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– Sí, ya sé -murmuró Lucile.

– A continuación, mi Benoît saltó por la ventana de la sala y desapareció, y los alemanes tras él. Pero él conoce la zona mucho mejor que ellos, figúrese usted… Así que no lo han encontrado. Gracias a Dios, llovía tanto que no se veía a dos pasos delante. Y Bonnet, en mi cama, en la que lo habían acostado… Si encuentran a Benoît lo fusilarán. Sólo por la escopeta ya lo habrían fusilado. Pero aún habría habido alguna esperanza, mientras que ahora ya sabemos lo que lo aguarda, ¿verdad?

– ¿Por qué ha matado a Bonnet?

– Seguramente lo denunció él, señora Lucile. Vivía en casa. Debió de descubrir la escopeta. ¡Estos alemanes son todos unos traidores! Y ése… me hacía la corte, ¿comprende? ¡Y mi marido lo sabía! Puede que haya querido vengarse, puede que se haya dicho: «Ya puestos, por lo menos sabré que éste no estará rondando a mi mujer mientras yo no esté.» Puede… Y, además, señora, los odia. No soñaba más que con cargarse a alguno.

– Se habrán pasado todo el día buscándolo, imagino. ¿Estás segura de que todavía no lo han encontrado?

– Sí, segura -respondió Madeleine tras un instante de silencio.

– ¿Lo has visto?

– Sí. Es su vida o su muerte, señora Lucile. Usted… usted no dirá nada, ¿verdad?

– ¡Por Dios, Madeleine!

– Muy bien. Está escondido en casa de nuestra vecina, la Louise, la que tiene el marido prisionero.

– Peinarán toda la comarca, lo registrarán todo…

– Afortunadamente, hoy era la requisa de caballos. Todos los oficiales están fuera. Los soldados esperan órdenes. Mañana removerán cielo y tierra. Pero en las granjas lo que sobra son escondrijos, señora Lucile. Ya les hemos pasado prisioneros evadidos por delante de las narices más de una vez. La Louise lo esconderá bien; pero están los niños… Los críos no les tienen miedo a los alemanes, juegan con ellos, charlan… y son demasiado pequeños para entender las cosas. La Louise me ha dicho: «Ya sé a lo que me arriesgo. Lo hago de todo corazón por tu marido, como tú lo habrías hecho por el mío; pero es mejor buscarle una casa en la que puedan tenerlo hasta que se le presente la oportunidad de huir de la región.» Ahora todos los caminos estarán vigilados, figúrese usted. Pero los alemanes no estarán aquí eternamente. Lo que haría falta es una casa grande en la que no hubiera niños.

– ¿Aquí? -dijo Lucile mirándola de hito en hito.

– Sí, había pensado que aquí…

– ¿Sabes que tenemos alojado a un oficial alemán?

– Están en todas partes. Seguro que ese oficial no sale mucho de su habitación… Y me han dicho… Perdón, señora Lucile, pero se dice que está enamorado de usted y que usted hace con él lo que quiere. Discúlpeme si la he ofendido… Son hombres como los demás, por supuesto, y se aburren. A lo mejor, diciéndole: «No quiero que tus soldados lo pongan todo patas arriba. Es ridículo. Sabes que no escondo a nadie. Para empezar, me daría miedo…» Cosas como las que puede decir una mujer… Y además en esta casa tan grande y tan vacía tiene que ser fácil encontrar un rincón, un escondite. En fin, es una tabla de salvación. ¡La única! Me dirá usted que si la descubren se arriesga a la cárcel, puede que incluso a la muerte. Con estos salvajes, todo es posible. Pero si entre franceses no nos ayudamos, entonces ¿quién nos ayudará? La Louise es madre de cuatro hijos y no tiene miedo. Usted está sola.

– Yo tampoco lo tengo -dijo Lucile lentamente.

Reflexionaba; para Benoît, el peligro sería el mismo allí o en cualquier otro sitio «¿Y para mí? ¿Para mi vida? ¡Para lo que hago con ella!», se dijo con involuntaria desesperación. Realmente, eso no tenía ninguna importancia. De pronto, se acordó de junio del cuarenta (dos años, hacía justo dos años). Tampoco entonces, en medio del caos y el peligro, había pensado en sí misma; se había dejado arrastrar como por la impetuosa corriente de un río.

– Está mi suegra -murmuró-, pero ya no sale de su habitación. No se enterará de nada. Y Marthe.

