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Desde hacía unos días, dos exactamente, la atmósfera de la casa parecía aún más amenazadora. El piano había enmudecido. La señora Angellier había oído a Lucile hablando largo rato y en voz baja con Marthe («¡Esta también me ha traicionado, seguro!»). Las campanas empezaron a doblar («¡Ah, el entierro del oficial asesinado!»). Los soldados armados, el ataúd, las coronas de flores rojas… Los alemanes habían requisado la iglesia. Los civiles tenían prohibido el acceso. Se oía un coro de admirables voces que entonaba un cántico religioso; venía de la capilla de la Virgen. Ese invierno, los niños que asistían a catecismo habían roto un cristal, que seguía sin reponer. El cántico escapaba por aquella pequeña y antigua ventana situada detrás del altar de Nuestra Señora y oscurecida por el gran tilo de la plaza. ¡Con qué alegría cantaban los pájaros! Había momentos en que sus agudos trinos casi ahogaban el himno de los alemanes. La señora Angellier ignoraba el nombre y la edad del muerto. La Kommandantur sólo había dicho: «Un oficial de la Wehrmacht.» Bastaba con eso. Sería joven. Todos lo eran. «Bueno, para ti se acabó. ¿Qué querías? Es la guerra.»

– Ahora su madre también lo comprenderá -murmuró la anciana jugueteando con su collar de luto, el collar de azabache y ébano que no se había quitado desde la muerte de su marido.

Permaneció inmóvil, como clavada al suelo, hasta el anochecer, siguiendo con la mirada a todos los que pasaban por la calle. La noche… ni un solo ruido. «No se ha oído crujir el tercer peldaño de la escalera, el que revela que Lucile ha salido de su habitación y baja al jardín, porque las cómplices puertas no chirrían, pero ese viejo peldaño fiel me avisa -pensó la anciana-. No, no se oye nada. ¿Están juntos ya? ¿Se reunirán más tarde?»

La noche transcurre. Una irresistible curiosidad se apodera de la señora Angellier, que se desliza fuera de su habitación, va hasta la puerta de la sala y pega el oído a la hoja. Nada. De la habitación del alemán no llega el menor ruido. La anciana podría pensar que todavía no ha vuelto, si unas horas antes no hubiera oído unos pasos de hombre por la casa. No lograrán engañarla. Una presencia masculina que no es la de su hijo la ofende; huele el aroma del tabaco extranjero y palidece, se lleva las manos a la frente como quien siente que se va a marear. ¿Dónde está ese alemán? Más cerca de ella que de costumbre, puesto que el humo penetra por la ventana. ¿Está recorriendo la casa? La anciana se dice que se irá pronto, que lo sabe y que está eligiendo muebles: su parte del botín. ¿No robaban los prusianos los relojes de péndulo en 1870? ¡Sus nietos no pueden ser muy diferentes! Se imagina unas manos sacrílegas registrando el granero, la despensa y… ¡la bodega! En el fondo, es la bodega lo que de verdad hace temblar a la señora Angellier. No prueba el alcohol; recuerda haber tomado un sorbito de champán el día que Gastón hizo la primera comunión y otro, el de su boda. Pero, en cierta manera, el vino forma parte de la herencia y, por lo tanto, es sagrado, como todo lo que está destinado a perdurar tras nuestra muerte. Ese Château d'Yquem, ese… Los recibió de su marido para transmitírselos a su hijo. Las mejores botellas están enterradas, pero ese alemán… quién sabe, quizá guiado por Lucile… Vayamos a ver… Aquí está la bodega, con su puerta chapada de hierro como la de una fortaleza. Y aquí el escondite que sólo ella reconoce, gracias a la cruz marcada en la pared. No, aquí también parece que está todo en orden. Sin embargo, el corazón de la señora Angellier late con violencia. Lucile debe de haber bajado a la bodega hace apenas unos instantes, porque su perfume todavía flota en el aire. Siguiendo la pista de ese perfume, la anciana vuelve a subir, cruza la cocina y la sala y, al fin, al llegar al pie de la escalera, ve bajar a Lucile, con un plato y un vaso sucios y una botella vacía en las manos. Por eso había ido a la bodega y la despensa, donde la anciana había creído oír pasos.

– ¿Una cenita de enamorados? -dice la señora Angellier con voz baja y mordaz como la correa de un látigo.

