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– O sea que no hay ninguna premeditación en lo del domicilio.

– No, es una verdadera coincidencia.

– Entonces, ¿es él o no es él?

– No podemos afirmarlo -dijo George lacónicamente.

Ninguno de los elementos, tomados por separado, justificaba que estuviese implicado. Sin embargo, las piezas del puzzle encajaban de forma sorprendente. Dicho esto, sin móvil, Pilguez no podría hacer nada.

– No se puede acusar a un tipo porque tenga alquilado desde hace unos meses el apartamento de una mujer a la que secuestraron a principios de semana. En fin, va a costarme encontrar a un fiscal que me apoye.

Nathalia le sugirió que lo interrogara y lo hiciera derrumbarse «bajo un foco». El viejo poli se echó a reír.

– Ya me imagino el principio del interrogatorio: Señor, usted vive en el apartamento de una mujer en coma que fue secuestrada en la noche del domingo al lunes. Pidió que conectaran el agua y la electricidad en su casa de campo el viernes anterior al crimen. ¿Por qué? Y al llegar ahí, el tipo te mira fijamente a los ojos y te dice que no está muy seguro de haber comprendido el significado de la pregunta. Entonces tú no tienes más que decirle francamente que él es tu única pista y que te iría de coña que fuese el autor del secuestro.

– ¡Tómate dos días y ve a verlo!

– Sin una orden del fiscal, todo lo que traiga no servirá para nada.

– A menos que traigas el cuerpo y siga con vida.

– ¿Crees que es él?

– Yo creo en tu olfato, creo en los indicios y creo que cuando pones esa cara es que sabes que tienes al culpable pero aún no sabes cómo atraparlo. George, lo más importante es encontrar a la chica; aunque esté en coma, se trata de un secuestro. ¡Venga, paga la cuenta y vete al campo!

Pilguez se levantó, besó a Nathalia en la frente, dejó dos billetes en la mesa y salió a la calle apresuradamente.

Durante las tres horas y media que tardó en llegar a Carmel, no paró de buscar un móvil y de pensar en la manera de acercarse a su presa sin asustarla, sin atraer su atención.

13

Poco a poco, la casa recobraba vida. Como esos niños que colorean dibujos procurando no salirse de los límites marcados, Arthur y Lauren entraban en las habitaciones, abrían las ventanas, retiraban las sábanas que cubrían los muebles, desempolvaban, sacudían y abrían los armarios, Y, poco a poco, los recuerdos de la casa se transformaban en instantes presentes. La vida volvía a imponerse. Aquel jueves, el cielo estaba encapotado y parecía como si el mar quisiera romper las rocas que le cerraban el paso en la parte inferior del jardín. Al final del día, Lauren se instaló en la galería y contempló el espectáculo. El agua se había tornado gris; arrastraba amasijos de algas con ramas de espinos. El cielo se había teñido de malva y luego de negro. Estaba contenta, le gustaba cuando la naturaleza decidía enfurecerse. Arthur había acabado de ordenar el saloncito, la biblioteca y el despacho de su madre. Al día siguiente pasarían al piso superior, con sus tres dormitorios.

Se sentó sobre los cojines que cubrían el borde del ventanal y miró a Lauren.

– ¿Sabes que es la novena vez que te cambias de ropa desde la hora de comer?

– Sí. La culpa la tiene esa revista que compraste. No consigo decidirme, es todo precioso.

– Tu manera de comprar sería la envidia de todas las mujeres de la tierra.

– Pues espera, que no has visto el cuadernillo central

– ¿Qué dice el cuadernillo central?

– No dice nada, está dedicado a la ropa interior femenina.

Arthur presenció el desfile de modelos más sensual que haya visto un hombre. Más tarde, envueltos en la ternura de un amor satisfecho, el cuerpo y el alma sosegados, permanecieron acurrucados en la oscuridad mirando el mar. Finalmente se durmieron, acunados por el ruido de las olas.

Pilguez había llegado al anochecer. Se dirigió al Carmel Valley Inn.

