Y más tarde en el retrete, escondido de los negros, miraba mi imagen en el espejo y me preguntaba cómo era posible que alguien hubiese logrado algo tan fantástico como llegar a ser lo que él era. Veía mi rostro en el espejo, fuerte, moreno, con grandes pómulos salientes, como si el hueso que había debajo hubiese sido tallado con un hacha, con unos ojos completamente negros y una mirada dura y amenazadora, igual que los ojos de Papá y los de todos esos valerosos indios amenazadores que uno ve en la televisión, y pensaba: ése no soy yo, ésa no es mi cara. Ni siquiera era yo cuando intentaba parecerme a esa cara. Ni siquiera entonces era realmente yo mismo; no hacía más que mostrarme tal como los demás me veían, tal como querían verme. Creo que nunca he sido yo mismo. ¿Cómo puede McMurphy ser como es?

Lo veía de un modo distinto a como lo vi cuando llegó aquí; veía en él algo más que sus manazas, las patillas rojas y su burlona nariz rota: lo había visto hacer cosas que no casaban con su rostro y con sus manos, cosas como pintar un dibujo en Terapia Ocupacional, con colores de verdad, en un papel blanco sin líneas ni números que le indicasen dónde debía pintar, o escribir cartas a alguien con una letra bonita y fluida. ¿Cómo era posible que un hombre con su aspecto pintase cuadros o escribiese cartas a la gente, o se mostrase conmovido y preocupado como lo vi una vez cuando le devolvieron una carta? Eran cosas que uno esperaría de Billy Bibbit o de Harding. Las manos de Harding parecían hechas para dibujar, aunque nunca lo hacía; Harding aprisionaba sus manos y las obligaba a serrar tablones para construir casillas para perros. McMurphy no era así. No había permitido que su aspecto determinase su vida en uno u otro sentido, lo mismo que no había permitido que el Tinglado lo manipulase hasta colocarlo en el lugar donde ellos quisieran que estuviese.

Empezaba a ver muchísimas cosas de un modo distinto. Supuse que la máquina de hacer niebla empotrada en las paredes se había estropeado cuando la forzaron demasiado para la reunión del viernes, de modo que ahora no podían insuflar niebla y gas y deformar la apariencia de las cosas. Por primera vez en muchos años volvía a ver a la gente sin ese contorno negro que solían presentar, y una noche incluso conseguí mirar por la ventana.

Como ya he dicho, casi todas las noches me daban una pastilla antes de mandarme a la cama, me dejaban seco y fuera de circulación. Y si algo fallaba con la dosis y me despertaba, tenía los ojos llenos de legañas y el dormitorio estaba saturado de humo, los cables de las paredes estaban cargados a tope, se retorcían y lanzaban chispas mortíferas y llenas de odio que inundaban el aire; todo eso era demasiado para mí, por lo que enterraba la cabeza bajo la almohada y procuraba volverme a dormir. Cada vez que echaba un vistazo fuera, me encontraba con el olor a pelo chamuscado y un ruido parecido al que hacen las chuletas sobre un asador caliente.

Pero aquella noche en concreto, algunos días después de la gran reunión, me desperté y encontré el dormitorio despejado y callado; el silencio era total, a excepción del suave respirar de los hombres y el traqueteo de piezas sueltas bajo las frágiles costillas de los dos viejos Vegetales. Había una ventana abierta, el aire del dormitorio estaba despejado y tenía un regusto que me hizo sentir como aturdido y un poco embriagado y despertó en mí un súbito impulso de bajar de la cama y hacer algo.

Me deslicé de entre las sábanas y empecé a andar descalzo sobre las frías baldosas, entre las camas. Al tocar las baldosas con los pies me pregunté cuántos miles de veces había pasado la fregona por ese mismo suelo, sin llegar a sentir nunca su tacto. Tanto fregar me parecía un sueño, como si no pudiera creer que realmente me había pasado todos estos años haciéndolo. En ese momento lo único verdaderamente real era ese piso frío bajo mis pies.

