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– Pero si tienes quince años menos de los que crees, George.

– ¿Lo interpreto como un adelanto?

– Como un cumplido, y no está nada mal. Venga, yo me voy a trabajar y tú te vas al hospital. Parecían espantados.

George se encontró con la enfermera jefe Jarkowizski. Ésta miró al hombre mal afeitado, de formas redondas, pero elegante.

– Es terrible -dijo-. Nunca había pasado una cosa así.

Y en el mismo tono añadió que el presidente del consejo estaba furioso y quería verlo por la tarde. Tendría que exponer el asunto ante los administradores a primera hora de la noche.

– ¿La encontrará, inspector?

– Si empezara por contármelo todo desde el principio, podría ser.

Jarkowizski le explicó que el secuestro se había producido con toda seguridad en el cambio de servicio. No habían podido localizar todavía a la enfermera del turno de tarde, pero la del turno de noche había confirmado que la cama estaba vacía cuando hizo la ronda hacia las dos. Creyó que la paciente había muerto y que la cama aún no se había asignado a otro enfermo, según el ritual consistente en dejar libre durante veinticuatro horas una cama en la que ha fallecido alguien. Pero al hacer su primera ronda, Jarkowizski se había percatado del drama y había dado la voz de alarma.

– Quizá despertó del coma y, harta de estar en este hotel, se fue a pasear. Es legítimo, si llevaba tanto tiempo acostada.

– Me encanta su sentido del humor, debería hacer partícipe de él a la madre de la chica. Está en el despacho de uno de nuestros encargados de servicio y llegará de un momento a otro.

– Sí, claro -dijo Pilguez, mirándose los zapatos-. Y si se tratara de un secuestro, ¿cuál sería su finalidad?

– ¡Eso qué más da! -respondió la enfermera en un tono irritado, como si estuvieran perdiendo el tiempo.

– Pues, verá -dijo él sosteniendo su mirada-, por raro que parezca, el noventa y nueve por ciento de los crímenes tienen un móvil. Y resulta que, en principio, a nadie se le ocurre birlar un enfermo en coma un domingo por la noche simplemente para divertirse. Por cierto, ¿está segura de que no la han trasladado a otra planta?

– Sí, lo estoy. En recepción hay unos volantes de traslado a otro hospital. Se la llevaron en ambulancia.

– ¿De qué compañía? -preguntó el inspector, sacando un bolígrafo.

– De ninguna.

Al llegar por la mañana, ni se le había pasado por la cabeza la idea de un secuestro. Cuando le informaron que en la 505 había quedado una cama libre, enseguida había ido a recepción.

– Me parecía inadmisible que se hubiera hecho un traslado sin que me lo hubiesen comunicado, pero ya sabe lo que pasa hoy en día…, la falta de respeto a los superiores…, en fin, ésa no es la cuestión.

La recepcionista le había entregado los documentos y ella «había visto enseguida» que había algo sospechoso. Faltaba un impreso, y el azul no estaba bien cumplimentado.

– Me pregunto cómo es posible que esa cretina se dejara engañar.

Pilguez quiso conocer la identidad de la «cretina».

Se llamaba Emmanuelle y estaba de guardia el día anterior en admisión.

– Fue ella quien lo permitió.

George ya se había hartado de oír a la enfermera jefe, y como ella no se hallaba presente en el momento de producirse los hechos, tomó nota de los datos de todo el personal que estaba de guardia el día anterior y se despidió.

Desde el coche telefoneó a Nathalia y le pidió que invitara a todas aquellas personas a pasar por la comisaría antes de ir al trabajo.

