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Escondida entre las perchas, había una mujer con los ojos cerrados, aparentemente cautivada por el ritmo de la canción, que hacía chascar los dedos al tiempo que tarareaba.

– ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? -preguntó Arthur.

La mujer abrió los ojos, sobresaltada.

– ¿Me ve?

– Pues claro que la veo.

Parecía absolutamente sorprendida por el hecho de que la viese. El le aclaró que no estaba ni ciego ni sordo y volvió a preguntarle qué hacía allí. Por toda respuesta, ella dijo que aquello le parecía fantástico. Arthur no veía nada «fantástico» en aquella situación y, en un tono más irritado, le preguntó por tercera vez qué estaba haciendo en su armario a aquellas horas de la noche.

– Creo que no se da usted cuenta -dijo ella-. ¡Tóqueme un brazo!

Él se quedó desconcertado. La mujer insistió.

– Tóqueme el brazo, por favor.

– No, no pienso tocarle el brazo. ¿Qué está ocurriendo aquí?

La mujer asió a Arthur de la muñeca y le preguntó si la sentía cuando lo tocaba. Él, exasperado, le confirmó con firmeza que la había sentido cuando lo había tocado, y que también la veía y la oía perfectamente. Después le preguntó por cuarta vez quién era y qué hacía en su armario. Ella eludió totalmente la pregunta y repitió, muy contenta, que era «fabuloso» que la viera, la oyera y pudiera tocarla. Arthur, que había tenido un día agotador, no estaba de humor para tonterías.

– ¡Ya está bien, señorita! ¿Se trata de una broma de mi socio? ¿Quién es usted? ¿Una call-girl de regalo de inauguración de piso?

– ¿Siempre es usted tan grosero? ¿Acaso tengo pinta de puta?

Arthur suspiró.

– No, no tiene aspecto de puta, pero está escondida en mi ropero casi a las doce de la noche.

– ¡Oiga, es usted quien está en cueros, no yo!

Arthur se cubrió con una toalla, sujetándosela en la cintura, e intentó adoptar una actitud normal.

– Bueno -dijo, alzando la voz-, ahora nos dejamos de juegos. Usted sale de aquí, se va a su casa y le dice a Paul que no ha tenido gracia, ninguna gracia.

La mujer no conocía a Paul y le pidió que bajara el tono de voz. Después de todo, ella tampoco estaba sorda; eran los demás los que no la oían, ella oía perfectamente.

Arthur estaba cansado y no entendía nada. Aquella mujer parecía francamente perturbada; él acababa de mudarse y lo único que quería era estar tranquilo.

– Sea buena chica, tome sus cosas y váyase a casa… En cualquier caso, salga de una vez del armario.

– Calma, no es tan fácil. No soy de una precisión absoluta, aunque en los últimos días esto está mejorando mucho.

– ¿Qué está mejorando desde hace unos días?

– Cierre los ojos, voy a intentarlo.

– ¿Qué va a intentar?

– Salir del armario. Es eso lo que quiere, ¿no? Pues cierre los ojos y cállese dos minutos, tengo que concentrarme.

– ¡Está usted loca de atar!

– ¿Quiere dejar de ser tan desagradable? Cállese y cierre los ojos, no vamos a pasarnos la noche con esto.

Arthur, desconcertado, obedeció.

Dos segundos después oyó una voz que venía del salón.

– No está mal. Justo al lado del sofá, pero no está mal.

Arthur salió precipitadamente del cuarto de baño y vio a la joven sentada en el suelo, en el centro de la habitación. Ella hizo como si no pasara nada.

– Me alegro de que haya dejado las alfombras, pero ese cuadro que ha colgado de la pared me parece horrible.

– Yo cuelgo los cuadros que quiero y donde quiero, y me gustaría acostarme, así que si no quiere decirme quién es no pasa nada, pero lárguese. ¡Váyase a su casa!

– ¡Estoy en mi casa! Bueno, estaba… Todo esto es tan confuso…

Arthur meneó la cabeza. El había alquilado ese apartamento hacía diez días y así se lo hizo saber.

– Sí, lo sé, es usted mi inquilino post mortem. La situación resulta bastante chocante.

