17
El ejército alemán había ordenado una requisa de caballos. En esos momentos, el precio de los animales alcanzaba los sesenta mil, setenta mil francos. Los alemanes pagaban (prometían pagar) la mitad de esa cantidad. Se acercaba la época de las grandes labores agrícolas, y los campesinos preguntaban amargamente al alcalde cómo se las iban a arreglar.
– Con estos brazos, ¿verdad? Pues mire lo que le digo: como no nos dejen trabajar en condiciones, quienes se morirán de hambre serán los de las ciudades.
– Pero, mis queridos amigos, ¡yo no puedo hacer nada!
Los campesinos sabían que, en efecto, no podía hacer nada, pero en el fondo del corazón lo culpaban a él. «¡Verás como él se las apaña, verás como se libra, verás como a él no le quitan sus malditos caballos!» Todo iba mal. No había escampado en dos días, la lluvia saturaba los jardines, el granizo había apedreado los campos. Por la mañana, cuando el teniente Von Falk partió a caballo de casa de las Angellier para dirigirse a la ciudad vecina, donde tendría lugar la requisa, encontró un paisaje desolado, azotado por el aguacero. Sacudidos por el viento, los grandes tilos del paseo gemían y crujían como mástiles de barco. No obstante, Bruno galopaba por la carretera contento; aquel viento hosco, frío y puro le recordaba el de su Prusia Oriental. ¡Ah, cuándo volvería a contemplar aquellas llanuras cubiertas de pálida hierba, aquellos pantanos, la extraordinaria belleza de los cielos de primavera, la tardía primavera de los países del norte! Cielo de ámbar, nubes de nácar, juncos, cañas, bosquecillos dispersos de abedules… ¡Cuándo volvería a cazar la garza y el zarapito! Por el camino iba encontrando caballos que, conducidos por sus dueños, se dirigían a la ciudad desde todos los pueblos, todas las aldeas, todas las granjas de la región. «Buenos animales -se dijo Bruno-. Pero mal cuidados. Los franceses, y los civiles en general, no saben nada de caballos.»
Se detuvo para dejarlos pasar. Formaban pequeñas reatas que zigzagueaban por la carretera. Bruno los observaba con mirada atenta, buscando los más adecuados para el ejército. La mayoría acabaría trabajando los campos alemanes, pero algunos conocerían las furiosas cargas en los desiertos de África o los campos de lúpulo de Kent. Porque sólo Dios sabía en qué dirección soplarían en adelante los vientos de la guerra. Bruno recordó los relinchos aterrorizados de los caballos entre los edificios en llamas de Ruán. Seguía diluviando. Los campesinos caminaban con la cabeza agachada, pero la levantaban cuando veían a aquel jinete inmóvil envuelto en su capa verde. Por unos instantes, sus ojos se encontraban con los de Bruno. «¡Mira que son lentos! -pensaba el teniente-. ¡Mira que son torpes! Llegarán con dos horas de retraso, y comeré a las tantas. Porque lo primero son los caballos.»
– ¡Venga, vamos, vamos! -murmuró entre dientes, golpeándose las botas con el junquillo y haciendo esfuerzos para no empezar a gritar órdenes, como en las maniobras.
Junto a él pasaban ancianos, niños e incluso mujeres. Los que eran del mismo pueblo iban todos juntos. Luego se producía un vacío, durante el cual sólo el cortante viento llenaba el espacio y el silencio. Aprovechando uno de esos huecos, Bruno lanzó el caballo al galope en dirección a la ciudad. La paciente cola volvió a formarse a sus espaldas. Los campesinos callaban. Les habían quitado a los jóvenes, les habían quitado el pan, el trigo, la harina y las patatas; les habían quitado la gasolina y los coches, y ahora les quitaban los caballos. Y mañana, ¿qué? Algunos se habían puesto en camino la noche anterior. Avanzaban cabizbajos, encorvados, impertérritos. Puede que al alcalde le hubieran dicho que basta, que ya no moverían un dedo, pero sabían mejor que nadie que tendrían que hacer la faena, que la cosecha esperaba, que había que comer. «Con lo bien que vivíamos… -se decían-. ¡Panda de cabrones! Pero hay que ser justos… Es la guerra… De todas maneras, ¿durará mucho, Dios mío?», murmuraban alzando la cabeza hacia aquel cielo de tormenta.
