¿Por qué no le deja ponerlo a votación? ¿No pensará enviarlo a Perturbados sólo por proponer una votación? ¿Qué tiene de malo un cambio de horario?

– Pero, señor Scanlon, si no recuerdo mal, usted estuvo tres días sin comer, hasta que le permitimos poner la televisión a las seis en vez de a las seis y media.

– Uno tiene que ver las noticias, ¿no cree? Cielo santo, podrían haber bombardeado Washington y hubiera pasado una semana antes de que nos enterásemos.

– ¿Sí? ¿Y no le molesta renunciar a sus noticias para contemplar a una pandilla de hombres jugando al béisbol?

– ¿No podemos ver las dos cosas, eh? No, supongo que no. Bueno, qué diablos… no creo que nos bombardeen esta semana.

– Dejémosle ponerlo a votación, señorita Ratched.

– De acuerdo. Pero creo que hay pruebas evidentes de la excitación que está causando en algunos de los pacientes. ¿Cuál es su propuesta, señor McMurphy?

– Propongo votar de nuevo si deseamos ver la tele por la tarde.

– ¿Seguro que se dará por satisfecho con una nueva votación? Hay cosas más importantes…

– Me daré por satisfecho. Sólo quiero comprobar quién tiene pelotas y quién no.

– Doctor Spivey, este lenguaje es lo que me hace sospechar que tal vez los pacientes saldrían beneficiados si se trasladase al señor McMurphy.

– ¿Por qué no le deja ponerlo a votación?

– Desde luego, señor Cheswick. Pueden votar. ¿Le basta con una votación a mano alzada, señor McMurphy, o prefiere un escrutinio secreto?

– Quiero ver las manos. También quiero comprobar cuáles no se levantan.

– Que levanten la mano todos los que estén a favor de ver la televisión por la tarde.

La primera mano que se levanta es la de McMurphy, lo sé por la venda que lleva, pues se cortó con un panel al intentar levantarlo. Y luego veo cómo se van levantando otras manos entre la niebla. Es como si… la gran manaza roja de McMurphy se introdujera en la niebla y hurgase en ella y arrastrase a los hombres por la mano, obligándoles a salir parpadeando a plena luz. Primero uno, luego otro, luego el siguiente. Va recorriendo toda la fila de Agudos, obligándoles a salir de la niebla, hasta que todos están de pie, los veinte levantados, no sólo para poder ver la televisión, sino también contra la Gran Enfermera, contra su propósito de enviar a McMurphy a la galería de Perturbados, contra la manera en que les ha estado hablando y como les ha tratado y les ha doblegado durante años.

Nadie dice nada. Advierto que todos están estupefactos, pacientes y personal por igual. La enfermera no acierta a comprender qué ha pasado; ayer, antes de que intentase levantar el panel, sólo cuatro o cinco hombres hubieran votado a su favor. Cuando habla, no permite que su voz deje traslucir su sorpresa.

– Sólo cuento veinte votos, señor McMurphy.

– ¿Veinte? Bueno, ¿y qué? Somos veinte… -Se le cortan las palabras cuando comprende a qué se refiere la enfermera-. Alto ahí, un minuto, señora mía…

– Creo que ha perdido la votación.

– ¡Sólo un minuto!

– Hay cuarenta pacientes en la galería, señor McMurphy. Cuarenta pacientes, y sólo han votado veinte. Es preciso contar con un voto mayoritario para modificar las normas de la galería. Creo que esto pone fin a la votación.

Las manos empiezan a bajar en toda la sala. Los muchachos saben que han sido derrotados, desean hundirse de nuevo en la seguridad de la niebla. McMurphy se pone de pie de un salto.

– Bueno, que me aspen. ¿No me diga que ahora me va a salir con ésas? ¿Que también piensa contar con los votos de esos pájaros?

– ¿No le ha explicado el procedimiento de las votaciones, doctor?

– Mucho me temo que… se precisa una mayoría, McMurphy. Ella tiene razón, tiene razón.

– Un voto mayoritario, McMurphy; lo dice la constitución de la galería.

