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Mientras él remaba hacia la orilla, ella le tomó la cabeza entre sus manos y lo besó con ternura en la frente.

– ¿Te doy pena?

– Sí. Tú nunca te ahogarás si yo estoy aquí. A pesar de todo me echaré al agua; tengo fuerza para subirte a la barca.

Lili se extinguió con la misma elegancia que había vivido. La mañana siguiente a su muerte, el niño se acercó a la cama de su madre.

– ¿Porqué?

El hombre que estaba de pie junto a la cama no dijo nada. Bajó los ojos y miró al niño.

– Estábamos tan unidos…, ¿por qué no me ha dicho adiós? Yo nunca hubiera hecho una cosa así. Tú que eres mayor, ¿sabes por qué? ¡Dímelo! Tengo que saberlo, todo el mundo miente siempre a los niños, los adultos creen que somos ingenuos. Si eres valiente, dime la verdad. ¿Por qué se ha marchado así, mientras yo dormía?

La mirada de un niño a veces te hace remontarte tanto en tus recuerdos que es imposible no dar una respuesta a la pregunta formulada.

Antoine apoyó las manos en sus hombros.

– No ha podido hacer otra cosa; la muerte no espera a que se la invite, se impone. Tu madre se ha despertado a media noche, con un dolor terrible, ha esperado que saliera el sol, y pese a toda su voluntad de permanecer despierta, se ha ido quedando dormida.

– Entonces la culpa la he tenido yo. Estaba durmiendo.

– No, claro que no. No debes ver las cosas así. ¿Quieres saber la razón de que se haya ido sin despedirse?

– Sí.

– Tu madre era una gran dama, y todas las grandes damas saben irse dignamente, abandonando a sí mismos a los que quieren.

El niño leyó con claridad en los ojos emocionados del hombre, percibiendo una complicidad que hasta entonces sólo había presentido. Siguió la lágrima que corría por su mejilla y se colaba a través de la incipiente barba. El hombre le pasó el dorso de la mano por encima de los párpados.

– Estoy llorando -dijo-, y tú deberías hacer lo mismo. Las lágrimas arrastran los sufrimientos lejos de la pena.

– Lloraré más tarde -dijo el muchacho-. Este sufrimiento todavía me une a ella y quiero seguir conservándolo. Ella era toda mi vida.

– No, jovencito, tu vida está ante ti, no en tus recuerdos. Eso es lo que ella te ha enseñado. Respétalo, Arthur, no olvides jamás lo que ella te decía ayer aún: «Todos los sueños tienen un precio.» Tú pagas con su muerte el precio de los sueños que ella te ha dado.

– Pues son muy caros esos sueños. Antoine, déjame solo.

– Pero si estás solo con ella. Cierra los ojos y olvidarás mi presencia; ésa es la fuerza de las emociones. Estás solo contigo mismo, y ahora empieza un largo camino.

– Está guapa, ¿verdad? Yo creía que la muerte me daría miedo, pero la veo hermosa.

Tomó una mano de su madre; las venas azuladas que se dibujaban en la piel, muy suave y clara, parecían describir el curso de su vida, largo, tumultuoso, colorido. Acercó la cara a ella y se acarició lentamente la mejilla antes de depositar un beso en la palma.

¿Qué beso de hombre podría rivalizar con tanto amor?

– Te quiero -dijo-, te he querido como quiere un niño, y ahora estarás en mi corazón de hombre hasta el último día.

– ¿Arthur? -dijo Antoine.

– Sí…

– Toma, es una carta suya para ti. Ahora te dejo solo. Una vez solo, Arthur olió el sobre y aspiró el perfume que lo impregnaba. Luego lo abrió.

Querido Arthur:

Cuando leas esta carta, sé que en alguna parte, en el fondo de ti, estarás muy enfadado conmigo por haberte gastado esta jugarreta.

Arthur, ésta es mi última carta y es también mi testamento de amor.

Mi alma emprende el vuelo impulsada por toda la felicidad que me has proporcionado. La vida es maravillosa, Arthur; nos damos cuenta cuando se retira de puntillas, pero se saborea con el apetito de todos los días.

