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– Prepárame las placas y una perfusión. El pulso se escapa y no hay tensión, respiración a 48, herida en la cabeza, fractura cerrada en el fémur derecho con hemorragia interna. ¿La conocemos? ¿Es del hospital?

– Sí, la he visto alguna vez. Es interna en urgencias, trabaja con Fernstein. Es la única que le planta cara.

Philip no reaccionó ante esta última observación. Frank colocó las siete placas sobre el pecho de la joven, unió cada una de ellas con un cable eléctrico de diferente color al electrocardiógrafo portátil y lo conectó. La pantalla se iluminó en el acto.

– ¿Qué se ve? -le preguntó a su compañero.

– Nada bueno, se va. Tensión a 8/6, pulso a 140, labios cianóticos… Te preparo una sonda endotraqueal del 7, vamos a intubar.

El doctor Stern acababa de colocar el catéter y le tendió el frasco de suero a un policía.

Sujete esto bien, necesito las dos manos.

A continuación le pidió a su compañero que inyectara cinco miligramos de adrenalina en el tubo de la perfusion y ciento veinticinco miligramos de Solumedrol, y que preparara inmediatamente el desfibrilador. En el mismo momento, la temperatura de Lauren comenzó a bajar rápidamente, mientras que el trazado del electrocardiograma se volvía irregular. En la parte inferior de la pantalla verde, empezó a parpadear un corazoncito, acompañado al instante por un pitido corto y repetitivo, señal de aviso de la inminencia de una fibrilación cardíaca.

– ¡Vamos, preciosa, quédate con nosotros! Debe de estar inundada de sangre por dentro. ¿Cómo tiene el vientre?

– Blando. Probablemente sangra en la pierna. ¿Estás preparado para la intubación?

En menos de un minuto, Lauren estuvo intubada. Stern preguntó por las constantes; Frank le indicó que la respiración estaba estable y que la tensión había bajado a 5, No tuvo tiempo de terminar la frase; el pitido corto fue sustituido por un silbido estridente que salió del aparato.

– Ya empezamos…, está fibrilando. Mándame trescientos julios.

Philip frotó las dos placas del aparato una contra otra.

– Adelante, lo tienes a punto -gritó Frank.

– ¡Apartaos! ¡Allá voy!

El cuerpo se arqueó brutalmente por efecto de la descarga, con el vientre apuntando hacia el cielo, antes de caer de nuevo.

– No, no ha ido bien.

– Ponlo a trescientos sesenta, haremos otro intento.

– Ya está, trescientos sesenta.

– ¡Apartaos!

El cuerpo se irguió y cayó de nuevo inerte.

– Pásame otros cinco miligramos de adrenalina y vuelve a cargar a trescientos sesenta. ¡Apartaos!

Otra descarga, otro sobresalto.

– ¡Sigue fibrilando! La perdemos… Inyecta una unidad de Lidocaína en la perfusión y vuelve a cargar. ¡Apartaos!

El cuerpo se alzó.

– ¡Inyectamos quinientos miligramos de Berilium y carga a trescientos ochenta inmediatamente!

Lauren sufrió otra sacudida. Su corazón pareció responder a las drogas que se le habían inyectado y recobrar un ritmo estable, pero sólo durante unos instantes; volvió a sonar el silbido que había cesado durante unos segundos.

– ¡Parada cardíaca! -dijo Frank.

Philip empezó inmediatamente un masaje cardíaco con una obcecación poco habitual.

– No hagas el tonto -le suplicó mientras intentaba devolverla a la vida-, hoy hace buen tiempo. No nos hagas esto.

Después le ordenó a su compañero que volviera a cargar la máquina.

– Déjalo, Philip -dijo Frank, tratando de calmarlo-, es inútil.

Pero Stern se negaba a abandonar; le repitió a su compañero que cargara el desfibrilador y éste obedeció. Una vez más pidió que se apartaran. El cuerpo volvió a combarse, pero el electrocardiograma seguía siendo plano. Philip reanudó el masaje, con la frente bañada en sudor. ¿El cansancio acentuaba la desesperación del joven médico ante su impotencia. Su compañero tomó conciencia de que su actitud carecía de toda lógica. Debería haber parado varios minutos antes y certificado la hora del fallecimiento, pero no lo hacía, continuaba masajeando el corazón.

