– No, es usted quien se obstina -replicó Pilguez.
– Y si soy su culpable, ¿qué razones tiene usted para ayudarme, aparte de resolver un enigma más?
El viejo poli respondió con sinceridad. A lo largo de su carrera se había enfrentado a muchos casos con centenares de motivos absurdos, a crímenes sórdidos, pero todos los culpables habían tenido un punto en común, el de ser criminales, mentes retorcidas, maníacos, malhechores, y no parecía que ése fuera el caso de Arthur. De modo que, después de haberse pasado la vida metiendo a chiflados entre rejas, si podía evitar que un buen tipo fuera a parar allí por haberse metido en un lío, «al menos tendría la sensación de haber estado una vez del lado bueno de las cosas», concluyó.
– Es muy amable por su parte, soy sincero al decirlo, y he disfrutado de esta comida con usted, pero no me encuentro en la situación que describe. No le echo, pero tengo trabajo. Quizá tengamos ocasión de volver a vernos.
Pilguez asintió con un gesto apesadumbrado de cabeza, y se levantó y se puso la gabardina. Lauren, que durante toda la conversación de los dos hombres había estado sentada sobre el aparador, bajó de un salto y los siguió cuando se adentraron en el pasillo que conducía a la entrada de la casa.
Pilguez se detuvo frente a la puerta del despacho y se quedó mirando el pomo.
– ¿Ha abierto ya el baúl de los recuerdos?
– No, todavía no -respondió Arthur.
– A veces es duro zambullirse en el pasado. Hace falta mucha fuerza, mucho valor.
– Sí, lo sé. Eso es lo que trato de encontrar.
– Estoy convencido de que no me equivoco, joven. Mi instinto no me ha engañado jamás.
Cuando Arthur se disponía a invitarlo a irse, el pomo comenzó a girar, como si alguien lo accionara desde el interior, y la puerta se abrió. Arthur se volvió, estupefacto. Vio a Lauren en el hueco de la puerta, sonriéndole con tristeza.
– ¿Por qué has hecho eso? -murmuró, con la respiración entrecortada.
– Porque te quiero.
Desde donde estaba, Pilguez vio inmediatamente el cuerpo que reposaba sobre la cama, con la perfusión. «Gracias a Dios, está con vida», pensó. Entró en la habitación, dejando a Arthur en la entrada, se acercó y se arrodilló junto al cuerpo. Lauren estrechó a Arthur entre sus brazos y lo besó tiernamente en la mejilla.
– No hubieras podido, y no quiero que arruines el resto de tu vida por mí. Quiero que vivas libre, quiero que seas feliz.
– Pero mi felicidad eres tú.
Ella le puso un dedo sobre los labios.
– No, así no. En estas circunstancias, no.
– ¿Con quién habla? -preguntó el viejo policía en tono amistoso.
– Con ella.
– Ahora debe contármelo todo si quiere que lo ayude.
Arthur dirigió a Lauren una mirada llena de desesperación.
– Tienes que contarle toda la verdad. Quizá te crea o quizá no, pero atente a la verdad.
– Venga -dijo Arthur dirigiéndose a Pilguez-, vamos al salón. Voy a contárselo todo.
Los dos hombres se sentaron en el gran sofá y Arthur contó toda la historia, desde aquella primera noche en su apartamento, cuando una desconocida que estaba escondida en el armario le había dicho: «Lo que voy a decirle cuesta de entender y resulta imposible de admitir, pero si tiene la bondad de escuchar mi historia, si tiene la bondad de confiar en mí, entonces quizás acabe creyéndome, y es muy importante, porque usted es, sin saberlo, la única persona del mundo con quien puedo compartir este secreto.»
Pilguez lo escuchó sin interrumpirlo ni una sola vez. Mucho más tarde, cuando hubo acabado su relato, Arthur se levantó del sillón y observó a su interlocutor.