Al final del día había escuchado a todo el mundo y sabía que, en la noche del domingo al lunes, un falso doctor con una bata robada a un médico auténtico, y muy desagradable por cierto, se había presentado en el hospital en compañía de un conductor de ambulancia y provisto de unos volantes de traslado falsificados. Los dos compinches se habían llevado sin ninguna dificultad el cuerpo de la señorita Lauren Kline, paciente en coma profundo. La declaración tardía de un externo le hizo corregir su informe: el falso doctor podía ser un verdadero médico, pues había sacado de un buen apuro al externo en cuestión al pedirle éste ayuda. Según la enfermera presente en aquel incidente imprevisto, la precisión con la que había aplicado una vía central hacía pensar en un cirujano o, al menos, en alguien que trabajaba en un servicio de urgencias. Pilguez había preguntado si un simple enfermero hubiera podido aplicar esa vía central, a lo que se le había respondido que enfermeros y enfermeras recibían ese tipo de formación, pero que, de todas formas, las decisiones tomadas, las indicaciones dadas al estudiante y la habilidad en la realización hacían pensar más bien que pertenecía al cuerpo médico.

– Bueno, ¿qué tienes de ese caso? -preguntó Nathalia, preparada para irse.

– Una historia que no acaba de convencerme. Un médico que al parecer fue al hospital a secuestrar a una mujer en coma. Un trabajo de profesional, una ambulancia fantasma, papeles administrativos falsificados…

– ¿De qué crees que se trata?

– Tal vez de tráfico de órganos. Roban el cuerpo, lo llevan a un laboratorio secreto, operan, extraen las partes que les interesan…, hígado, riñones, corazón, pulmones y demás, y lo venden por una fortuna a clínicas poco escrupulosas y necesitadas de dinero.

Le pidió que intentara obtener la lista de todos los establecimientos privados que disponían de un quirófano digno de tal nombre y que tenían dificultades económicas.

– Son las nueve, encanto, y me gustaría irme a casa. Eso puede esperar hasta mañana. No creo que las clínicas que te interesan vayan a declararse en quiebra durante la noche.

– ¿Ves como eres voluble? Esta mañana me anotabas en tu carnet de baile y esta noche ya te niegas a pasar una velada genial conmigo. Te necesito, Nathalia, échame una mano, preciosa.

– Eres un manipulador, querido George, porque por las mañanas no utilizas el mismo tono de voz.

– Sí, vale, pero ahora es de noche. ¿Qué? ¿Me ayudas? Vamos, quítate la rebeca de tu abuela y ayúdame.

– ¿Te das cuenta? Una petición hecha con tanta delicadeza es irresistible. Que pases una buena noche.

– ¿Nathalia?

– Sí, George…

– ¡Eres maravillosa!

– George, mi corazón no está disponible.

– ¡Yo no apuntaba tan alto, cielo!

– ¿Es tuyo eso?

– No.

– Ya me extrañaba.

– Bueno, vete a casa, ya me las arreglaré.

Nathalia se dirigió a la puerta, y al llegar se volvió.

– ¿Estás seguro de que podrás?

– Pues claro. ¡Vete a cuidar el gato!

– Soy alérgica a los gatos.

– Entonces, quédate a ayudarme.

– Buenas noches, George.

Nathalia bajó la escalera deslizando la mano por la barandilla.

Una vez solo en aquel piso, pues el equipo que se quedaba de guardia por la noche se instalaba en la planta baja de la comisaría, Pilguez encendió la pantalla del ordenador y se conectó con el fichero central. Después tecleó la palabra «clínica» y encendió un cigarrillo mientras esperaba que el servidor efectuara la búsqueda. Unos minutos más tarde, la impresora empezó a vomitar unas sesenta hojas de papel impreso. El inspector, ceñudo, se llevó el montón a su despacho.

– ¡Bueno, no es para tanto! Total, para averiguar cuáles podrían estar en la ruina, no hay más que ponerse en contacto con un centenar de bancos regionales y pedirles la lista de los establecimientos privados que han solicitado préstamos bancarios durante los diez últimos meses.

Había hablado en voz alta, y en la penumbra de la entrada oyó la voz de Nathalia:

– ¿Por qué los diez últimos meses?

– Porque es lo que dice el instinto policial. ¿Por qué has vuelto?

– Porque es lo que dice el instinto femenino.

– Muy amable por tu parte.

– Todo dependerá del sitio a donde me lleves a cenar después. ¿Crees que tienes una pista?