Bajo la ventana de Lucile habían pasado hombres y caballos todo el día. Ella procuraba hacer oídos sordos. No quería saber nada más. ¡Basta de imágenes de guerra, de visiones siniestras! La angustiaban, le encogían el corazón, no le dejaban ser feliz… ¡Feliz, Dios mío! «Vale, bien, la guerra… -se decía-. Vale, bien, los prisioneros, las viudas, la penuria, el hambre, la ocupación… ¿Y después? No hago nada malo. Es el amigo más respetuoso del mundo: libros, música, nuestros largos paseos por el bosque de la Maie… Lo que hace que parezcamos culpables es la idea de la guerra, esta plaga universal. Pero él es tan poco responsable como yo. No es culpa nuestra. Que nos dejen tranquilos… ¡Que nos dejen!» A veces se asustaba, incluso se asombraba, de tener el corazón tan lleno de rabia contra su marido, contra su suegra, contra la opinión de la gente, contra ese «espíritu de la colmena» del que hablaba Bruno. Enjambre refunfuñón, malintencionado, que obedece a fines desconocidos. Cómo lo odiaba… «Que ellos vayan donde quieran, yo haré lo que me apetezca. Quiero ser libre. Me importa menos la libertad exterior, la libertad de viajar, de irme de esta casa (¡aunque sería una felicidad indescriptible!), que ser libre interiormente, elegir mi propio camino, mantenerme en él, no seguir al enjambre. Odio ese espíritu comunitario con el que nos machacan los oídos. Los alemanes, los franceses, los gaullistas, todos coinciden en una cosa: hay que vivir, pensar, amar como los otros, en función de un Estado, de un país, de un partido. ¡Oh, Dios mío! ¡Yo me niego! Soy una pobre mujer, no sirvo para nada, no sé nada, pero ¡quiero ser libre! Esclavos, nos han convertido en esclavos -pensó Lucile-. La guerra nos manda a este sitio o al otro, nos priva del bienestar, nos quita el pan de la boca… Que me dejen por lo menos el derecho de enfrentarme a mi destino, de burlarme de él, de desafiarlo, de eludirlo, si puedo. ¿Una esclava? Mejor eso que ser un perro que camina detrás de su amo y se cree libre. Ellos ni siquiera son conscientes de su esclavitud -se dijo al oír el ruido de los hombres y los caballos-, y yo me parecería a ellos si permitiera que la piedad, la solidaridad, el "espíritu de la colmena", me obligaran a renunciar a la felicidad.» Aquella amistad entre el alemán y ella, aquel secreto compartido, un mundo oculto en el seno de aquella casa hostil, ¡qué dulce era, Dios mío! Sólo gracias a eso seguía sintiéndose un ser humano, orgulloso y libre. No permitiría que nadie invadiera lo que era su territorio exclusivo. «¡A nadie! ¡No le importa a nadie! ¡Que luchen ellos! ¡Que se odien ellos! ¡Me da igual que en su día su padre y el mío combatieran el uno contra el otro! ¡Que fuera él personalmente quien hizo prisionero a mi marido (una idea que obsesiona a mi pobre suegra)! ¿Qué tiene eso que ver? El y yo somos amigos.» ¿Amigos? Estaba cruzando el oscuro vestíbulo; se acercó al espejo de encima de la cómoda, un espejo con un marco de madera negra; se miró los negros ojos y los temblorosos labios. Sonrió.
– ¿Amigos? Él me ama -musitó acercando los labios al cristal y besando su propia imagen con ternura-. Sí, claro que te ama. A ese marido que te ha engañado, que te ha abandonado, no le debes nada. Está prisionero, tu marido está prisionero, y tú ¿dejas que un alemán se acerque a ti y ocupe el lugar del ausente? Bueno, pues ¡sí! Y después, ¿qué? Al ausente, al prisionero, al marido, jamás lo he amado. ¡Que se muera! ¡Que desaparezca! Pero, vamos a ver, reflexiona -siguió murmurando con la frente apoyada contra el espejo y la sensación de estar hablando realmente con una parte de sí misma que hasta entonces desconocía, una parte invisible que veía por primera vez, una mujer de ojos negros, labios finos y temblorosos y mejillas encendidas, que era ella y no lo era del todo-. A ver, reflexiona… La razón, la voz de la razón… Tú eres una francesa razonable. ¿Adónde te llevará todo esto? Es un soldado, está casado, se marchará… ¿Adónde te llevará eso? A donde sea. Aunque sólo fuera a un instante de felicidad… Ni siquiera de felicidad, de placer. ¿Tienes la menor idea de lo que es eso?