Faltaba descubrir quién era el implicado. Según el director ninguno, pues la cerradura no presentaba señales de haber sido forzada y nadie tenía llave del garaje para poder entrar en él durante la noche. Pilguez interrogó al jefe de taller sobre qué habría podido incitar a los «prestatarios» a elegir aquel modelo antiguo, y éste le dijo que era el único que se conducía igual que un turismo. El inspector interpretó aquello como un indicio más de que un miembro del personal era cómplice en el asunto. A la pregunta de si era posible que alguien hubiera tomado a escondidas la llave para hacer una copia durante la jornada laboral, el hombre contestó afirmativamente.
– Es posible -dijo-. A mediodía, cuando se cierra la puerta principal.
Así pues, todo el mundo era sospechoso. Pilguez pidió los expedientes del personal y colocó arriba de todo los de los empleados que se habían marchado del garaje durante los dos últimos años. Regresó a la comisaría hacia las dos de la tarde. Nathalia no había vuelto de comer, de modo que se sumergió en el análisis profundo de las cincuenta y siete carpetas marrones que había dejado sobre su mesa. Llegó hacia las tres con un nuevo corte de pelo y dispuesta a aguantar los sarcasmos de su compañero de trabajo.
– Cállate, George, vas a decir una gilipollez -le espetó nada más entrar, antes incluso de haber dejado el bolso.
El alzó la mirada de los papeles, la escrutó con una sonrisa burlona. Antes de que dijera algo, ella se había acercado a él y le había puesto el índice sobre los labios para que guardara silencio.
– Hay una cosa que va a interesarte mucho más que mi corte de pelo, y sólo te la diré si renuncias a hacer cualquier comentario, ¿de acuerdo?
George fingió estar amordazado y emitió un gruñido para expresar que aceptaba las condiciones del trato. Nathalia retiró el dedo.
– La madre de la chica ha telefoneado. Ha recordado un detalle importante para la investigación y está en su casa esperando tu llamada.
– Me encanta tu corte de pelo. Te sienta muy bien.
Nathalia sonrió y volvió a su mesa. La señora Kline informó a Pilguez por teléfono de su extraña conversación con aquel joven con el que se había encontrado por casualidad en La Marina, y el que le había soltado un buen sermón sobre la eutanasia.
Le contó detalladamente el episodio de su encuentro con ese arquitecto que supuestamente había conocido a Lauren en urgencias, adonde había ido para que le curaran un corte que se había hecho con un cúter. Había afirmado que comía a menudo con su hija. A pesar de que la perra pareció haberlo reconocido, a ella le extrañaba mucho que su hija no lo hubiera mencionado nunca, sobre todo si, como decía él, se habían conocido hacía dos años. Seguramente este último detalle facilitaría la investigación.
– Vaya, vaya… -había murmurado el policía en ese instante-. En resumen, ¿me pide que busque a un arquitecto que supuestamente se cortó con un cúter hace un par de años, a quien supuestamente atendió su hija en el hospital y del que deberíamos sospechar porque durante un encuentro fortuito le manifestó a usted su oposición a la eutanasia?
– ¿No le parece una pista importante? -había preguntado la señora Kline.
– No, la verdad es que no -había contestado el policía antes de colgar.
– Bueno, ¿de qué se trataba? -preguntó Nathalia.
– No estaba nada mal la media melena que llevabas.
– Vale…, era un entusiasmo infundado.
George volvió a concentrarse en los expedientes, pero ninguno sugería nada. Exasperado, agarró el auricular del teléfono, se lo acercó a la cara, entre la oreja y la barbilla, y marcó el número de la centralita del hospital. La operadora respondió a la novena señal.
– ¡Vale más no morirse con ustedes!
– No, para eso llame al depósito directamente -replicó la mujer sin cortarse un pelo.
Después de presentarse, Pilguez le preguntó si su sistema informático le permitía efectuar una búsqueda sobre las admisiones en urgencias por profesión y por tipo de herida.
– Depende del período en el que busque -había contestado ella.