La recepcionista le dio las llaves de una gran habitación con vistas al mar. Estaba en un bungaló, en la parte alta del parque que domina la bahía, y tuvo que tomar el coche para ir hasta allí. Acababa de empezar a deshacer la bolsa de viaje cuando los primeros relámpagos rasgaron el cielo; tomó conciencia de que vivía a tres horas y media de camino y nunca había ido a ver aquello. En ese preciso instante sintió deseos de llamar a Nathalia para compartir aquel momento, para no vivirlo solo. Descolgó el teléfono, respiró hondo y volvió a colgar sin haber marcado el número.

Pidió algo de comer, se instaló delante de la tele y lo asaltó el sueño mucho antes de las diez.

A primera hora de la mañana, el sol brillaba tanto al despertar que las nubes habían huido aterrorizadas, sir rechistar. Un alba húmeda nacía alrededor de la casa. Arthur se despertó tumbado en la galería. Lauren dormía profundamente. Dormir era nuevo para ella. Durante meses no había podido hacerlo, por lo que los días le resultaban terriblemente largos. En la parte alta del jardín escondido tras el desnivel de la entrada, George espiaba con unos prismáticos de largo alcance que había recibido como regalo por sus veinte años de servicio. Hacia las once, vio que Arthur cruzaba el jardín en dirección hacia donde él estaba. El sospechoso giró a la derecha de la rosaleda y abrió la puerta del garaje.

Al entrar, Arthur se encontró delante de una funda cubierta de polvo. La levantó, dejando al descubierto las formas de un viejo Ford de 1961 con aspecto de vehículo de colección. Arthur sonrió pensando en las manías de Antoine. Dio la vuelta al coche y abrió la portezuela trasera izquierda. El olor a piel vieja le inundó las fosas nasales. Se sentó en el asiento, cerró la puerta, luego los ojos y recordó una tarde de invierno delante de Macy's, en Union Square. Vio al hombre de la gabardina que él había estado a punto de derribar de un disparo con su fusil intergaláctico y que en el último momento fue salvado por la tierna ingenuidad de su madre, que se había interpuesto en su línea de tiro. El desintegrados atómico con forma de encendedor debía de estar aún cargado. Pensé en aquel Papá Noel de 1965, atascado con su tren eléctrico en las tuberías de la calefacción central.

Le parecía oír ronronear el motor. Abrió la ventanilla asomó la cabeza y notó que el pelo se le iba hacia atrás movido por el viento que soplaba en sus recuerdos. Sacó una mano, con el brazo medio estirado, y jugó con ella pues se había convertido en un avión; la inclinó para modificar el ángulo de vuelo, y observó que tan pronto se elevaba hacia el techo del garaje como bajaba en picado.

Cuando abrió los ojos, vio una nota encima del volante

Arthur, si quieres ponerlo en marcha encontrarás un cargador de batería en la estantería de la derecha. Pisa un par de veces el acelerador antes de dar el contacto para que circule la gasolina. No te extrañes si arranca enseguida; es normal, tratándose de un Ford del sesenta y uno. El compresor para hinchar las ruedas está en su caja, debajo del cargador.

Besos.

Antoine.

Salió del vehículo, cerró la portezuela y se dirigió a la estantería. Allí, en un rincón del garaje, vio la barca. Se acercó y la acarició con la yema de los dedos. Debajo del asiento de madera encontró un arte de pesca: un sedal verde enrollado alrededor de un carrete de corcho y con un anzuelo oxidado en el extremo. Se sintió embargado por la emoción. Por fin tomó el cargador, abrió el capó del viejo Ford y conectó los terminales para que la batería se fuera cargando. Al salir del garaje, abrió de par en par las puertas correderas.

George tomaba notas en su cuaderno, sin quitarle ojo de encima al sospechoso. Lo vio poner la mesa en el cenador, sentarse, comer y luego quitar la mesa. Hizo una pausa para dar un bocado cuando Arthur se adormilo sobre los cojines, a la sombra del patio. Lo siguió cuando fue de nuevo al garaje, oyó el ruido del compresor y más claramente el del V6 al ponerse en marcha tras un par de carraspeos. Saludó con la mirada al coche cuando pasó junto a la galería, decidió interrumpir la vigilancia y se fue al pueblo en busca de alguna información sobre aquel extraño personaje. Hacia las ocho regresó a su habitación y telefoneó a Nathalia.