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– ¿Ve otra?

– ¿Otra qué?

– Otra manera. Porque no me dirá que va a poder conciliar el sueño…

– Pero ¿qué he hecho yo para que Dios me castigue de esta manera?

– Usted no cree en Dios. Se lo dijo por teléfono a su socio cuando hablaban de un contrato. «Paul, yo no creo en Dios. Si nos sale bien este negocio será porque somos los mejores, y si nos sale mal habrá que hacer una autocrítica y sacar las conclusiones pertinentes.» Muy bien, pues dedique cinco minutos a hacer una autocrítica, es todo lo que le pido, ¡Créame! Le necesito, es usted la única persona…

Arthur descolgó el teléfono y marcó el número de su socio.

– ¿Te he despertado?

– ¡No, qué tontería! Es la una de la madrugada y estaba esperando que me llamases para acostarme -contestó Paul.

– ¿Tenía que llamarte?

– No, no tenías que llamarme… y sí, me has despertado. ¿Qué quieres a estas horas?

– Pasarte a alguien y decirte que tus bromas son cada vez más estúpidas.

Arthur le tendió el auricular a Lauren y le pidió que hablara con su socio. Ella no podía tomar el teléfono; le explicó que no podía tomar ningún objeto. Paul, que estaba impacientándose, le preguntó desde el otro lado de la línea con quién hablaba. Arthur sonrió, victorioso, y pulsó el botón «manos libres» del aparato.

– ¿Me oyes, Paul?

– Claro que te oigo. Oye, ¿a qué estás jugando? Me gustaría dormir.

– A mí también me gustaría dormir. Calla un segundo. Habla con él, Lauren, habla con él ahora.

Ella se encogió de hombros.

– Si se empeña… Hola, Paul, seguramente usted no me oye, pero su socio no me escucha.

– Bueno, Arthur, si me has llamado para no decir nada, yo sí tengo una cosa que decirte: es muy tarde.

– Contéstale.

– ¿A quién?

– A la persona que acaba de hablarte.

– La persona que acaba de hablarme eres tú y estoy contestándote.

– ¿No has oído a nadie más?

– Oye, Juana de Arco, ¿eres víctima del estrés?

Lauren lo miraba con cara de compasión.

Arthur meneó la cabeza. De todas formas, si estaban conchabados, Paul no cedería así como así. Por el altavoz oyeron a Paul que preguntaba de nuevo con quién hablaba. Arthur le pidió que lo olvidara todo y se disculpó por haberlo llamado tan tarde. Paul quiso saber si todo iba bien, si necesitaba que pasara por su casa. El lo tranquilizó; todo iba bien y le daba las gracias por su interés.

– De nada, amigo, despiértame cuando quieras para decir tonterías. No dudes en hacerlo, al fin y al cabo somos socios para lo bueno y para lo malo. Así que cuando estés así de mal, me despiertas y lo compartimos. Bueno, ¿puedo seguir durmiendo o hay algo más?

– Buenas noches, Paul. Y colgaron.

– Acompáñeme al hospital, ya podríamos estar allí.

– No, no la acompaño. Cruzar esa puerta sería dar crédito a la rocambolesca historia que me ha contado. Estoy cansado, señorita, y quiero acostarme, así que ocupe usted el dormitorio y yo me quedaré en el sofá; y si no, váyase. Es mi última oferta.

– ¡Pues qué bien! Me he topado con alguien más testarudo que yo. Váyase al dormitorio, yo no necesito cama.

– ¿Y usted qué hará?

– ¡Qué más le da!

– Pues no me da igual.

– Me quedaré en el salón.

– Hasta mañana por la mañana, y luego…

– Sí, hasta mañana por la mañana. Gracias por su hospitalidad.

– No vendrá a espiarme a mi habitación, ¿verdad?

– Puesto que no me cree, no tiene más que cerrar la puerta con pestillo. Pero, de todas formas, si es porque duerme desnudo, ya le he visto de sobra.

– ¡Creía que no era una mirona!

