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Permaneció así, postrado en su casa, días y noches interminables. Iba de la mesa de trabajo, donde le escribía cartas a un fantasma, a la cama, donde contemplaba el techo sin ni siquiera verlo. El teléfono llevaba bastante tiempo descolgado sin que él se hubiera dado cuenta. Le daba igual; no esperaba ninguna llamada. Nada tenía importancia ya.

Salió aquella noche en busca de aire, después de un día sofocante. Se puso la gabardina para protegerse de la lluvia. Sólo tuvo fuerzas para cruzar la calle hasta la acera de enfrente.

La calleja se veía en blanco y negro; Arthur se sentó sobre una tapia baja. Al final del largo pasillo que formaba aquel esbozo de calle, la casa victoriana descansaba sobre su jardincillo.

Tan sólo la ventana del salón vertía aún un rayo de luz sobre aquella noche sin luna. Aunque había cesado la lluvia, él no estaba seco. Seguía vislumbrando tras los cristales a Lauren, sus movimientos ágiles.

La joven se había retirado de puntillas.

A Arthur le parecía ver aún el delicado balanceo de su cuerpo que desaparecía en la sombra del pavimento al volver la esquina. Como de costumbre en esos momentos en que se sentía frágil, había hundido las manos en los bolsillos de la gabardina y había echado a andar, algo encorvado.

Había seguido los pasos de Lauren a lo largo de las paredes grises y blancas, con la suficiente lentitud para no darle nunca alcance. Se había detenido vacilante en la entrada de la callejuela; luego, empujado por una lluvia fina y entumecido por el frío, se había ido acercando.

Sentado sobre un parapeto, revivía cada minuto de aquella vida que había acabado demasiado bruscamente.

«Arthur, la duda y la elección que la acompaña son las dos fuerzas que hacen vibrar las cuerdas de nuestras emociones. Recuerda que sólo cuenta la armonía de esa vibración.»

La voz y el recuerdo de su madre habían surgido del fondo de él. Entonces Arthur se levantó con decisión, echó un último vistazo y regresó con la sensación culpable de haber fracasado.

El cielo, que empezaba a clarear, anunciaba el comienzo de un día sin color. Todos los amaneceres son silenciosos, pero tan sólo determinados silencios son sinónimo de ausencia, mientras que otros están cargados a veces de complicidad. En estos últimos era en los que Arthur pensaba mientras volvía.

Se había tumbado sobre la alfombra del salón, y parecía como si estuviera hablándoles a los pájaros, cuando llamaron violentamente a la puerta. No se levantó.

– ¿Arthur? ¿Estás ahí? Sé que estás ahí dentro. Ábreme, cabezota. ¡Abre! -gritaba Paul-. ¡Abre o tiro la puerta abajo!

El marco vibró al primer empellón.

– ¡Mierda, me he hecho daño! ¡Me he dislocado la clavícula! ¡Abre!

Arthur se levantó y se dirigió a la puerta; la abrió y, sin esperar un segundo, fue a tumbarse al sofá. Al entrar en el salón, Paul se quedó sorprendido por el desorden que reinaba en él. Decenas de hojas de papel, todas escritas por la mano de su amigo, alfombraban el suelo. En la cocina había latas de conserva esparcidas sobre las superficies de trabajo. El fregadero rebosaba de vajilla sucia.

– ¿Qué pasa? Ha habido aquí una guerra y tú has perdido?

Arthur no contestó.

– Vale, te han torturado, te han cortado las cuerdas vocales. Oye, pero ¿estás sordo o qué? ¡Soy yo, tu socio! ¿Estás cataléptico o has empinado tanto el codo que sigues bajo los efectos de la borrachera?

Paul vio que Arthur se había echado a llorar. Se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

– Arthur, ¿qué pasa?

– Murió hace diez días. Una mañana se fue sin más. La mataron. ¡Y no consigo superarlo, Paul, no lo consigo!

– Ya lo veo.

Lo estrechó entre sus brazos.

– Llora, amigo, llora todo lo que puedas. Dicen que eso borra las penas.

– ¡Es lo único que hago, llorar!

– Bueno, pues sigue. Está claro que aún te quedan lágrimas, que el depósito no se ha vaciado.

Paul miró el teléfono y se levantó para colgarlo.

– Te he llamado doscientas veces. ¿Qué te hubiera costado colgarlo?

– No me había dado cuenta.

– ¿No recibes ninguna llamada en diez días y no te das cuenta de que pasa algo?

– ¡A la mierda el teléfono!

– Tienes que poner freno a esto, amigo. Toda esta aventura me superaba, pero a quien ahora está superando es a ti. Has soñado, Arthur, has caído en picado en una historia demencial. Debes restablecer el contacto con la realidad, porque estás destrozando tu vida. Has dejado de trabajar, tienes cara de flipado y estás más flaco que un palillo. Hace semanas que no se te ve el pelo por el estudio; la gente se pregunta si todavía existes. Te enamoraste de una mujer en coma, te inventaste una historia alucinante, robaste su cuerpo y ahora estás llorando a un fantasma. En esta ciudad hay un psiquiatra que va a hacerse millonario y que aún no lo sabe. Necesitas tratamiento, amigo. No tienes elección; yo no puedo dejarte en este estado. Todo esto ha sido un sueño que está convirtiéndose en pesadilla.

Paul fue interrumpido por el timbre del teléfono. Tras descolgarlo y escuchar un momento, se lo tendió a Arthur.

– Es el poli, y está que trina. El también lleva diez días llamándote. Quiere hablar contigo.

– No tengo nada que decirle.

Paul había tapado el micrófono con la mano.

– O hablas con él, o te hago tragar el aparato -dijo. Le pegó el auricular a la oreja. Arthur escuchó y se levantó de un salto. Le dio las gracias a su interlocutor y se puso a buscar frenéticamente las llaves en el caos general.

– ¿Se puede saber qué pasa? -preguntó su socio.

– Ahora no puedo perder tiempo. Tengo que encontrar las llaves.

– ¿Vienen a detenerte?

– ¡No, hombre, no! Ayúdame en vez de decir tonterías.

– Está mejor…, empieza otra vez a meterse conmigo.

Arthur encontró las llaves. Dijo a su socio que en ese momento no tenía tiempo de explicarle nada, que el tiempo apremiaba, pero que lo llamaría esa misma noche. Su amigo lo miró con asombro.

– No sé adonde vas, pero si es a un lugar público te aconsejo que te laves la cara y te cambies de ropa.

Tras una breve vacilación, Arthur echó un vistazo a su reflejo en el espejo del salón y corrió al cuarto de baño. Apartó la vista del armario; hay lugares que reavivan la memoria de una forma dolorosa. Unos minutos más tarde estaba lavado, afeitado y cambiado. Salió en tromba y, sin decir adiós siquiera, bajó precipitadamente la escalera hasta el garaje.

Atravesó la ciudad en automóvil a toda velocidad hasta llegar al aparcamiento del San Francisco Memorial Hospital. Sin perder el tiempo en cerrar la puerta con llave, se dirigió corriendo a recepción. Cuando llegó, sin aliento, Pilguez ya lo esperaba sentado en un sillón de la sala de espera. El inspector se levantó y le pasó un brazo por los hombros, invitándolo a calmarse. La madre de Lauren estaba en el hospital. Dadas las circunstancias, Pilguez se lo había contado todo; bueno, casi todo. Estaba esperándolo en la quinta planta, en el pasillo.