– Ya ve, inspector, con semejante historia va a tener que añadir otro loco a su colección.
– ¿Está aquí, con nosotros? -preguntó Pilguez.
– Sentada en el sillón que se encuentra frente a usted, y está mirándolo.
Pilguez se frotó la corta barba meneando la cabeza.
– Claro -dijo-, claro.
– ¿Qué va a hacer ahora? -preguntó Arthur.
¡Iba a creerlo! Y si Arthur se preguntaba por qué, la respuesta era muy simple. Porque para inventarse semejante historia y correr los riesgos que él había corrido, no había que estar chiflado, había que estar completamente demente. Y el hombre que le había hablado en la mesa de la historia de la ciudad a la que él servía desde hacía más de treinta años no tenía nada de demente.
– Su historia tiene que ser cierta de cabo a rabo para que haya montado todo esto. Yo no creo mucho en Dios, pero sí creo en el alma humana; además, estoy al final de mi carrera y sobre todo tengo ganas de creerle.
– Entonces, ¿qué va a hacer?
– ¿Puedo llevarla al hospital en mi coche sin que corra ningún peligro?
– Sí-dijo Arthur con voz angustiada.
Entonces, tal como le había prometido, lo sacaría de aquel apuro.
– ¡Pero yo no quiero separarme de ella! ¡No quiero que le apliquen la eutanasia!
Esa era otra batalla.
– Yo no puedo hacerlo todo, amigo.
Ya iba a exponerse devolviendo el cuerpo, y sólo tenía la noche y tres horas de carretera para que se le ocurriese una razón convincente que explicara el hecho de haber encontrado a la víctima sin haber identificado al secuestrador. Como la chica estaba con vida y no había sufrido ninguna sevicia, creía que podría arreglárselas para que el expediente fuera a parar al cajón de los casos archivados. Era lo único que podía hacer.
– Pero ya es mucho, ¿no?
– Sí, lo sé -dijo Arthur, agradecido.
– Les dejaré la noche para los dos y pasaré mañana por la mañana, hacia las ocho. Prepárelo todo para el viaje.
– ¿Por qué hace esto?
– Ya se lo he dicho: porque usted me cae bien. Nunca sabré si su historia es real o si la ha soñado. Pero, en cualquier caso, siguiendo la lógica de su razonamiento, ha actuado en interés de ella. Casi podría afirmarse que era legítima defensa, aunque otros lo llamarían asistencia a persona en peligro; a mí me da igual. El valor es patrimonio de quienes actúan bien o lo mejor posible en el momento en que hay que actuar, sin calcular las consecuencias que de ello se puedan derivar. Bueno, ya está bien de charla, aproveche el tiempo que le queda.
El policía se levantó, y Arthur y Lauren lo siguieron. Un violento vendaval los acogió cuando abrieron la puerta de la casa.
– Hasta mañana -dijo Pilguez.
– Hasta mañana -contestó Arthur con las manos en los bolsillos.
El inspector desapareció en la tormenta.
Arthur no durmió, y al amanecer fue al despacho. Preparó el cuerpo de Lauren, luego subió a su habitación a hacer la maleta, cerró los postigos de toda la casa y la bombona de gas y cortó la electricidad. Tenían que volver al apartamento de San Francisco. Lauren no podía permanecer lejos de su cuerpo mucho tiempo sin sentir un gran cansancio. Habían hablado del asunto durante la noche y estaban convencidos de que sería así. Cuando Pilguez se hubiera llevado el cuerpo, emprendería también el regreso.
Pilguez se presentó a la hora acordada. En un cuarto de hora, Lauren fue envuelta en mantas e instalada en el asiento trasero del coche del policía. A las nueve, la casa estaba cerrada, sin ningún ocupante, y los dos vehículos iban camino de la ciudad. El inspector llegó al hospital hacia mediodía; Arthur y Lauren entraron en el apartamento más o menos a la misma hora.