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– ¿Le importaría darme un beso en la mejilla?

Arthur inclinó la cabeza, desconcertado.

– Parece un niño de diez años con esa cara que pone. Sólo le he pedido que me dé un beso en la mejilla. Hace seis meses que nadie me ha tomado entre sus brazos.

El volvió sobre sus pasos, se acercó a Lauren, la asió por los hombros y la besó en las mejillas. Ella apoyó la cabeza en su pecho. Arthur se sintió confuso y patoso. Pasó torpemente los brazos alrededor de sus finas caderas y Lauren deslizó la mejilla por su hombro.

– Gracias, Arthur, gracias por todo. Váyase a dormir, debe de estar agotado. Le despertaré dentro de un rato.

El se fue al dormitorio, se quitó el jersey y la camisa, dejó los vaqueros en una silla y se metió bajo el edredón. El sueño lo invadió a los pocos minutos. Cuando estuvo profundamente dormido, Lauren, que se había quedado en el salón, cerró los ojos, se concentró y aterrizó en equilibrio precario sobre un brazo del sillón, enfrente de la cama. Miró cómo dormía. El rostro de Arthur estaba sereno, con una sonrisa en el nacimiento de los labios. Pasó largos minutos observándolo, hasta que también a ella la invadió el sueño. Era la primera vez que dormía desde el accidente.

Cuando despertó, hacia las diez, él seguía durmiendo profundamente.

– ¡Caramba! -exclamó. Se sentó junto a la cama y lo zarandeó-. Despierte, es muy tarde.

Él dio media vuelta:

– Carol-Ann, no tan fuerte… -masculló.

– ¡Qué amable, pero qué amable! Vamos, despierte, no soy Carol-Ann y son las diez y cinco.

Arthur fue despegando los párpados poco a poco; luego los abrió de golpe y se sentó en la cama.

– ¿Es decepcionante la comparación? -preguntó Lauren.

– Está usted aquí. Entonces, ¿no ha sido un sueño?

– Podría haberse ahorrado esa pregunta, la cosa está clara. Debería darse prisa, son las diez pasadas.

– ¿Cómo? -gritó él-. ¿No iba a despertarme?

– No estoy sorda, no sé Carol-Ann… Lo siento, me he dormido. No me había pasado desde que estoy en el hospital y esperaba celebrarlo con usted, pero ya veo que no está de humor. Vaya a arreglarse.

– Oiga, no hace falta que utilice ese tono burlón. Me ha hecho polvo la noche y ahora quiere machacarme la mañana. ¡Por favor!

– Compruebo que es usted muy amable por las mañanas -dijo Lauren en tono irónico-, pero lo cierto es que me gusta más cuando duerme.

– ¿Está haciéndome una escena?

– No remolonee y vaya a vestirse; todavía tendré yo la culpa de que llegue tarde…

– Pues claro que tiene usted la culpa, y si no le importa, tenga la amabilidad de salir, porque voy desnudo.

– ¿Ahora se ha vuelto púdico?

Él le rogó que le ahorrara una escena matrimonial nada más levantarse y tuvo la desafortunada ocurrencia de terminar la frase con un «porque si no…».

– ¡«Si no» son dos palabras que casi siempre están de más! -le espetó ella, antes de desearle en un tono ácido que tuviera un buen día y desaparecer súbitamente.

Arthur miró a su alrededor, dudó unos instantes y luego dijo:

– ¿Lauren?… Ya vale, sé que está aquí.

No obtuvo respuesta y se sintió decepcionado. Se duchó a toda velocidad. Al salir, repitió el ejercicio del armario y, ante la falta de reacción, se puso un traje. Tuvo que hacerse tres veces el nudo de la corbata.

– ¡Qué torpe estoy esta mañana! -masculló.

Una vez vestido, fue a la cocina y revolvió los objetos que había sobre el mostrador en busca de las llaves, pero las llevaba en un bolsillo. Salió de casa precipitadamente, se detuvo en seco, dio media vuelta y abrió la puerta de nuevo.

– Lauren, ¿todavía no ha vuelto?

Tras unos segundos de silencio, cerró con llave. Bajó directamente al aparcamiento por la escalera interior, buscó el coche, recordó que lo había dejado fuera, volvió a recorrer el pasillo corriendo y finalmente llegó a la calle. Al levantar la vista, vio a su vecino que lo miraba con perplejidad. Le dirigió una sonrisa forzada, introdujo torpemente la llave en la cerradura de la portezuela, se sentó al volante, puso el coche en marcha y salió disparado.