– Y supongo que para cambiar esa maldita constitución se requiere un voto mayoritario. Claro. ¡De todas las guarradas que he visto en mi vida, ésta se lleva la palma!

– Lo siento, señor McMurphy, pero verá que está escrito en el reglamento, si permite que se lo…

– ¡Así es como funciona esta mierda de democracia… córcholis!

– Parece un poco alterado, señor McMurphy. ¿No cree usted que está alterado, doctor? Quisiera que tomase nota de ello.

– Basta de cháchara, señorita. Cuando a uno le hacen una jugada tiene derecho a quejarse. Y desde luego nos han hecho una buena jugada.

– Doctor, dado el estado del paciente, tal vez sería preferible concluir la reunión por hoy…

– ¡Espere! Espere un minuto, déjeme hablar con esos viejos.

– La votación ha terminado, señor McMurphy.

– Deje que les hable.

Cruza la sala y se dirige hacia nosotros. Se va haciendo más y más grande y tiene el rostro muy encendido. Mete la mano en la niebla e intenta sacar a Ruckly, porque es el más joven.

– ¿Y tú qué me dices, compañero? ¿Quieres ver el Campeonato del Mundo? ¿Béisbol? ¿Partidos de béisbol? No tienes más que levantar la mano…

– Al c-c-c-carajo la mujer.

– Muy bien, olvídalo. ¿Y tú, compañero, qué me dices? ¿Cómo te llamas… Ellis? ¿Te gustaría ver un partido en la tele, Ellis? Sólo tienes que levantar la mano…

Ellis tiene la manos clavadas en la pared, no pueden contarse como un voto.

– He dicho que había terminado la votación, McMurphy. Está dando un espectáculo.

McMurphy no le presta ninguna atención. Sigue recorriendo la hilera de Crónicos.

– Vamos, vamos, sólo falta un voto vuestro, amigos, sólo tenéis que levantar la mano. Demostradle que aún sois capaces de hacerlo.

– Estoy cansado -dice Pete y menea la cabeza.

– La noche es… el océano Pacífico. -El coronel está leyendo en su mano, no le interesa la votación.

– ¡Uno solo de vosotros, uno que se atreva a levantar la voz! Así es como os tienen cogidos, ¿no lo comprendéis? ¡Tenemos que conseguirlo… o nos habrán hecho polvo! ¿Ninguno comprende un poquito lo que estoy haciendo? ¿Lo suficiente para levantar la mano? ¿Tú, Gabriel? ¿George? ¿No? ¿Tú, Jefe, qué me dices?

Su figura se alza ante mí entre la bruma. ¿Por qué no me deja en paz?

– Jefe, eres nuestra última oportunidad.

La Gran Enfermera está guardando sus papeles; las otras enfermeras esperan de pie a su alrededor. Por fin se levanta.

– Entonces queda aplazada la reunión -le oigo decir-. Y desearía que el equipo médico se reuniese en la sala de personal dentro de una hora, aproximadamente. Si no hay na…

Es demasiado tarde para impedirlo. McMurphy le hizo algo el primer día que estuvo aquí, le echó una especie de maleficio a mi mano y ahora no obedece mis órdenes. No tiene sentido, cualquier imbécil puede darse cuenta; jamás lo haría por mi propia voluntad. La forma en que me mira la enfermera, sin palabras en la boca, me indica que me estoy metiendo en un lío, pero no puedo evitarlo. McMurphy la ha enganchado con hilos ocultos y la levanta lentamente con el solo propósito de obligarme a salir de la niebla y ponerme al descubierto, donde cualquiera pueda atraparme. Es obra suya, los alambres…

No. No es cierto. Yo mismo la levanté.

McMurphy me obliga a ponerme en pie, me palmea la espalda.

– ¡Veintiuno! ¡Con el voto del Jefe somos veintiuno! ¡Y si eso no es mayoría que me aspen!

– Yupii -grita Cheswick. Los otros Agudos se me acercan.

– Ya había terminado la reunión -dice ella.

Su sonrisa sigue ahí, pero cuando sale de la sala de estar y se dirige a la Casilla de las Enfermeras tiene el cuello encendido e hinchado como si estuviera a punto de estallar.