– ¡Calle, se lo ruego! Si usted supiera…

– ¡Con un alemán! ¡Bajo mi techo! En casa de tu marido, desgraciada…

– ¡Que se calle, le digo! El alemán no ha vuelto, ¿verdad? Llegará de un momento a otro. Déjeme pasar y guardar esto en su sitio. Y usted, mientras tanto, suba, abra la puerta del antiguo cuarto de los juguetes y mire quién hay allí… Luego, cuando lo haya visto, venga a la sala. Me dirá lo que quiere que hagamos. He hecho mal, muy mal, actuando a sus espaldas, porque no tenía derecho a poner en peligro su vida…

– ¿Has escondido en mi casa a ese campesino… acusado de asesinato?

En ese instante se oyó el ruido del regimiento, que pasaba ante la casa, las roncas voces alemanas gritando órdenes, y, casi de inmediato, las pisadas del oficial en los escalones de la entrada, imposibles de confundir con las de un francés, por el crujido de las botas y el tintineo de las espuelas, pero sobre todo porque aquellos pasos sólo podían ser los de un vencedor, que, orgulloso de sí mismo, estampa el pie en suelo enemigo y pisotea con júbilo la tierra conquistada.

La señora Angellier abrió la puerta de su habitación, hizo entrar a Lucile y echó el pestillo. Cogió el plato y el vaso de manos de su nuera, los lavó con esmero en el cuarto de baño, los secó y escondió la botella, después de mirar la etiqueta. ¿Vino corriente? ¡Sí, gracias a Dios! «No le importa que la fusilen por haber ocultado en su casa al asesino de un alemán -pensó Lucile-; pero no abriría una botella de borgoña añejo por él. Ha sido una suerte que la bodega estuviera a oscuras y haya cogido un tinto de tres francos el litro.» Guardaba silencio, esperando con expectación las primeras palabras de su suegra. De todos modos, no habría podido seguir ocultándole la presencia de un extraño por más tiempo; aquella mujer parecía atravesar las paredes con la mirada.

– ¿Creías que vendería a ese hombre a la Kommandantur? -preguntó al fin la anciana. Le brillaban los ojos y le temblaban las aletas de la nariz. Parecía feliz, exultante, un poco ida, como una vieja actriz que vuelve a interpretar el papel que la hizo famosa y cuyos gestos y entonaciones se le han hecho tan familiares como una segunda naturaleza-. ¿Hace mucho que está en casa?

– Tres días.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -Lucile no respondió-. Esconderlo en la habitación azul ha sido una locura. Es aquí donde debe quedarse. Como me suben las comidas, ya no correrás el riesgo de que te sorprendan: es la excusa perfecta. Dormirá en el sofá, en el cuarto de baño.

– ¡Piénselo bien, madre! Si lo descubren aquí las consecuencias serán terribles. En cambio, yo puedo hacerme responsable, decir que actuaba a sus espaldas, lo que en definitiva es cierto; mientras que en su habitación…

La señora Angellier se encogió de hombros.

– Cuéntame -urgió. Lucile no la había visto tan animada desde hacía mucho tiempo-. Cuéntame lo que ha ocurrido exactamente. Lo único que sé es lo que ha pregonado el guarda. ¿A quién ha matado? ¿A un solo alemán? ¿No ha herido a algún otro? ¿Era un mando, un oficial superior, al menos?

«Qué contenta está -pensó Lucile-, qué pronto responde a todas esas llamadas al asesinato, a la sangre… Las madres y las enamoradas, hembras feroces… Yo, que no soy ni lo uno ni lo otro (¿Bruno? No, ahora no debo pensar en Bruno, no debo…), no puedo tomarme este asunto de la misma manera. Sigo creyendo que soy más desapasionada, más fría, más tranquila, más civilizada… Y además, no puedo creer que los tres nos estemos jugando la vida realmente. Parece excesivo, melodramático… Sin embargo, Bonnet está muerto, asesinado por ese campesino, al que unos llamarán criminal y los otros héroe. ¿Y yo? Debo tomar partido. Ya lo he tomado, a mi pesar. Y pensar que me creía libre…»

– Podrá preguntárselo a Labarie usted misma, madre -respondió-. Voy a buscarlo y acompañarlo aquí. No le deje fumar; el alemán podría percibir el olor de un tabaco que no es el que él fuma. Es el único peligro, creo; no registrarán la casa. Ni siquiera creen que alguien se haya atrevido a esconderlo en el pueblo. Se limitarán a registrar las granjas. Pero podrían denunciarnos.