Cuando llegó al estudio, su socio, que estaba en el vestíbulo, meneó varias veces la cabeza al verlo e hizo una mueca.

– Creo que deberías tomarte unos días de vacaciones -dijo.

– Ocúpate de lo tuyo y no me jodas la mañana, Paul.

– ¡Vaya, qué amable!

– ¡No irás a empezar tú también!

– ¿Has visto a Carol-Ann?

– No, no he visto a Carol-Ann. He acabado con Carol-Ann, lo sabes perfectamente.

– Para que estés así, sólo hay dos explicaciones: o Carol-Ann, o una nueva.

– No, no hay ninguna nueva. Y aparta, que voy con retraso.

– No sin que sueltes prenda, sólo son las once menos cuarto. ¿Cómo se llama?

– ¿Quién?

– ¿Te has visto la cara?

– ¿Qué le pasa a mi cara?

– Has debido de pasar la noche con un carro de combate. ¡Vamos, cuéntamelo todo!

– Pero si no tengo nada que contar…

– ¿Y tu llamada de anoche con todas esas tonterías…? ¿Con quién estabas?

Arthur miró desafiante a su socio.

– Oye, anoche comí una porquería, apenas he dormido y he tenido una pesadilla. Por favor, no estoy de humor, así que déjame pasar, se me hace tarde de verdad.

Paul se apartó, pero cuando Arthur pasó por su lado le puso una mano sobre el hombro.

– Soy tu amigo, ¿verdad? -Arthur se dio la vuelta y él añadió-: Si tuvieras problemas, ¿me los contarías?

– Pero ¿se puede saber qué te ha dado? He dormido mal esta noche, eso es todo, no hagas una montaña de un grano de arena.

– Vale, vale… La reunión es a la una y hemos quedado arriba de todo del Hyatt Embarcadero. Si quieres, vamos juntos; después volveré al estudio.

– No, iré en mi coche. Después tengo una cita.

– Como quieras.

Arthur entró en su despacho, dejó la cartera y se sentó. Después llamó a su secretaria, le pidió un café, hizo girar el sillón hasta quedar frente a la ventana, se inclinó hacia atrás y se puso a pensar.

Unos instantes más tarde, Maureen entró en el despacho, con un portafirmas en una mano y un plato con un donut y una taza en el otro. Dejó el brebaje caliente en una esquina de la mesa.

– Le he puesto leche porque he pensado que es el primero de la mañana.

– Gracias. Maureen, ¿qué le pasa a mi cara?

– Parece decir: «Todavía no me he tomado el primer café de la mañana.»

– ¡Es que todavía no me he tomado el primer café de la mañana!

– Tiene algunos mensajes. Desayune tranquilamente, no hay nada urgente. Le dejo algunas cartas para firmar. ¿Se encuentra bien?

– Sí, me encuentro bien. Sólo estoy cansado.

En ese preciso instante, Lauren apareció en la estancia esquivando por los pelos la mesa y desapareciendo inmediatamente del campo de visión de Arthur al caer sobre la alfombra. Este se levantó de un salto.

– ¿Se ha hecho daño?

– No, no, estoy bien -contestó Lauren.

– ¿Por qué iba a hacerme daño? -preguntó Maureen.-No, usted no -repuso Arthur.

Maureen recorrió la estancia con la mirada.

– No somos muchos aquí.

– Pensaba en voz alta.

– ¿Pensaba en voz alta que yo me había hecho daño?

– No, estaba pensando en otra persona y me he expresado en voz alta, ¿a usted no le pasa nunca?

Lauren se había sentado con las piernas cruzadas en una esquina de la mesa y decidió increpar a Arthur.

– ¡No hace falta que me compare con una pesadilla! -le espetó.

– Pero si yo no la he llamado pesadilla…

– Sólo faltaría eso -intervino Maureen-. No encontrará pesadillas que le preparen café, puede estar seguro.

– ¡Maureen, no estoy hablando con usted!

– ¿Hay un fantasma en la habitación o padezco de ceguera parcial y estoy perdiéndome algo?

– Perdone, Maureen, esto es ridículo, yo soy ridículo… Estoy agotado y hablo en voz alta; tengo la cabeza en otra parte.

Maureen le preguntó si había oído hablar de la depresión provocada por el estrés.