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»El criminal consiguió darse a la fuga. Toda persona culpable de ofrecerle refugio, ayuda o protección o que, conociendo su paradero, haya omitido ponerlo en conocimiento de la Kommandantur en un plazo de cuarenta y ocho horas, incurrirá en la misma pena que el asesino, a saber: será fusilado inmediatamente

La señora Angellier había entreabierto la ventana; cuando el guarda se marchó, se asomó y recorrió la plaza con la mirada. La gente murmuraba, presa del estupor. El día anterior no se hablaba más que de la requisa de caballos, y esta nueva desgracia, añadida a la anterior, sumía sus lentas mentes de pueblerinos en el colmo de la incredulidad: «¿El Benoît? ¿Que el Benoît ha hecho eso? ¡No es posible!» Los granjeros habían sabido guardar el secreto. Los habitantes del pueblo ignoraban lo que ocurría en el campo, en aquellas grandes propiedades celosamente guardadas. Los alemanes estaban mejor informados. Ahora se entendía el porqué de aquel rumor, de aquellos toques de silbato en plena noche, de la prohibición de salir pasadas las ocho el día anterior: «Seguro que trajeron el cuerpo y no querían que lo viéramos.» En los cafés, los alemanes conversaban en voz baja. También ellos tenían una sensación de irrealidad y horror. Llevaban tres meses viviendo con los franceses, codeándose con ellos; no les habían hecho ningún daño; habían conseguido, al fin, y a fuerza de miramientos y buenos modos, establecer relaciones humanas entre invasores e invadidos. Y ahora el acto de un loco volvía a ponerlo todo en entredicho. En realidad, el asesinato en sí mismo les afectaba menos que aquella solidaridad, aquella complicidad que adivinaban a su alrededor (porque, en fin, para que un hombre eluda a un regimiento lanzado en su persecución, hace falta que toda la comarca lo ayude, lo oculte, le dé de comer, a menos, naturalmente, que estuviera escondido en los bosques -que habían batido durante toda la noche- o, aún más probable, que hubiera abandonado la región, cosa que, una vez más, no podía hacerse sin la ayuda activa o pasiva de la población). «De modo -pensaba cada soldado- que después de haberme acogido, de haberme sonreído, de haberme hecho sitio en su mesa, de haber dejado que sentara a sus hijos en mis rodillas, si mañana un francés me mata, no habrá una sola voz que me compadezca y todos encubrirán al asesino lo mejor que puedan.» Aquellos campesinos tranquilos de rostro impenetrable, aquellas mujeres que ayer mismo les sonreían y les hablaban y que hoy, al pasar ante ellos, desviaban la mirada, incómodas, ¡eran otros tantos enemigos! Apenas podían creerlo. ¡Si eran tan buenas personas…! Lacombe, el almadreñero, que la semana anterior les había regalado una botella de vino blanco porque su hija acababa de obtener el diploma de estudios primarios y no sabía cómo expresar su alegría; Georges, el molinero, veterano de la otra guerra, que les había dicho: «¡Que llegue la paz, y cada uno en su casa! Eso es todo lo que nosotros queremos»; las chicas, siempre dispuestas a reír, a cantar, a dejarse besar a escondidas… y de pronto, ¿enemigos otra vez, y para siempre?

Los franceses, entretanto, se decían: «Entonces, ese Willy que me pidió permiso para besar a mi cría, diciendo que tenía una de la misma edad en Baviera; ese Fritz que me ayudó a cuidar a mi marido enfermo; ese Erwald que encuentra Francia tan bonita, y ese otro que se descubrió delante de la foto de papá, caído en 1915… si mañana se lo ordenan, ¿me detendrá, me matará con sus propias manos sin vacilar? La guerra… sí, ya se sabe lo que es la guerra. Pero, en cierto modo, la ocupación aún es peor, porque uno se acostumbra a la gente; uno se dice: "Después de todo, son como nosotros", y no, no es verdad. Somos dos razas diferentes, enemigas para siempre», pensaban los franceses.

