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La imagen que le devolvía el espejo la fascinaba; le gustaba y al mismo tiempo la asustaba.

De pronto, oyó los pasos de la cocinera en la despensa cercana al vestíbulo. Sobresaltada, se apartó del espejo y empezó a dar vueltas por la casa. ¡Qué casa tan inmensa y tan vacía, Dios mío! Como había prometido, su suegra no había vuelto a salir de su habitación, a la que Marthe le subía las comidas; pero aun estando ausente tenía la sensación de verla. Aquella casa era su reflejo, la parte más auténtica de su ser, del mismo modo que la parte más auténtica de Lucile era aquella joven delgada, enamorada y valiente, alegre y desesperada, que hacía apenas unos instantes le sonreía desde el otro lado del espejo… (había desaparecido dejando tan sólo un fantasma sin vida, aquella Lucile Angellier que vagaba por las habitaciones, pegaba la cara a los cristales, ponía maquinalmente en su sitio los feos e inútiles objetos que adornaban la chimenea). ¡Qué tiempo! El aire estaba cargado; el cielo, gris… Las ráfagas de frío viento zarandeaban los tilos en flor. «Una habitación, una casa para mí sola -pensó-, una habitación perfecta, casi desnuda, con una buena lámpara… ¿Y si cerrara los postigos y encendiera la luz, para no ver ese cielo? Marthe vendría a preguntarme si estoy enferma y avisaría a mi suegra, que le mandaría apagar las luces y descorrer las cortinas, porque la electricidad cuesta dinero. No puedo tocar el piano: sería una ofensa al ausente. De buena gana me iría al bosque, pese a la lluvia, pero todo el mundo se enteraría. Lucile Angellier se ha vuelto loca, diría la gente. Y en nuestro país, basta con eso para encerrar a una mujer.» Lucile rió al recordar la historia de una chica a la que sus padres habían encerrado en un manicomio porque las noches de luna salía de casa y se iba al lago. «Con un chico sería mala conducta, pero se entendería. Pero ¿sola? ¡Está loca!» El lago, de noche… El lago, bajo aquella lluvia torrencial… O cualquier otro sitio, pero lejos de allí… Lejos… ¡Esos caballos, esos hombres, esos tristes cuerpos encorvados bajo el aguacero! Se alejó de la ventana bruscamente. Por más que se repetía: «¡Entre ellos y yo no hay nada en común!», sentía la presencia de un vínculo invisible.

Entró en la habitación de Bruno. Más de una noche se había deslizado en ella, con el corazón palpitante. El estaba incorporado en la cama, totalmente vestido, leyendo o escribiendo. Su rubio cabello brillaba bajo la lámpara. En una esquina, tirados de cualquier manera sobre un sillón, se veían el grueso cinturón, con la inscripción Gott mit uns de la hebilla, una pistola negra, una gorra de plato y un gran abrigo verde, que él cogía y le ponía sobre las rodillas, porque desde la semana anterior, con sus incesantes tormentas, las noches habían refrescado. Estaban solos -se creían solos- en la enorme casa dormida. Ninguna confesión, ningún beso, sólo el silencio… Más tarde, conversaciones febriles y apasionadas durante las que hablaban de sus respectivos países, de sus familias, de música, de libros… Los invadía esa extraña felicidad, esa prisa por desnudar el corazón ante el otro, una prisa de amante que ya es una entrega, la primera, la entrega del alma que precede a la del cuerpo. «Conóceme, mírame. Soy así. Esto es lo que he vivido, esto es lo que he amado. ¿Y tú? ¿Y tú, amor mío?» Pero, hasta ahora, ni una palabra de amor. ¿Para qué? Son inútiles cuando las voces se alteran, cuando las bocas tiemblan, cuando se producen esos largos silencios… Lucile acarició con suavidad los libros extendidos sobre la mesa, libros alemanes con las páginas impresas en esa escritura gótica que resulta extraña y repulsiva. Alemanes, alemanes… «Un francés no me habría dejado salir sin más muestra de amor que besarme las manos y el vestido…»

Sonrió y encogió ligeramente los hombros: sabía que no era timidez ni frialdad, sino esa enorme y adusta paciencia alemana, semejante a la del animal salvaje que espera su momento, que espera que la presa, fascinada, se deje coger sola.