– ¡Oh, Marthe es de la familia, señora! Es prima de mi marido. Por ese lado no hay cuidado. La familia es de confianza. Pero ¿dónde lo escondería?

– He pensado en la habitación azul que está junto al granero, el antiguo cuarto de los juguetes, que tiene una especie de recámara. De todas maneras, mi pobre Madeleine, no hay que hacerse ilusiones. Si tenemos la suerte en contra, lo descubrirán ahí o en cualquier otro sitio; sólo se salvará si Dios lo quiere. Después de todo, en Francia se han cometido atentados contra soldados alemanes cuyos culpables nunca han sido descubiertos. Tenemos que esconderlo lo mejor que sepamos y… y esperar, ¿no te parece?

– Sí, señora, esperar… -dijo Madeleine dejando al fin que las lágrimas le resbalaran por las mejillas.

Lucile la cogió por los hombros y la besó.

– Ve a buscarlo. Venid por el bosque de la Maie. Sigue lloviendo. No habrá nadie en la calle. No te fíes de nadie, sea francés o alemán, hazme caso. Os estaré esperando en la portezuela del jardín. Voy a explicárselo a Marthe.

– Gracias, señora Lucile -balbuceó Madeleine.

– Anda, ve. Date prisa.

Madeleine abrió la puerta sin hacer ruido, salió al solitario y encharcado jardín y se deslizó entre los árboles, que lloraban las últimas gotas de lluvia. Una hora después, Lucile hacía entrar a Benoît por la pequeña puerta pintada de verde que daba al bosque de la Maie. La tormenta había cesado, pero el viento seguía soplando con idéntica furia.

19

Desde su habitación, la anciana Angellier oyó gritar al guarda forestal en la plaza del ayuntamiento:

– ¡Bando! ¡Orden de la Kommandantur!

En cada ventana aparecieron rostros ceñudos. «¿Con qué nos saldrán ahora?», pensaba la gente con odio y temor. Tenían tanto miedo a los alemanes que, incluso cuando la Kommandantur prescribía por boca del guarda forestal la desratización o la vacunación obligatoria de los niños, no se tranquilizaban hasta pasado un rato del último redoble del tambor y sólo después de haberse hecho repetir por personas instruidas, como el farmacéutico, el notario o el jefe de los gendarmes, lo que acababan de decir.

– ¿Eso es todo? ¿De verdad es todo? ¿No van a quitarnos nada más? -Luego, conforme se calmaban-: ¡Bien, bien! ¡Entonces, bien! Pero me gustaría saber por qué se meten en eso…

No les faltaba más que añadir: «Son nuestras ratas y nuestros hijos. ¿Con qué derecho quieren matar a las unas y vacunar a los otros? A ellos ni les va ni les viene.»

Los alemanes presentes en la plaza comentaban las órdenes:

– Ahora todos sanos, franceses y alemanes…

En tono de fingida sumisión (¡oh, esas sonrisas de esclavos!, pensaba la anciana Angellier), los vecinos se apresuraban a asentir:

– Claro que sí… Está muy bien… Es en interés de todos… Lo comprendemos perfectamente.

Y, cuando llegaban a casa, arrojaban el raticida al fuego y luego iban corriendo al médico para pedirle que no vacunara al crío «porque acaba de tener paperas» o «porque, con lo mal que se come, no está nada fuerte». Otros decían francamente:

– No nos importaría que hubiera uno o dos enfermos, a ver si así se marchaban los Fritz.

Solos en la plaza, los alemanes miraban alrededor con benevolencia y se decían que poco a poco empezaba a fundirse el hielo entre vencedores y vencidos.

Ese día, sin embargo, ningún alemán sonreía ni hablaba con los vecinos. Estaban todos de pie, muy tiesos, un tanto pálidos, mirando al frente con dureza. El guarda forestal, consciente de la importancia de las palabras que iba a pronunciar, y hombre apuesto y del sur, siempre encantado de atraer la atención de las mujeres, acababa de ejecutar el último redoble de tambor y colocarse los dos palillos bajo el brazo con una gracia y una habilidad de prestidigitador; al fin, con una voz profunda, pastosa y varonil que resonaba en el silencio, leyó:

– Un miembro del ejército alemán ha sido víctima de un atentado: un oficial de la Wehrmacht ha sido cobardemente asesinado por un individuo que responde al nombre de Labarie, Benoît, domiciliado en la granja de… municipio de Bussy.