Изменить стиль страницы

El inspector, hosco, se pasó el resto del día haciendo balance de las pistas que tenía, y nada le permitía ser optimista. Aunque la ambulancia había sido identificada gracias a un golpe de suerte, ninguno de los expedientes del personal del garaje señalaba a un presunto sospechoso, lo que hacía prever un buen número de interrogatorios a ciegas. Habría que interrogar a más de sesenta arquitectos por el simple hecho de trabajar o vivir en las inmediaciones de la manzana de casas donde la ambulancia daba vueltas la noche del secuestro.

Uno de ellos quizá fuera sospechoso por haber acariciado al perro de la madre de la víctima y haberse declarado en contra de la eutanasia, cosa que, tal como Pilguez se confesaba a sí mismo, no constituía desde luego un móvil de secuestro. Una «auténtica investigación de mierda», digna de figurar en los manuales.

La mañana de ese miércoles, el sol salió en Carmel apenas cubierto por la bruma. Lauren se había despertado temprano. Había salido de la habitación para no despertar a Arthur y estaba furiosa por su incapacidad para prepararle un simple desayuno. Finalmente, puestos a elegir, reconoció que se sentía agradecida porque en medio de todo aquel embrollo de situaciones y hechos absurdos él hubiera podido tocarla, sentirla y amarla como a una mujer en plena posesión de su vida. Estaban produciéndose una serie de fenómenos que ella no entendería ni intentaría entender jamás. Recordó lo que su padre le había dicho un día:

«No hay nada imposible; tan sólo los límites de nuestra mente definen determinadas cosas como inconcebibles. Muchas veces es preciso resolver varias ecuaciones para admitir un razonamiento nuevo. Es una cuestión de tiempo y de los límites de nuestro cerebro. Realizar un trasplante de corazón, hacer volar un avión de trescientas cincuenta toneladas y caminar por la Luna ha exigido mucho trabajo, y más imaginación aún. Así que cuando los sabios más sabios afirman que es imposible trasplantar un cerebro, viajar a la velocidad de la luz o clonar a un ser humano, yo me digo que en definitiva no han aprendido nada de sus propios límites, los de considerar que todo es posible y que se trata de una cuestión de tiempo, el tiempo de comprender cómo es posible.»

Todo lo que ella vivía y experimentaba era ilógico, inexplicable, contrario a todas las bases de su cultura científica, pero estaba sucediendo. Y los dos últimos días había hecho el amor con un hombre, experimentando emociones y sensaciones desconocidas para ella, incluso cuando estaba viva, cuando cuerpo y alma eran uno solo. Lo más importante para ella, mientras veía alzarse aquella sublime bola de fuego sobre el horizonte, era que aquello durase.

Arthur se levantó poco después, la buscó en la cama, se puso un albornoz y salió a la escalinata. Tenía el pelo revuelto y se pasó la mano por encima para aplanarlo. Fue hasta donde ella estaba, en las rocas, y la abrazó por sorpresa.

– Es impresionante -dijo.

– Creo que en vista de que no podemos imaginar el futuro, deberíamos cerrar la maleta y vivir el presente. ¿Quieres tomar un café?

– Yo diría que es imprescindible. Y luego te llevaré a ver los leones marinos que se bañan al final de las rocas.

– ¿Leones marinos auténticos?

– Y focas, y pelícanos, y… ¿No habías venido nunca aquí?

– Lo intenté una vez, pero las cosas se torcieron.

– Eso es relativo; todo depende del punto de vista desde el que lo mires. Además, me había parecido oír que debíamos cerrar las maletas y vivir el presente.

El mismo miércoles, el policía en prácticas dejó caer el abultado expediente que había preparado sobre la mesa de Pilguez.

– ¿Cuál es el resultado? -preguntó éste antes incluso de abrirlo.

– Va a sentirse decepcionado y encantado al mismo tiempo.

Para expresar su impaciencia, que rozaba los límites de la exasperación, Pilguez dio unos golpecitos en el nudo de su corbata.