– Durante la campaña -le había contado Bruno-, pasamos noches enteras apostados en el bosque de Moeuvre. La espera, en momentos así, es erótica…

Sus palabras la habían hecho reír. Ahora ya no le parecían tan graciosas. ¿Qué otra cosa estaba haciendo ella en ese momento? Esperaba. Lo esperaba. Merodeaba por aquellas habitaciones sin vida. Dos, tres horas todavía. Luego, la cena a solas. Luego, el ruido de la llave en la puerta de su suegra. Luego, Marthe, cruzando el jardín para ir a cerrar la verja. Luego, de nuevo la espera, febril, extraña… y, por fin, el relincho del caballo en la calle, el entrechocar de armas, las órdenes al asistente, que se alejaba con el animal… En el umbral, aquel ruido de espuelas… Luego, esta noche, esta noche de tormenta, con el rumor de los tilos agitados por el frío vendaval y el lejano redoble del trueno, le diría al fin -¡porque ella no era hipócrita y se lo diría alto y claro!- que la presa apetecida era suya.

– ¿Y mañana? ¿Mañana? -murmuró Lucile, y de pronto una sonrisa traviesa, atrevida, voluptuosa, la transformó súbitamente como el resplandor de una llama que ilumina y altera un rostro. A la luz de un incendio, las facciones más suaves adquieren un aspecto diabólico que atrae y da miedo. Lucile salió de la habitación sin hacer ruido.

18

Alguien llamaba tímidamente a la puerta de la cocina con débiles golpes que ahogaba el ruido de la lluvia. «Unos críos que querrán protegerse de la tormenta», se dijo Marthe. Pero cuando fue a abrir se encontró con Madeleine Labarie, con el paraguas chorreando en la mano. Por un instante, la cocinera se quedó mirándola boquiabierta. La gente de las granjas no bajaba al pueblo más que para asistir a misa mayor los domingos.

– Pero ¿qué te pasa? ¡Entra, deprisa! ¿Va todo bien en casa?

– ¡No! ¡Ha ocurrido una desgracia terrible! Me gustaría hablar con la señora enseguida -respondió Madeleine bajando la voz.

– ¡Ave María purísima! ¡Una desgracia! ¿Con quién quieres hablar, con la señora Angellier o con la señora Lucile?

Madeleine dudó.

– Con la señora Lucile. Pero ve con cuidado… No quiero que ese maldito alemán se entere de que he venido.

– ¿El teniente? Está en la requisa de caballos. Acércate al fuego, qué estás empapada. Yo voy a buscar a la señora.

Lucile estaba acabando su solitaria cena. Tenía un libro abierto sobre el mantel.

«Pobres muchachas… -se dijo Marthe con un súbito destello de lucidez-. Esto no es vida para ellas. La una sin marido desde hace dos años y la otra… ¿Qué desgracia ha podido ocurrir? ¡Otra marranada de los alemanes, seguro!»

Marthe comunicó a Lucile que preguntaban por ella.

– Madeleine Labarie, señora. Le ha ocurrido una terrible desgracia… No le gustaría que la vieran.

– Tráela aquí. Bru… ¿El teniente Von Falk todavía no ha vuelto?

– No, señora. Pero cuando llegue oiré el caballo. Avisaré a la señora.

– Sí, eso es. Ve.

Lucile esperaba con el corazón palpitando. Muy pálida y todavía jadeando, Madeleine Labarie entró en el comedor. El pudor y la cautela de la campesina pugnaban en su interior con la angustia que la embargaba. Le dio la mano a Lucile, murmuró, según la costumbre, «¿No la molestaré?» y «¿Todo bien por aquí?» y luego, en voz muy baja y haciendo terribles esfuerzos para contener las lágrimas, porque en público no se llora, salvo a la cabecera de un muerto (el resto del tiempo hay que saber comportarse y ocultar a los demás no sólo las penas, sino también las alegrías demasiado grandes):

– ¡Ay, señora Lucile! ¡No sé qué hacer! Vengo a pedirle consejo porque estamos perdidos, señora. Esta mañana los alemanes han venido a detener a Benoît.

– Pero ¿por qué? -exclamó Lucile.

– Se supone que porque tenía una escopeta escondida. Como todo el mundo, figúrese usted… Pero no han ido a casa de nadie, sólo a la nuestra. Benoît les dijo: «Busquen.» Y ellos han buscado y han encontrado. Estaba escondida entre el heno, en el viejo comedero de las vacas. Nuestro alemán, el que vive en nuestra casa, el intérprete, estaba en la sala cuando los hombres de la Kommandantur volvieron con la escopeta y le dijeron a mi marido que los siguiera. «Un momento», respondió Benoît. «Esa escopeta no es mía. Es de algún vecino que la ha escondido ahí para después denunciarme. Déjenmela y se lo demostraré.» Hablaba con tanta naturalidad que los soldados no desconfiaron. Mi Benoît cogió la escopeta, hizo como que la examinaba y de pronto… ¡ay, señora Lucile, los dos tiros salieron casi a la vez! El primero mató a Bonnet y el segundo a Bubi, un perro pastor enorme que acompañaba a Bonnet…