A continuación precisó que, de todas formas, el secreto médico le impediría dar información, y menos aún por teléfono.
El inspector le colgó en las narices, se puso la gabardina y se encaminó a la puerta. Bajó la escalera hasta el aparcamiento y se dirigió a buen paso hacia su coche. Cruzó la ciudad con el faro giratorio en el techo y la sirena conectada, sin parar de maldecir. Llegó al Memorial Hospital apenas diez minutos después y se plantó ante el mostrador de admisión.
– Me han pedido que encuentre a una chica en coma que les quitaron durante la noche del domingo al lunes, así que o me ayudan ustedes y no me incordian con sus secretos de matasanos burócratas, o paso a otro asunto y listos.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Jarkowizski, que acababa de aparecer en el hueco de la puerta.
– Decirme si sus ordenadores pueden localizar a un arquitecto que al parecer se hirió y fue atendido por la desaparecida.
– ¿Cuándo ocurrió eso?
– Hace unos dos años.
La enfermera se inclinó sobre el ordenador y pulsó unas teclas.
– Miraremos las entradas y buscaremos un arquitecto -dijo-. La respuesta tardará unos minutos.
– Esperaré.
La pantalla emitió su veredicto seis minutos después. Ningún arquitecto había sido atendido de una lesión de este tipo en el curso de los dos últimos años.
– ¿Está segura?
La enfermera se mostró categórica. La casilla «profesión» había que cumplimentarla obligatoriamente, debido a los seguros y a las estadísticas sobre los accidentes de trabajo. Pilguez le dio las gracias e inmediatamente regresó a la comisaría. Por el camino, aquella historia empezó a causarle cierta inquietud. El tipo de inquietud que, en un abrir y cerrar de ojos, podía acaparar toda su concentración y hacerle olvidar todas las demás pistas posibles en cuanto presentía que había encontrado un eslabón perdido de la cadena de su investigación. Tomó el móvil y marcó el número de Nathalia.
– Búscame si vive algún arquitecto en la manzana de casas donde fue vista la ambulancia. No cuelgo.
– Era Union, Filbert y Green, ¿verdad?
– Y Webster, pero amplía la búsqueda a las dos calles adyacentes.
– Te llamo -le dijo, y colgó.
Tres estudios de arquitectura y el domicilio de un arquitecto se encontraban en dicha zona, aunque en el primer perímetro únicamente figuraba el domicilio del arquitecto. Uno de los estudios se hallaba justo en la calle contigua, y los otros dos, dos calles más allá. De regreso en su despacho, llamó a los tres estudios para averiguar cuántas personas trabajaban allí. Veintisiete en total. En resumen, a las dieciocho horas y treinta minutos tenía cerca de ochenta sospechosos, uno de los cuales quizás esperaba la donación de un órgano o tenía a algún allegado en esa situación. Reflexionó unos instantes y se dirigió a Nathalia.
– ¿Tenemos estos días a algún jovenzuelo en prácticas de sobra?
– ¡Nunca tenemos personal de sobra! Si fuera así, me iría a mi casa a una hora decente y no viviría como una solterona.
– No te atormentes, cielo. Manda a uno a que se apueste disimuladamente frente al domicilio del que vive en esa manzana y que intente hacerle una foto cuando vaya a entrar en casa.
A la mañana siguiente, Pilguez se enteró de que el joven en prácticas había fracasado en su intento, ya que el hombre no había vuelto a casa en toda la noche.
– ¡Bingo! -le había dicho al alumno-inspector-. Tenme preparado todo sobre ese tipo para esta noche: su edad, si es marica, si se droga, dónde trabaja, si tiene perro, gato, periquito, dónde está en estos momentos, qué estudios tiene, si ha estado en el ejército, todas sus manías… Llama al ejército, al FBI, a donde se te ocurra, pero quiero saberlo todo.
– Yo soy marica, inspector -había replicado el joven con cierto orgullo-, pero eso no me impedirá hacer el trabajo que me pide.