– Uno, dos…, uno, dos…, ¡adelante, amigo, mi micro funciona, te escucho!

El joven leyó sus notas. El arquitecto en cuestión no tenía nada de sospechoso. Era un tipo de lo más normal; no se drogaba, mantenía buenas relaciones con el vecindario y, por supuesto, no tenía antecedentes penales. Había estudiado en California y vivido algún tiempo en Europa. Después había regresado para instalarse en su ciudad natal. No pertenecía a ningún partido político, no era miembro de ninguna secta y no militaba a favor de ninguna causa. Pagaba los impuestos y las multas y ni siquiera lo habían detenido en estado de embriaguez o por exceso de velocidad. En pocas palabras, un tipo aburrido.

– ¿Y por qué voy a estar encantado?

– ¡Porque ni siquiera es marica!

– ¡Pero si yo no tengo nada en contra de los maricas, joder! ¿Qué más hay en tu informe?

– Su antigua dirección, su foto, aunque un poco antigua…, la he conseguido en el Servicio de Matrículas, es de hace cuatro años, tiene que renovar el permiso a fines de éste; un artículo que publicó en Architectural Digest, copias de sus diplomas y una lista de sus saldos bancarios y títulos de propiedades.

– ¿Cómo te las has arreglado para conseguir eso?

– Tengo un amigo que trabaja en Hacienda. El arquitecto es huérfano y heredó una casa en la bahía de Monterrey.

– ¿Crees que está allí de vacaciones?

– Está allí, y lo único que va a excitarle es precisamente esa cabaña.

– ¿Porqué?

– Porque no hay teléfono, cosa que me parece extraña en una casa aislada; la línea está cortada desde hace más de diez años y nunca ha vuelto a ser puesta en servicio. En cambio, el viernes pasado pidió que conectaran la corriente eléctrica y el agua. El domingo regresó a esa casa por primera vez desde hace mucho tiempo. Pero eso no es un crimen.

– Pues, mira tú por dónde, ese último dato es el que me hace feliz.

– ¡Vaya por Dios!

– Has hecho un buen trabajo. Con una mente tan retorcida como la que tienes, seguramente serás un buen poli.

– Viniendo de usted, tendré que tomarme eso como un cumplido.

– ¡Sin duda! -intervino Nathalia.

– Ve a ver a la señora Kline con la foto y pregúntale si es el tipo de La Marina al que no le gusta la eutanasia. Si lo identifica, entonces tenemos una buena pista.

Cuando el policía se hubo ido, George Pilguez se sumergió en el expediente de Arthur.

La mañana del jueves fue fructífera. A primera hora, el joven en prácticas le informó que la señora Kline había identificado al individuo sin vacilar. Pero el verdadero descubrimiento lo hizo justo antes de llevar a Nathalia a comer.

Aunque tenía ese dato delante de las narices desde hacía tiempo, no había establecido la relación. El domicilio de la joven secuestrada era el mismo que el del arquitecto. Con aquello, ya eran demasiados indicios para que el sujeto en cuestión fuese ajeno al asunto.

– ¿Por qué pones esa cara? Deberías estar contento, la investigación parece que avanza -dijo Nathalia mientras se tomaba una Coca-Cola light.

– Porque no veo el móvil. Ese tipo no presenta el perfil de un perturbado. Y nadie va a un hospital a robar un cuerpo en coma por las buenas, para divertir a los amigos. Se necesita una verdadera razón. Y además, según los del hospital, se requiere cierta experiencia para poner ese puente central.

– Es una vía central, no un puente. ¿No será su novio?

La señora Kline le había asegurado que no, y había sido tajante en ese punto. Estaba casi segura de que no se conocían.

– ¿Alguna relación con el apartamento? -preguntó Nathalia.

Tampoco, respondió el inspector. Era inquilino y, según la agencia inmobiliaria, había ido a parar allí por pura casualidad. Estaba a punto de firmar un contrato para otro apartamento en Filbert, pero un empleado diligente de la agencia se había empeñado en enseñarle ése, «que acababa de entrar en su stock» justo antes de que firmara.