– Pon medio miligramo más de adrenalina y sube a cuatrocientos.

– Philip, para ya. Esto no tiene sentido, está muerta. No sabes lo que haces.

– ¡Cierra el pico y haz lo que te digo!

El policía posó en el interno arrodillado junto a Lauren una mirada inquisitiva a la que éste no prestó atención alguna. Frank se encogió de hombros y, tras inyectar otra dosis en el tubo de la perfusión, volvió a cargar el desfibrilador y anunció el umbral de los cuatrocientos miliamperios. Stern envió la descarga, sin siquiera pedir que se apartaran. Sacudido por la intensidad de la corriente, el tórax se alzó del suelo bruscamente. La línea permaneció plana. El interno no la miró, lo sabía incluso antes de aplicar esta última descarga. Golpeó con un puño el pecho de Lauren.

– ¡Mierda! ¡Mierda!

Frank lo agarró de los hombros con fuerza.

– ¡Para, Philip, estás perdiendo los papeles, cálmate! Certifica el fallecimiento y nos vamos. Ya no puedes más, tienes que irte a descansar.

Philip estaba sudando y tenía la mirada perdida. Frank levantó la voz y sujetó la cabeza de su amigo entre sus manos, obligándole a mirarlo a los ojos.

Le ordenó que se calmara y, en vista de que no reaccionaba, le dio un bofetón. El joven médico acusó el golpe.

– Vamos, amigo, tranquilízate -insistió su compañero, en un tono de voz ya deliberadamente apaciguador.

Luego, fatigado, lo soltó y apartó la mirada, también perdida. Los policías contemplaban estupefactos a los dos médicos. Frank caminaba dando vueltas sobre sí mismo, totalmente desconcertado a juzgar por las apariencias. Philip, arrodillado, levantó lentamente la cabeza, abrió la boca y dijo en voz baja:

– Hora de la muerte, siete y diez. Llévensela -añadió dirigiéndose al policía que seguía sosteniendo el frasco de la perfusión, expectante-, se acabó, no podemos hacer nada más por ella. -Se levantó, le pasó a su compañero un brazo por los hombros y lo condujo hacia la ambulancia-. Ven, nos vamos.

Los dos agentes los siguieron con la mirada mientras subían al vehículo.

– ¡No parecía que lo tuvieran muy claro los matasanos esos! -comentó uno de ellos.

El otro policía miró a su colega.

– ¿Te has encontrado ya en algún caso en el que se hayan cargado a uno de los nuestros?

– No.

– Pues entonces no puedes comprender lo que acaban de vivir. Ven, ayúdame. Vamos a ponerla con cuidado sobre la camilla para meterla en la furgoneta.

La ambulancia ya había doblado la esquina. Los dos agentes levantaron el cuerpo inerte de Lauren, lo depositaron sobre la camilla y lo cubrieron con una manta. En vista de que el espectáculo había acabado, los escasos curiosos que quedaban se fueron. En el interior de la ambulancia, los dos médicos habían permanecido callados hasta que Frank se decidió a romper el silencio.

– ¿Qué te ha pasado, Philip?

– No tiene ni treinta años, es médico, es guapa…

– ¡Sí, pero no se trata de eso! ¿Cambia las cosas el hecho de que sea guapa y médico? Hubiera podido ser fea y trabajar en un supermercado. Es el destino, tú no puedes hacer nada para evitarlo, le había llegado la hora. Ahora volveremos, irás a acostarte e intentarás olvidar todo esto.

Dos manzanas detrás de ellos, el coche de policía se disponía a pasar por un cruce cuando un taxi se saltó el semáforo en ámbar. El policía, furioso, frenó bruscamente y conectó unos instantes la sirena; el chofer de Limo Service se detuvo y pidió excusas sin andarse con rodeos. El cuerpo de Lauren había caído de la camilla. Los dos hombres pasaron a la parte trasera. El más joven asió a Lauren por los tobillos y el mayor por los brazos. Este último se quedó petrificado al mirar el pecho de la joven.

– ¡Respira!

– ¿Qué?

– ¡Que respira! Ponte al volante ahora mismo y vamos al hospital.

– ¿Te das cuenta? Ya decía yo que esos matasanos no se aclaraban.