Изменить стиль страницы

– ¿Quién es Daisy? -preguntó el policía.

– La ambulancia. Es su último día, le ha llegado la hora… Llevamos diez años juntos ella y yo, y resulta duro separarse, ¿sabe? Montones de recuerdos, toda una vida…

El policía asintió con la cabeza. Lo entendía, sí, pero le pidió que no se entretuviera mucho. De lo contrario, en la central empezarían a recibir llamadas. En aquel barrio, la gente era curiosa e inquieta.

– Lo sé, agente, vivo aquí. En cuanto baje mi compañero nos vamos. Buenas noches.

El agente le dio también las buenas noches y el coche de policía se alejó. En el interior, el conductor se apostó diez dólares con su compañero a que no estaba esperando a nadie.

– Seguramente no se decide a entregar el cacharro. La verdad es que debe de dar pena, después de llevar diez años conduciéndolo.

– Sí, pero ésos son los mismos que se manifiestan porque el ayuntamiento no les da pasta para renovar el material.

– Ya, pero diez años unen mucho.

– Unen mucho, sí…

El apartamento estaba casi tan revuelto como Arthur. De pronto, éste se quedó inmóvil en medio del salón, intentando pensar algo que los salvara.

– El mando del televisor -murmuró Lauren.

Se volvió hacia ella, estupefacto, y se abalanzó sobre la pequeña caja negra. Arrancó literalmente la tapa, sacó la pila cuadrada y la puso rápidamente en el mando del garaje. Corrió hacia la ventana y pulsó el botón.

Paul, furioso, se disponía a dar la novena vuelta cuando vio que la puerta se abría. Se metió, rezando para que se cerrara más deprisa de lo que se había abierto. «Era realmente la pila. ¡Será tonto!»

Entretanto, Arthur bajó por la escalera hasta el garaje.

– Encontré una.

– ¡Voy a matarte!

– En vez de acabar conmigo, será mejor que me ayudes. Todavía tenemos trabajo.

– ¡Pero si no hago otra cosa que ayudarte!

Trasladaron el cuerpo de Lauren con gran delicadeza. Lo sentaron detrás, con el recipiente de la perfusión colocado entre los dos brazos, y lo arroparon con una manta. La cabeza reposaba en la portezuela; desde fuera, todo el mundo hubiera creído que estaba dormida.

– Tengo la impresión de estar en una película de Tarantino -dijo Paul-, con un gángster que quita de en medio…

– ¡Cállate, no digas idioteces!

– ¿Y qué? ¿Estamos sensibles a las idioteces esta noche? ¿Eres tú el que va a devolver la ambulancia?

– No, lo que pasa es que ella se encuentra a tu lado y estabas a punto de decir algo que iba a resultarle hiriente.

Lauren apoyó una mano en su hombro.

– No discutáis. Los dos habéis tenido un día duro -dijo en un tono apaciguador.

– Tienes razón. Continuemos.

– ¿Tengo razón cuando no digo nada? -masculló Paul.

– Ve al garaje de tu padre -prosiguió Arthur-. Yo pasaré a buscarte dentro de diez minutos. Voy a subir a buscar el resto de las cosas.

Paul subió en la ambulancia y salió sin decir nada. Esta vez, la puerta del garaje se había abierto a la primera. En el cruce de Union Street estaba el coche de policía ocupado por los agentes que se habían dirigido antes a él, pero Paul no lo vio.

– Deja pasar un coche y síguelo -dijo uno de ellos.

La ambulancia giró en Van Ness, seguida de cerca por el vehículo 627 de la policía municipal. Cuando diez minutos más tarde entró en el garaje, los policías aminoraron la marcha y reanudaron su ronda normal. Paul no supo nunca que lo habían seguido.

Arthur llegó un cuarto de hora más tarde. Paul salió a la calle y subió al coche.

– ¿Has hecho una visita turística por San Francisco?

– He conducido despacio por ella.

– ¿Has planeado llegar al amanecer?

– Exacto, y ahora relájate, Paul. Casi lo hemos logrado. Acabas de hacerme un favor inestimable, lo sé; lo que no sé es cómo decírtelo. Y te has arriesgado, también lo sé.

– Venga, conduce. No soporto los agradecimientos.