Ella le recordó que un rato antes, en el cuarto de baño, no hacía falta ser una mirona sino simplemente no estar ciega para verlo desnudo. Él se puso rojo como un tomate y le dio las buenas noches.

– Buenas noches, Arthur, que tenga felices sueños.

Arthur se fue al dormitorio y cerró la puerta.

– Está como una cabra -masculló-. Es una historia de locos.

Se tumbó en la cama. Los números verdes del radio-despertador marcaban la una y media. Los vio pasar hasta las dos y once minutos. Se levantó de un salto, se puso un jersey grueso, unos vaqueros y unos calcetines y salió al salón. Lauren estaba sentada con las piernas cruzadas en el alféizar de la ventana.

– Me gusta esta vista-dijo sin volverse cuando él entró

– Fue lo que hizo que me enamorara de este apartamento. Me gusta mirar el puente; en verano me encanta abrir la ventana y oír las sirenas de los cargueros. Siempre he soñado con contar cuántas olas romperán contra su estrave antes de que crucen el Golden Gate.

– Bueno, vamos -dijo él por toda respuesta.

– ¿De verdad? ¿Por qué se ha decidido de pronto?

– Me ha desvelado, así que, puestos a no dormir, más vale solucionar el asunto esta misma noche, porque mañana tengo una reunión importante al mediodía y debo intentar dormir al menos un par de horas, de modo que vámonos ya.

– Bien, ya me reuniré con usted.

– ¿Dónde se reunirá conmigo?

– Le digo que me reuniré con usted. Confíe un poco en mí, aunque sólo sea durante un par de minutos.

A Arthur le parecía que, teniendo en cuenta la situación, ya estaba confiando demasiado en ella. Antes de salir, volvió a preguntarle su apellido. Ella se lo dijo, así como la planta y el número de la habitación donde se suponía que estaba ingresada: planta quinta, habitación 505. Añadió que era fácil acordarse porque era capicúa. A él no le parecía nada fácil lo que le esperaba. Arthur cerró la puerta tras de sí, bajó la escalera y entró en el aparcamiento. Lauren ya estaba dentro del coche, sentada en el asiento de atrás.

– No sé cómo lo hace, pero es impresionante. ¡Oiga, no será una discípula de Houdini!

– ¿De quién?

– Houdini, un ilusionista.

– Está usted muy informado.

– Pase delante, no me he puesto la gorra de chófer.

– Tenga un mínimo de indulgencia. Ya le he dicho que todavía me falta precisión, y después de todo el asiento posterior no está tan mal; hubiera podido aterrizar en el capó, aunque me había concentrado en el interior del coche. Le aseguro que estoy haciendo muchos progresos, y cada vez más deprisa.

Lauren se sentó a su lado y se quedaron en silencio. Ella miraba por la ventanilla mientras Arthur conducía a través de la oscuridad. El le preguntó cómo debía actuar una vez que llegaran al hospital. Ella le propuso que se hiciera pasar por un primo de México que acababa de enterarse de la noticia y se había pasado todo el día y toda la noche conduciendo. Iba a tomar un avión para Inglaterra a primera hora de la mañana y no regresaría antes de medio año; de ahí la imperiosa necesidad de que se saltaran las reglas y le dieran permiso para ver a su querida prima a pesar de lo tarde que era. El no creía en absoluto que tuviera pinta de sudamericano y que se fueran a tragar esa bola. Ella lo encontró muy negativo y sugirió que, si fuera así, volverían al día siguiente. No debía preocuparse. Era más bien la imaginación de ella lo que le preocupaba. El vehículo se adentró en el recinto del complejo hospitalario. Ella le pidió que girara a la derecha y que tomara la segunda calle a la izquierda; luego le indicó que aparcara justo detrás del pino albar. Una vez aparcado el coche, ella le señaló con un dedo el timbre de llamada, advirtiéndole que no lo pulsara mucho rato porque eso les molestaba.

– ¿A quién? -preguntó Arthur.

– A las enfermeras, que casi siempre vienen desde la otra punta del pasillo y no van motorizadas. Venga, espabílese.

– Eso quisiera yo.