La señora Angellier conocía tan bien a aquellos campesinos que tenía la sensación de leerles el pensamiento en la cara. Rió por lo bajo. ¡No, ella no se había dejado engañar, no se había dejado comprar! Porque todos estaban en venta, tanto en el pequeño pueblo de Bussy como en el resto de Francia. Los alemanes ofrecían dinero a los unos (aquellos taberneros que cobraban la botella de chablís a cien francos a los miembros de la Wehrmacht, aquellos granjeros que vendían los huevos a cinco francos la pieza…) y diversión a los otros, los jóvenes, las mujeres… Desde que habían llegado los alemanes nadie se aburría. Por fin había con quien hablar. ¡Señor, si hasta su propia nuera…! Entornó los párpados y extendió una mano pálida y transparente delante de sus ojos, como si se negara a ver un cuerpo desnudo. ¡Sí! Los alemanes creían que podían comprar la tolerancia y el olvido de ese modo. Y lo conseguían. La señora Angellier pasó revista a los notables del pueblo; todos se habían doblegado, todos se habían dejado seducir. Los Montmort recibían a los alemanes; se decía que los oficiales organizarían una fiesta en el parque, en torno al lago. La señora de Montmort decía a todo el que quisiera escucharla que estaba indignada, que cerraría las ventanas para no oír la música ni ver los fuegos artificiales entre los árboles. Pero, cuando los tenientes Von Falk y Bonnet habían ido a hacerle una visita para pedirle sillas, copas y manteles, no los había soltado en dos horas. La señora Angellier lo sabía por la cocinera, que lo sabía por el administrador. De todas maneras, pensándolo bien, esos nobles eran medio extranjeros. ¿No correría por sus venas sangre bávara, renana o prusiana (¡abominación!)? Las familias de la nobleza se unían entre sí sin importarles las fronteras; aunque, bien mirado, los grandes burgueses no eran mucho mejores. La gente susurraba los nombres de los que hacían negocios con los alemanes (y la radio inglesa los gritaba todas las noches): los Maltête de Lyon; los Péricand, en París; la Banca Corbin y tantos otros… La señora Angellier empezaba a sentirse única en su especie, irreducible, inexpugnable como una fortaleza, la única fortaleza que seguía en pie en toda Francia, ¡ay!, pero una fortaleza que nada conseguiría abatir o conquistar, porque sus bastiones no eran de piedra, ni de carne y sangre, sino de lo más inmaterial y, al mismo tiempo, de lo más invencible que había en el mundo: el amor y el odio.

La anciana caminaba rápida y silenciosamente por la habitación. «De nada sirve cerrar los ojos -murmuraba-. Lucile está a punto de arrojarse a los brazos de ese alemán.» ¿Y qué podía hacer ella? Los hombres tenían armas, sabían luchar. Ella sólo podía espiar, mirar, escuchar, acechar en el silencio de la noche un ruido de pasos, un suspiro, para que al menos eso no fuera ni perdonado ni olvidado, para que Gastón a su regreso… Una alegría feroz la estremeció de pies a cabeza. ¡Dios, cómo detestaba a Lucile! Cuando por fin todo dormía en la casa, hacía lo que ella llamaba «su ronda». En esas ocasiones no se le escapaba nada. Contaba las colillas manchadas de carmín de los ceniceros; recogía silenciosamente un pañuelo arrugado y perfumado, una flor caída, un libro abierto… A menudo, oía las notas del piano y la voz, muy baja y muy suave, del alemán, que canturreaba o acompañaba una frase musical. Ese piano… ¿Cómo puede gustarles la música? Cada nota le martilleaba los nervios y le arrancaba un gemido. Antes que eso, prefería sus largas conversaciones, cuyo débil eco conseguía captar asomándose a la ventana, justo encima de la del despacho, que dejaban abierta durante esas hermosas noche de verano. Prefería incluso los silencios que se hacían entre ellos o la risa de Lucile (¡reír, teniendo al marido prisionero! ¡Desvergonzada, mujerzuela, alma vil!). Cualquier cosa era preferible a la música, porque sólo la música es capaz de abolir las diferencias de idioma o costumbres de dos seres humanos y tocar algo indestructible en su interior. En un par de ocasiones, la señora Angellier se había acercado a la puerta del alemán, se había quedado escuchando su respiración y su tosecilla de fumador unos instantes, y luego había cruzado el vestíbulo y deslizado una ramita de brezo, que según la gente atraía la mala suerte, en un bolsillo de la gran capa del oficial, colgada de la cornamenta de ciervo. No es que ella creyera en esas cosas, pero por probar no pasaba nada…