– No sabe lo que dice. La propietaria es una mujer de setenta años. Además, ¿qué significa eso de «inquilino post mortem»?

– Menuda gracia le haría si le oyera. Tiene sesenta y dos, es mi madre y, en mi situación actual, mi tutora legal. Yo soy la verdadera propietaria.

– ¿Tiene una tutora legal?

– Sí. Dadas las circunstancias, en estos momentos tengo muchas dificultades para firmar papeles.

– ¿Recibe tratamiento en un hospital?

– Sí, es lo mínimo que se puede decir.

– Deben de estar muy preocupados. ¿Qué hospital es? La acompañaré.

– Oiga, ¿acaso me toma por una loca que se ha escapado de un manicomio?

– No, claro que no…

– Porque después de llamarme puta, ya es demasiado para un primer encuentro.

A él le importaba tres pimientos si era una call-girl o una loca de remate. Estaba hecho polvo y quería acostarse, simplemente. Ella no se movió y continuó con su rollo.

– ¿Cómo me ve?

– No entiendo la pregunta.

– ¿Cómo soy? Yo no me veo en los espejos. ¿Cómo me ve usted?

– Perturbada, muy perturbada -dijo él, impasible.

– Quiero decir físicamente.

Arthur dudó. La describió como una muchacha alta, de ojos muy grandes, boca bonita, facciones dulces que contrastaban totalmente con su comportamiento y manos largas que se movían con delicadeza.

– Si le hubiera pedido que situara una estación de metro, ¿me habría dado todas las correspondencias?

– Perdone, pero no la entiendo.

– ¿Describe siempre a las mujeres con tanta precisión?

– ¿Cómo ha entrado? ¿Tiene una copia de las llaves?

– No la necesito. ¡Es tan increíble que me vea!

Insistió de nuevo. Para ella era un milagro que la viesen. Le dijo que le había parecido muy bonita la forma en que la había descrito y lo invitó a sentarse a su lado.

– Lo que voy a decirle cuesta de entender y resulta imposible de admitir, pero si tiene la bondad de escuchar mi historia, si tiene la bondad de confiar en mí, entonces quizás acabe creyéndome, y es muy importante, porque usted es, sin saberlo, la única persona del mundo con quien puedo compartir este secreto.

Arthur se dio cuenta de que no tenía elección, de que iba a tener que escuchar lo que esa chica quería decirle, y aunque su único deseo en aquel momento era dormir, se sentó junto a ella y escuchó la cosa más increíble que había oído en su vida.

Se llamaba Lauren Kline, afirmaba que era médica interna y que hacía seis meses había sufrido un accidente de coche, un grave accidente de coche debido a que se le había roto la dirección.

– Estoy en coma desde entonces. No, no piense nada todavía y deje que le cuente.

No recordaba nada del accidente. Había recobrado la conciencia en la sala de reanimación, después de que la hubieran operado. Experimentaba unas sensaciones extrañas, oía todo cuanto se decía a su alrededor, pero no podía moverse ni hablar. Al principio lo había achacado a los efectos de la anestesia.

– Estaba equivocada. Pasaron las horas y yo no conseguía despertar físicamente.

Continuaba percibiéndolo todo, pero era incapaz de comunicarse con el exterior. Entonces la había dominado un terrible miedo, al pensar durante varios días que estaba tetrapléjica.

– No se imagina por lo que he pasado. Prisionera en vida de mi propio cuerpo.

Había deseado con todas sus fuerzas morir, pero resulta difícil acabar con uno mismo cuando no se puede levantar ni el dedo meñique. Su madre estaba a la cabecera de la cama. Le suplicaba mentalmente que la asfixiara con la almohada. Después había entrado un médico en la habitación y había reconocido su voz; era la de su profesor. La señora Kline le había preguntado si su hija podía oír cuando le hablaban, a lo que Fernstein había respondido que no lo sabía, pero que unos estudios permitían pensar que las personas que se hallaban en su situación percibían signos del exterior y que, por lo tanto, era preciso tener cuidado con las palabras que se pronunciaban a su lado.

– Mamá quería saber si algún día volvería en mí.