El coche salió de la ciudad por la carretera 280 sur. Enseguida se desviaron hacia Pacifica, antes de adentrarse en la carretera número 1, la que bordea los acantilados, la que conduce a la bahía de Monterrey, a Carmel, la que debería haber tomado Lauren una mañana de principios del verano anterior, al volante de su viejo Triumph.

El paisaje era espectacular. Los acantilados parecían recortarse en la oscuridad como un encaje negro. Una luna inacabada dibujaba los contornos de la carretera. Circulaban a los sones del concierto para violín de Samuel Barber.

Arthur había dejado a Paul al volante y miraba por la ventanilla. Al final de aquel viaje le esperaba otro despertar. El de muchos recuerdos dormidos durante mucho tiempo.

10

Arthur había estudiado arquitectura en la universidad de San Francisco. A los veinticinco años había vendido el pequeño apartamento que había heredado de su madre y se había marchado a Europa, a París, para realizar dos cursos en la escuela Camando. Se había instalado en un pequeño estudio de la calle Mazarine y había vivido dos años apasionantes. Después había hecho un curso de un año en Florencia antes de regresar a su California natal.

Cargado de diplomas, entró en el estudio de Miller, arquitecto diseñador muy famoso en la ciudad, donde realizó los dos años de prácticas mientras trabajaba a tiempo parcial en el Museo de Arte Moderno. Allí fue donde conoció a Paul, su futuro socio, con el que dos años más tarde montó un estudio de arquitectura. Gracias al desarrollo económico de la región, el estudio fue adquiriendo poco a poco notoriedad y llegó a emplear a cerca de veinte personas. Paul hacía «negocios» y Arthur dibujaba: muebles, inmuebles, casas y objetos. Jamás hubo ninguna sombra entre esos dos amigos a los que nada ni nadie mantenía alejados uno de otro más de unas horas.

Tenían muchos puntos en común que los unían. Un sentido de la amistad similar, el placer de vivir y una infancia cargada de emociones comparables. Las carencias también eran idénticas.

Al igual que Paul, Arthur había sido criado por su madre. El padre de Paul había abandonado a su familia cuando el niño tenía cinco años y no había vuelto a aparecer; Arthur tenía tres años cuando su padre se marchó a Europa. «Su avión subió tan arriba que se quedó enganchado en las estrellas.»

Los dos habían crecido en el campo. Los dos habían estado internos. Se habían hecho hombres solos.

Lilian había esperado mucho tiempo y finalmente le había dicho adiós a su marido, al menos aparentemente. Los diez primeros años de su vida, Arthur los había pasado fuera de la ciudad, a orillas del mar, cerca del delicioso pueblo de Carmel, donde Lili -así era como él llamaba a su madre- tenía una gran casa. Estaba construida en madera blanca y rodeada de un vasto jardín que descendía hasta la playa. Antoine, un viejo amigo de Lili, vivía en un pequeño anexo de la propiedad. Se trataba de un artista que había ido a parar allí y a quien Lili había acogido, o «recogido», como decían los vecinos. Mantenía con ella el jardín, las cercas y las fachadas de madera, que pintaban casi todos los años, así como largas conversaciones por la noche. Amigo y cómplice, para Arthur era la presencia masculina que había desaparecido unos años antes de su vida. Arthur empezó a ir al colegio municipal de Monterrey. Por la mañana lo llevaba Antoine, y por la tarde, hacia las cuatro, iba a buscarlo su madre. Aquellos años de su vida fueron preciosos. Su madre era además su mejor amiga. Lili le enseñó todo lo que un corazón puede amar. A veces lo despertaba temprano, simplemente para enseñarle a contemplar la salida del sol, a escuchar los ruidos del día que nace. Le enseñó a distinguir los perfumes de las flores. Por el simple borde de una hoja le hacía reconocer el árbol al que pertenecía. Lo llevaba al gran jardín que rodeaba la casa de Carmel y que descendía hasta el mar, para descubrir todos los detalles de una naturaleza que ella «civilizaba» en algunas zonas, mientras que otras las dejaba deliberadamente silvestres. En las dos estaciones marcadas por el verde y el ámbar, le hacía recitar el nombre de los pájaros que hacían un alto en las copas de las secuoyas en un paréntesis de su largo viaje.