Caminé entre los muchachos amontonados en largas hileras blancas como bancos de nieve, procurando no tropezar con nadie, hasta que conseguí llegar a la pared de las ventanas. Avancé a lo largo de la fila de ventanas, hasta llegar a una en la cual las sombras se asomaban y desaparecían suavemente con la brisa, y apoyé la frente contra la tela metálica. El metal tenía un tacto frío y cortante, restregué la cabeza contra él para poder sentirlo en las mejillas, y aspiré la brisa. Pronto llegará el otoño, pensé, percibo el olor a melaza amarga del heno, un olor que permanece suspendido en el aire como el tañido de una campana: un olor como si alguien hubiera estado quemando hojas y hubiese dejado que se consumieran durante la noche porque estaban demasiado verdes.

Se acerca el otoño, seguí pensando, el otoño está próximo; como si fuese la cosa más extraña del mundo. El otoño. Hace poco, ahí fuera era primavera, luego vino el verano y ahora, el otoño… curiosa idea, sin duda.

Advertí que aún tenía los ojos cerrados. Los había cerrado al acercar la cara a la tela metálica, como si tuviese miedo de mirar afuera. Ahora debía abrirlos.

Miré por la ventana y por primera vez pude ver que el hospital estaba en medio del campo. La luna estaba baja en el cielo, sobre las tierras de pastoreo; tenía la cara llena de arañazos y rasguños como si acabara de desprenderse de una maraña de jaras y madroños, allí, en el horizonte. Las estrellas próximas a la luna tenían un brillo pálido; éste se hacía más intenso cuanto más apartadas se hallaban del círculo de luz donde enseñoreaba la gigantesca luna. Recordé que había observado exactamente lo mismo una vez que salí de caza con Papá y los tíos y estaba allí tendido, envuelto en las mantas tejidas por la Abuela, un poco apartado de los hombres que se habían sentado en cuclillas en torno al fuego y pasaban de mano en mano una jarra de aguardiente de cacto, sin decir palabra. Observé cómo la gran luna de las praderas de Oregón que estaba sobre mi cabeza hacía palidecer a todas las estrellas que la rodeaban. Me quedé despierto mirándola, para comprobar si la luna empalidecía o las estrellas adquirían mayor brillo, hasta que el rocío comenzó a mojar mis mejillas y tuve que cubrirme la cabeza con la manta.

Algo se movió en el suelo bajo la ventana y proyectó una larga araña de sombra en la hierba mientras corría hasta perderse de vista tras el seto. Cuando volvió a situarse en un lugar donde podía verle mejor, comprobé que era un perro, un joven perro callejero que había salido a hurtadillas de casa para descubrir qué sucedía después de caer la noche. Olfateaba cuevas de ardillas zapadoras, no con la idea de atrapar una, sino con la sola intención de averiguar qué hacían a esas horas. Introducía el hocico en un agujero, con el trasero levantado y meneando la cola, luego corría a investigar el siguiente. La luna refulgía a su alrededor sobre la hierba húmeda y al correr dejaba huellas que parecían manchas de pintura oscura sobre el resplandor del prado. Galopó de un agujero interesante a otro hasta que quedó tan cautivado con lo que ocurría a su alrededor -la luna allí arriba, la noche, la brisa llena de salvajes olores que lo embriagaban- que no tuvo más remedio que echarse de espaldas y rodar por la hierba. Empezó a contorsionarse y agitarse como un pez, con el lomo arqueado y el vientre al aire y cuando se puso en pie y se sacudió, esparció un halo de gotitas, como escamas plateadas bajo la luna.

Olfateó de nuevo todos los agujeros en rápido recorrido, para absorber bien los olores, y, de pronto, se quedó inmóvil, con una pata en el aire y la cabeza levantada, a la escucha. Yo también agucé el oído, pero no pude oír nada excepto el chasquido de la persiana. Estuve largo rato escuchando. Entonces, desde muy lejos, me llegó un agudo graznido cantarín, muy débil, que se iba acercando. Patos del Canadá que emigraban al Sur para pasar el invierno. Recordé todas las cacerías y las veces que me había arrastrado sobre el vientre al intentar cazar un pato, sin conseguirlo jamás.