En determinados momentos nos hace dudar de todo, pero tú no te rindas nunca, mi vida. Desde el día que naciste he visto en tus ojos esa luz que te convierte en un niño muy distinto de los demás. Te he visto caer y levantarte apretando los dientes, en circunstancias en las que cualquier otro niño habría llorado. Ese valor es lo que te da fuerza, pero también es tu punto débil.

Ten cuidado; las emociones están hechas para ser compartidas, la fuerza y el valor son como dos bastones que pueden volverse contra el que los utiliza mal. Los hombres también tienen derecho a llorar, Arthur, los hombres también sufren.

A partir de ahora ya no estaré ahí para responder a tus preguntas de niño, porque ha llegado para ti el momento de convertirte en un hombrecito.

En el largo periplo que te espera, no pierdas nunca tu alma de niño, no olvides nunca tus sueños; serán el motor de tu existencia, formarán el sabor y el olor de tus mañanas. Muy pronto conocerás un amor distinto del que sientes por mí. Cuando llegue ese día, compártelo con la persona que te quiera; los sueños vividos en pareja constituyen los recuerdos más hermosos. La soledad es un jardín donde el alma se seca; las flores que crecen en él no tienen perfume.

El amor tiene un sabor maravilloso. Recuerda que, para recibir, hay que dar; recuerda que, para poder amar, hay que ser uno mismo. Confía en tu instinto, hijo, sé fiel a tu conciencia y a tus emociones, vive tu vida, sólo tienes una. Ahora eres responsable de ti mismo y de aquellos a los que quieras. Sé digno, ama, no pierdas esa mirada que tanto nos unía cuando compartíamos el amanecer. Recuerda las horas que hemos pasado juntos podando los rosales, contemplando la luna, identificando el perfume de las flores, escuchando los ruidos de la casa para comprenderlos. Son cosas muy sencillas, en ocasiones desusadas, pero no dejes que las personas amargadas o hastiadas desvirtúen esos instantes mágicos para quien sabe vivirlos. Esos momentos tienen un nombre, Arthur: fascinación. Y que tu vida sea una fascinación sólo depende de ti. Es el mayor deleite de ese largo viaje que te espera.

Hijo mío, te dejo. Aférrate a la tierra, es muy hermosa. Te quiero, has sido mi razón de vivir, y sé cuánto me quieres tú también. Me voy tranquila, estoy orgullosa de ti.

Mamá

El niño dobló la carta y se la guardó en el bolsillo. Besó la frente helada de su madre. Recorrió la biblioteca, pasando los dedos por los lomos de los libros. «La muerte de una madre es comparable al incendio de una biblioteca», decía ella. Salió de la habitación caminando con paso decidido, como ella le había enseñado: «Cuando un hombre se va, nunca debe volverse.»

Arthur salió al jardín; el rocío de la mañana dispensaba un suave frescor. El niño se acercó a los rosales y se arrodilló.

– Se ha ido, ya no vendrá a podaros las ramas. Si supierais -dijo-, si pudierais comprender… Tengo la impresión de que los brazos me pesan terriblemente.

El viento hizo responder a las flores moviendo sus pétalos; sólo entonces liberó Arthur sus lágrimas, allí, en la rosaleda. Desde la casa, de pie en el porche, Antoine contemplaba la escena.

– Lili, te has marchado demasiado pronto para él, demasiado pronto. Arthur se ha quedado solo. ¿Quién salvo tú sabía entrar en su universo? Si tienes algún poder allí donde estás ahora, ábrele las puertas de nuestro mundo.

Un cuervo graznó al fondo del jardín con todas sus ganas.

– Ah, no, Lili, eso no -dijo Antoine-. Yo no soy su padre.

Aquel día fue el más largo que vivió Arthur; muy entrada la noche, sentado en el porche, seguía respetando el silencio de aquel momento tan doloroso.

Antoine estaba sentado a su lado, pero ninguno de los dos hablaba. Ambos escuchaban los ruidos de la noche, sumergidos en la memoria de aquellas paredes. Poco a poco, las notas de una música desconocida hasta entonces comenzaron a danzar en la cabeza del pequeño: las corcheas hacían caer los sustantivos, las blancas, los adverbios, las negras, los verbos, y los silencios, todas las frases que ya no querían decir nada.